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Los que tienen la suerte de llegar a la edad de jubilación -porque
otros, lamentablemente, se quedan en el camino- saben que, en función
de los años trabajados y cotizados, la pensión será de mayor o menor
cuantía. Y si las circunstancias le llevaron a jubilarse
anticipadamente, esta pensión queda disminuida, según qué casos, en
el porcentaje correspondiente. Todo esto sabemos que es así y lo
asumimos como algo inevitable. Con estas perspectivas, el jubilado y
su esposa se adaptan al nuevo estado y viven, sin excesos, en
consonancia con sus posibilidades económicas. Ya son pensionistas y
es ahora cuando se dan cuenta de que se hacen mayores. No viejos, de
momento. Tal vez, algo usados. Pero han llegado hasta aquí, se tienen
el uno al otro y eso los conforta. Pero un mal día, ese mutuo
acompañamiento cesa. El marido fallece.
La mujer, ahora viuda, verá como todo su mundo se desmorona. Ella,
que dependía económicamente de su marido, con la pensión reducida
-"¿por qué?"- al 52%, tendrá que continuar haciendo frente a los
mismos gastos, al 100%, de agua, luz, teléfono, gas, comunidad o
alquiler, recogida de basura, contribución urbana, alcantarillado… Y
seguir alimentándose, que no es poco, y vistiéndose.
Así las cosas, esta buena mujer, que ya no está en edad de trabajar
fuera del hogar, si no tiene quién la ayude, se verá obligada a vender
el piso -"¡cuántos sacrificios para pagar la hipoteca!"-, que
constituye todo su patrimonio. Y, con mucha suerte -maldita suerte-,
terminará sus días, tristemente, en una residencia de ancianos.
05 Febrero 2008
Robert NewPort (newport43@gmail.com)
www.robertnewport.blogspot.com
Enviado el 3 de febrero del 2009
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