UN MUNDO CRUEL
Nota aclaratoria:
El día del golpe de estado del 23-F no llovió en todo el País Valenciano, como si ocurre en este relato.
PRIMERA PARTE
..Que el pueblo amaneciese con el canto de los gallos, con el mar a sus pies y la montaña a sus espaldas, sumido en un pesado silencio roto tan solo por las voces de los pescadores, el gritar de las gaviotas que sobrevolaban la playa y el puerto y el traqueteo de los motores de los vehículos y las barcazas, no fue algo de extrañar. Lo realmente impropio fue el fatal acontecimiento de que Don Ramón el cura encontrara muerto al comunista Fabrilo tendido sobre un charco de sangre que empezaba a secarse. El interfecto yacía con el cráneo abierto y los ojos espantados al pie del Sagrado Corazón tallado en piedra. En pocos minutos, la plaza San Cristóbal se fue llenado de un gentío estupefacto.
–Está muerto –exclamaban las beatas, y se santiguaban repetidas veces como si con ese gesto de piedad pudieran salvar del infierno el alma de ese pobre desventurado.
El sol estaba cada vez más alto en el cielo, sobre un mar de aguas anaranjadas, susurrantes y serenas.
Tan extraña muerte, en unos minutos, llenó de exclamaciones el pueblo en su totalidad. Los rumores corrían como la pólvora. Y todas las miradas de la plaza San Cristóbal se centraron en Don Tobías y en su macabro cortejo. Todos ellos parecían tener el corazón de hielo, tan ajenos a la desgracia.
–Son vidas muy putas –farfullaron algunos–. Pero Franco ya está muerto y enterrado.
Los gestos de la populi eran de todo tipo; de dolor, de piedad, de asombro, de pena, y una mezcla de todo eso. El barullo arreciaba en la plaza por momentos. Súbitamente, surgieron rachas de viento de Levante que levantaron del suelo de piedra la hojarasca y el polvo. Mientras, Don Ramón el cura, un señor entrado en años, rezando frente al fiambre, a sus espaldas escuchaba todo tipo de comentarios. Tenía la tez pálida de un santo. Un pescador tuvo que apartar a un perro que merodeaba cerca del muerto, lo que dio mecha días después a todo tipo de rumores infames, como que “Pulgas”, el perro pastor de “El legionario”, llegó a comerse una mano del muerto.
Cuando en breve llegaron a la plaza San Cristóbal el sargento de la Guardia Civil y su cabo, parecían sacados de la mismísima casa de los pecados. Apestaban a aguardientes. Eran los dos de mediana edad; el sargento era atildado y llevaba puestas unas gafas de sol de montura de metal y cristales verdes y el cabo era achaparrado y tenía un bigote a lo Antonio Tejero. El sargento había empinado tanto el codo la noche pasada, mucho más que su inferior, que le daba repugnancia su propio aliento.
–Es como un sabor a bosta de vaca –le escupió secamente, sin apenas mover los labios, a Lázaro, el cabo.
Y acto seguido se personó en el lugar de los hechos la policía local y precintó la zona donde estaba muerto Fabrilo “el rojo”. Luego, buscando pistas, esperaron la llegada de un juez para el levantamiento del cadáver.
En un lugar de la plaza, Visent lloraba tendido en el suelo, con sus labios rozando la piedra, la muerte de su mejor amigo. Las lágrimas le quemaban la tez del rostro como cera ardiente.
Las autoridades ordenaron a los curiosos que desalojaran la plaza, y al cabo de un rato, Visent se había quedado solo, muy cerca del cordón policial.
–Venga, desaloja tú también, que no tardarán nada en llevarse al muerto –le ordenó el cabo.
Y Visent se incorporó lentamente y abandonó la plaza San Cristóbal, deambulando como un alma en pena.
Algunas ancianas de las calles aledañas a la plaza baldeaban sus portales. Visent se cruzó con Luis “el pelailla”, un discapacitado intelectual gitano que se dirigía a la plaza San Cristóbal para dar de comer a las palomas y a los gatos. A las palomas les tiraba miguitas de pan y a los michos cabezas, tripas y raspas de pescado.
…Graciano se mostraba inquieto, como siempre que su vida pendió de un hilo. Su desánimo lo arrastraba a un vacío de fuego y cenizas ardientes. Y de súbito le vino a la memoria la tragedia ocurrida años atrás en un pueblo ruidoso y costero del Levante peninsular. Se enteró de lo que había pasado por medio del informativo de Radio Nacional en un mesón de Fuente la Higuera, y su rostro, un rostro latino de tez aceitunada, expresó un sinfín de amargas sensaciones. E incluso la mujer mayor que regentaba el mesón, al verlo tan alterado, llegó a pensar que por las venas de ese hombre corría gasolina encendida.
–Dicen que los disgustos pueden conseguir que una persona se queme, combustión espontánea; pero yo conozco a una curandera que por quinientas pesetas le quita todos los males del cuerpo –le dijo la descuidada mesonera entrada en carnes y en años.
Diluviaba, y al olvidarse ese hombre mayor de la tragedia ocurrida varios años atrás en un pueblo costero, evocó los tiempos del hambre y el estraperlo, tiempos de buscar en algún gallinero algún huevo que echarse a la boca o de trabajar en el campo o en unas cuadras de sol a sol a cambio de un par de platos calientes y un mendrugo de pan diarios. Por las calles corría un río de agua hacia los desagües de las alcantarillas. La luz de los faroles resplandecía con destellos de plata sobre esa verdadera tromba de agua. Graciano, por un momento, creyó que iba a estar diluviando toda la vida. Estaba atemorizado y en su mente ocurrían crímenes sangrientos, había fosas comunes en las cunetas de algunas carreteras, se encarcelaba a los comunistas después de pegarles verdaderas palizas en infringirles toda clase de torturas físicas y psicológicas, y ya en la noche, temblaba la luz de las bombillas de los calabozos y se oían espeluznantes gritos de dolor y miedo. (Las luces de las bombillas temblaban porque algún policía de Franco estaba descargando corrientes eléctricas en los testículos de algún idealista de izquierdas o algún anarquista). Ese hombre había vivido muchos años en un país de locos y psicópatas.
Como estaba sentado en un sillón frente a la ventana, cuando relampagueaba, se iluminaba su rostro, como el de un santo en el umbral de la salvación. Luego, el retumbo de los truenos le encogía el corazón.
–Siempre tuviste mala bebida, de animal –escuchó Graciano muy cerca.
Pero Graciano no le respondió a la voz que le había hablado en la penumbra y, tras incorporarse del sillón, encaramado a la ventana, se lio un cigarrillo de ese “caldo de gallina” que ya fumaba en los años de guerra civil. Su alcoholismo le había traído muchos quebraderos de cabeza, y su mala bebida, de animal, lo enfrentó más de una vez con los señoritos del pueblo.
–Que solo has tenido huevos para fanfarronear como un gallito de pelea. Ahora veremos qué pasa. Estaba mucho mejor visitando todas las semanas la tumba de mi Alfonso –le increpó la voz con tono ominoso.
Remedios Bohuero lo conoció en una de las verbenas celebradas por San Roque. Él acababa de llegar al pueblo y ella estaba harta de su viudez y su soledad, y de no tener a ningún hombre a quien calentarle la cama. Su único hijo, Juan, años atrás, tomó un vuelo a México, y solo en las postrimerías de la Navidad le llegaba a la mujer una postal con una imagen de los templos mayas en las que su cachorro le contaba cuánto la echaba de menos y cuánto la quería. De ese modo, sin nadie que se opusiera a unas segundas nupcias, la viuda terminó con un nuevo anillo en su dedo y un nuevo hombre en su vida.
Entre tanto, Graciano se sirvió en la mesa camilla un trago de vino del fuerte y se lo echó al coleto en dos tientos.
Llovía aún con fuerza.
Todo era irreconocible tras la ventana. La tormenta no amainaba. El viejo, que se había levantado del sillón, apoyó las manos en una pared como para no estar muerto del todo. Sufría, él, últimamente, siempre sufrió. Pero esa noche, su sufrimiento era un vacío estremecedor, y de súbito, sintió que dentro de él ya no quedaba nada. Le temblaban ligeramente las manos, apoyadas con sus palmas y las yemas de sus dedos aún en la pared oscura. Remedios le dijo que estaba hecho un asco. Y él cerró los ojos y exhaló un fuerte suspiro. Sin quererlo, a Graciano le vino a la mente el caos del frente, de la guerra, de la puta guerra. Evocó el zumbar de las balas pasando sobre su casco o su gorro de republicano y el estruendo de los obuses que hacía temblar la tierra, la cara de los muertos y un fuerte olor a metal, pólvora y sangre.
La vieja tenía la mirada puesta en el retrato de su Alfonso, rodeado de velones encendidos. Pero en breve se levantó del mecedor, avanzó hasta el oscuro pasillo y fue tragada por la casa.
–La avería debe de ser gorda, veremos cuando vuelve a funcionar la luz eléctrica –se oyó débilmente en el pasillo.
El ruido de la tormenta seguía siendo bronco. Cada vez que tronaba, semejaba que fuese a temblar el mundo por entero hasta terminar resquebrajándose como una maravillosa bola de cristal. Al entrar de nuevo Remedios en la salita, Graciano lanzó otro suspiro. Ella tomó asiento en su mecedora, el viejo quiso decirle algo, pero guardó más silencio. Sus noches de insomnio lo dejaban completamente estragado, y siempre que no dormía, al amanecer, recordaba un sueño que tuvo siendo niño en el que un asteroide apocalíptico caía en la luna, provocando el fin del mundo. Según ese sueño que él creía una premonición, la luna caería hecha pedazos sobre la Tierra en ese año tan duro para él: 1981.
–¿En qué piensas? –le preguntó la voz.
–En nada –contestó él con las manos apoyadas aún en la fría pared
Aquel 23 de febrero, Graciano estaba desquiciado. El frío, la fuerte humedad y la barbarie del golpe de estado que se estaba gestando en Madrid, le habían convertido el corazón en una piedra. Pero tras volver a tomar asiento en su sillón frente a la ventana, la imagen de Ramona se le vino encima para que su pasado en un pueblo costero de la provincia regresara al tiempo real. El viejo veía con nitidez los barrios de pescadores con sus casas bajas de paredes encaladas y rojos tejados, el casco antiguo con la vieja torre, el lazareto de teresianas y la iglesia, los parques poblados de árboles donde los niños jugaban a las canicas sobre la tierra, el mar Mediterráneo y en la dirección opuesta una montaña cubierta de pinos y matorral cuya ladera llegaba al arcén de una carretera que lindaba con los cultivos. Y también veía nítidamente a Ramona caminando por la casa como si sus pies flotaran. Esa mujer fue para él un ángel de piel morena y sangre gitana.
Minutos después, había cesado la tormenta. Ahora lloviznaba. Riachuelos de agua fría corrían por las calles hacia los desagües del alcantarillado. Los nubarrones aún tapaban la luna y las estrellas. Graciano se lio otro cigarrillo y empezó a fumar. Tosió varias veces entre calada y calada. Tenía un mal sabor de boca. Había pasado muchos años trabajando en unas minas de carbón, donde el polvo del carbón se mezcla con la saliva y llena los bronquios de hollín. Por eso a veces aún tosía secamente.
El brasero, a sus pies, estaba lleno de ascuas encendidas.
…Ya apenas caían gotitas del cielo, pronto se verían la luna y las estrellas, pensó Graciano, quien se lio otro cigarrillo con manos trémulas y empezó a fumar con verdadera fruición. La ventana tenía los postigos abiertos y allí dentro se podía apreciar el fuerte olor de la piedra mojada del alféizar. Remedios hizo mención de cerrar la ventana, pero Graciano se lo impidió.
–Es para escuchar el estruendo de la luna cayendo a pedazos sobre el mundo –dijo él, secamente.
En la radio sonaban marchas militares. El viejo empezó a escuchar los gemidos de su esposa, pero hizo oídos sordos, no quería padecer más de lo que estaba padeciendo.
–Los fachas te la tienen jurada –se quejó ella amargamente.
Y Graciano exhaló un largo, doloroso y profundo suspiro. La vieja volvió a lamentarse, gimiendo de vejez, de miedo y de pena. Cogió al punto un puñado de avellanas tostadas de encima de la mesa camilla y las devoró junto a su resentimiento.
–Tú eres peor que esa piedra de mierda cubierta de mares de arenas blancas que tiene que caer del cielo –le recriminó a su marido parta terminar rompiendo en llantos.
Era una mujer delgada; sus cabellos de color plata le caían hasta los hombros y tenía un rostro enjuto y unos ojos y un bigote cubiertos de arrugas. Pero Graciano no decía nada mientras miraba a través de la ventana el cielo. Todavía no se veían la luna y las estrellas.
–Si al menos hubieras tenido el pico cerrado –le dijo Remedios ahogando dolorosamente el llanto.
Minutos más tarde, en vez de escampar, llovía otra vez con fuerza. Los relámpagos iluminaban la noche y los truenos retumbaban muy cerca.
SEGUNDA PARTE
...La gente en el pueblo vivía en su mayoría del mar. Pero el mar a veces mataba a la gente, se tragaba a la gente.
–¿Qué te trajo esta pasada madrugada el mar? –preguntó Graciano a Ismael el negro nada más asomar sus narices en la cantina de Pedro.
–Solo miseria –farfulló el gigantón hombre de piel negra, y luego dio un par de pipadas a su puro Farias y expulsó una nubecilla de humo.
Ese hombre de mediana edad parecía tener un par de arietes en vez de brazos y medía casi dos metros. Era fuerte como un buey. Bebía a cada rato de la jarra de vino tinto a grandes tragos. En su rostro oscuro había pinceladas ciertas expresiones de sabiduría aprendida navegando, días y noches, bajo el sol, las lluvias, las nubes y la luna y las estrellas, por el mar del Caribe. Vestía ropas viejas con zurcidos y remiendos y tenía una mata de pelo cano y cejas blancas que resaltaban sobre su rostro negro.
Ángel Verdú andaba pasado de rosca, despidiendo un fuerte olor a ron y a soledad.
–Esos cabrones de la Falange están rabiosos como perros. A mí me la tienen jurada. Si se diera un golpe de estado en Madrid, me cortarían las alas. Anoche, los muy hijos de perra dejaron un recado en la puerta de mi casa. Era el cadáver de una paloma blanca con pinturas rojas que llevaba una notita pegada en la pechuga que decía que a mí también me iban a matar.
A decir verdad, hacía ya algo de tiempo que las cosas entre los dos bandos se habían recrudecido, pues cuando no eran unos los que metían cizaña, eran los otros los que echaban alcohol puro a las llamas. En los crímenes de Atocha llevados a término ese mismo año, una especie de escuadrón de la muerte de la extrema derecha más radical había irrumpido en un despacho de abogados laboralistas de la calle Atocha de Madrid cometiendo una masacre. Eso caldeó más el ambiente, y los meses posteriores a la tropelía en la capital del país fueron tensos y hostiles en ese pueblo costero, llegando a rumorearse en algunas viviendas y bares que acabarían por matarse los unos a los otros, máxime, después de la intentona de linchamiento que llegaron a sufrir algunos ultraderechistas el día después a la trágica carnicería del 24 de enero del 77. El sargento de la Guardia Civil, que era de piñón fijo, de la cáscara amarga, unos días más tarde al intento de linchamiento, retuvo en el cuartelillo a los cabecillas de la revuelta, Visent y Fabrilo. Fueron torturados psicológicamente y recibieron todo tipo de amenazas, pues por entonces, las fuerzas policiales aún servían a los señoritos y seguían empleando métodos franquistas. Sin embargo, a la noche siguiente, los dos marxistas causaron destrozos en el pueblo: quemaron una de las oficinas de Don Tobías, prócer del franquismo local; ensuciaron de lemas subversivos la estatua tallada en piedra del Sagrado Corazón de la plaza San Cristóbal y borraron con pintura negra los nombres y apellidos de La cruz de los caídos, un monumento católico que en algunos pueblos y ciudades donde se habían erigido solo homenajeaban a los convecinos caídos en la guerra civil del bando nacional.
En la cantina, Ángel Verdú continuaba intranquilo.
–La cosa está que arde –dijo.
Graciano, al fondo del mostrador, antes de dar un trago a la caña, quiso quitarle importancia al asunto.
–No temas nada, Ángel. Como dice el refrán, perrito ladrador, poco mordedor.
Y el viejo Ángel Verdú tomó asiento ante una de las mesas de tosca madera.
La cantina, muy acogedora, no era muy grande. La barra quedaba a la izquierda según se entraba. El almacén y los servicios estaban al fondo en un patio pequeño en cuyas paredes el dueño había dejado que creciera la yedra. Había mesas rodeadas de sillas. Las paredes estaban forradas de madera y el suelo era de madera también. A esas horas, la luz del día traspasaba el cristal de los ventanales llenando el local de claridad. Los clientes del bar eran hombres ruidosos y bebedores que al ir borrachos se querían como hermanos o se llegaban a odiar por nada.
–Mala cara traes hoy –le comentó Pedro, el regente, a un Graciano cuya mirada parecía llena de hastío.
–Esta noche soñé que me moría –se limitó a responderle al dueño del bar.
En algunas mesas, algunos viejos jubilados que habían pasado más de media vida faenando en las aguas del Mediterráneo, armando un gran barullo, jugaban a las cartas o al dominó.
Graciano apuró la copa de cerveza de barril de un solo trago y pensó en el faro, que servía de guía a los marinos en noches de lluvias o tempestad. Luego le pidió a Pedro otra caña, y al dar el primer trago instantes después, evocó un jardín de camelias, con un sol alto en un cielo azul sin nubes, dorando la piel de un niño de cinco años semidesnudo que extendía los brazos y correteaba descalzo jugando a ser un pájaro, cayendo la sombras de sus alas sobre la fresca y húmeda hierba y las camelias. Pero luego comprendió que de niño tampoco hubo sido un ser humano feliz.
Ángel Verdú volvió a mostrarse alterado al cabo de unos minutos, andando de un lado a otro muy pensativo.
Graciano clavó sus ojos tristes en la frágil figura de ese hombre que pronto cumpliría los ochenta años.
–Venga, Verdú, no temas nada. No van a hacerte ningún daño.
Y Ángel recitó un verso de Espronceda:
–Y si muero, ¿qué es la vida? Por perdida ya la di.
Los pocos hombres jóvenes que bebían cerveza y vinos en la taberna lanzaron unas hirientes carcajadas. Y de súbito, al ver cómo se mofaban de ese hombre ya mayor, y al recordar que él también se había hecho viejo, que era un setentón, Graciano tuvo ganas de echarse a llorar.
Al punto entraron en el establecimiento, borrachos como una cuba, Visent y Fabrilo. Visent pidió una copa de coñac a Pedro, y cuando se la sirvió, se la bebió de un solo trago, como una mula.
–¿Por qué bebes como si fuera a acabarse el mundo mañana? –le preguntó Graciano.
–Los fachas, en la puerta del estanco de Dolores, me han increpado y empujado. Eran muchos. Cobardes. Me han jurado que en menos de una semana van a venir a por mí. Pero ahora en tomarme unos tragos voy a por la escopeta.
Fabrilo intentaba de todos los modos posibles calmar a su buen amigo.
–Tranquilo, que no llegue la sangre al río. No te busques la ruina –le decía cogiéndolo fuertemente por los hombros.
Eran los dos de mediana estatura y tenían un físico fornido, con espalda ancha y extremidades fibrosas.
–Como me busquen, me encuentran. Que yo me conozco, que yo me conozco –aulló Visent muy enojado y alterado–: Y si es menester, me llevo por delante a algunos picoletos, a los que haga falta.
–Venga, a despotricar de las autoridades a la puta calle, no quiero tener problemas –les gruñó el regente muy enfadado.
Acto seguido, los dos borrachos salieron del bar, haciendo aspavientos y hablando entre ellos.
Los naipes estaban mugrientos y olían a humo de tabaco y sobre el verde tapete había manchas de vino y café y alguna quemadura. En la cantina flotaba una especie de neblina creada por el humo de los cigarros puros y los pitillos que fumaba el personal.
Fabrilo consiguió tranquilizar Visent y entraron de nuevo en el bar. Graciano, al fondo del mostrador, con los codos clavados sobre la madera, esbozó una sonrisa. Visent movía la cabeza hacia ambos lados y Fabrilo le daba fuertes palmadas en la espalda.
Luego Graciano pensó que la vida es una partida de póquer, y aunque uno a veces en una mala mano tenga malas cartas, tiene que poner buena cara, cara de farol.
Fabrilo y Visent pidieron coñac, se bebieron la copa de un trago y pidieron más. Ese era un mundo de bestias.
Para ser el mes de octubre, aún hacía mucho calor. El veranillo de San Miguel, como llaman en esas tierras a los últimos días de calor. Sin embargo, sobre el mar una capa de hinchados nubarrones avanzaba empujada por fuertes corrientes de aire hacia tierra firme.
–Viene una tormenta –dijo Ismael, quien había vuelto su rostro hacia el ventanal.
El cúmulo de nubes que provenía de Levante era cada vez más oscuro.
Al otro extremo de la calle, en una plazuela, los vientos de tormenta levantaban la tierra y el polvo. Hacia Levante, ya casi adentrándose en la costa, los relámpagos iluminaban los morados nubarrones y segundos después se escuchaban los truenos, que estremecían el alma. Y de súbito, un niño arrojó un pedrusco a los cristales del ventanal rompiéndolos. “Fabrilo, Visent, comunistas de mierda”, gritó el niño antes de alejarse corriendo de allí.
–Es el hijo menor de Don Tobías –les dijo alzando la voz Visent a todos.
Cuando no era el uno, era el otro. Esta vez fue Fabrilo quien enfureció. Y como una exhalación, como un depredador sanguinario, como un ángel de la muerte, salió corriendo con todas sus fuerzas tras ese gamberro.
–Te voy a matar, te voy a matar –le gritaba con la cara colorada y un puño en alto mientras esprintaba sintiendo que el corazón le estallaba.
Lo alcanzó en una esquina. Agarrándolo de un tirante de la camiseta lo zarandeó hasta lanzarlo al suelo, como si fuera un muñeco de trapo, e inclinado y alzando un puño hacia el chico hizo mención de pegarle y amenazó a su padre y a él de muerte. El niño temblaba de miedo y se cagó encima.
–Pero qué estas completamente loco –le gritó Visent a su amigo al llegar a la esquina que daba a una calle que bajaba a la playa–: Solo es un niño de diez años.
Había empezado a llover.
...Cuando en la noche resplandecían las estrellas, Pedro les dijo a los clientes que quedaban en la cantina que iba a cerrar y éstos fueron apurando sus copas y saliendo del local. Graciano e Ismael salieron juntos; el alcohol les quemaba el aliento, y ambos, al hablar, notaban la lengua de trapo. Las calles estaban mojadas y todo olía aún a lluvia. Doblaron una esquina y empezaron a descender una calle con muy poco desnivel que llevaba a línea de mar. La noche era fresca y por esa calle con casas bajas en sus costados corría la brisa haciendo susurrar el follaje de los árboles de los jardines. Al fondo, se veían las luces de la playa, y más al fondo, mar adentro, las lámparas de los pequeños barcos de pescadores.
Al cabo de un par de minutos, Ismael se detuvo en seco, y tras desearle buenas noches a su amigo, empujó una puerta pequeña y pasó al interior de su humilde hogar de pescador. Al seguir caminando solo bajo la noche, Graciano no pudo evitar sentir un estremecimiento que sacudió su alma por entero. Luego pensó en Ramona y languideció su endurecido corazón.
Por fin entró en su casa. Fue derecho al aseo donde vació su vejiga en el wáter y se lavó las manos en el lavabo, y en breve marchó a la cocina, donde puso a hervir té verde y se calentó en un cazo un poco de sopa de pollo que tomó sorbito a sorbito sentado a la mesa camilla del salón. Al té le vertió unas gotitas de limón y le echo dos cucharaditas de azúcar que removió con la cucharilla. Mientras degustaba la infusión, pensó que la muerte sería lo más parecido a estar ebrio. Presa de la desazón, recordó que la desdicha le llegó cuando lo tiraron del faro. El faro fue durante un tiempo su vida y su hogar. Eso lo sabía Graciano muy bien, como sabía también que Ramona aún caminaba por la casa como flotando, y que ya solo lo miraba como si él estuviera lejos, tan lejos como la luz de un faro.
El silencio de la casa era estremecedor.
Antes de terminarse el té, se le fueron cerrando los ojos, entonces, dejó la taza encima de la mesa, recostó su espalda en el pequeño sillón y se dispuso a dormir.
Vio a un niño corriendo descalzo por un prado mientras un fuerte viento soplaba meciendo las hierbas altas que susurraban y empujando las nubes que pasaban como a cámara rápida por encima de su pequeñita cabeza. Luego traspasaba una línea de árboles y se adentraba en un bosque frondoso. Todo se cubría de niebla.
El viejo farero pasó otra de sus malas noches. Cuando se despertó en su cama, notó la boca pastosa y bebió agua de un vaso que había en la mesilla de noche. Le dolía la cabeza debido a la resaca. Se levantó y se vistió, y al levantar la persiana, la luz del día le hirió las pupilas. Arrojó un lamento y marchó al aseo, allí orinó, y nada más lavarse la cara, con las manos apoyadas en la pared, se quedó frente al espejo durante un minuto. Siempre, al mirarse en un espejo, no le gustaba lo que veía.
La mañana era fresca por primera vez en lo que se llevaba de otoño.
Preparó café en la cocina que tomó sentado a la mesa fumándose unos de sus cigarrillos liados.
Luego recordó a Ramona. La conoció cuando nevó en el mar.
…Graciano la conoció cuando nevó en el mar, el año en que, ilusionado, empezó a trabajar en el faro. Ramona era guapa, dulce y muy guapa, y él un ser sombrío, y nadie, ni siquiera sus amigos, supieron por qué esa joven y bella hembra gitana se casó con Graciano. Llenos de inquina, algunos desgraciados propagaron por todo el pueblo que Ramona había sido puta, y que una puta con hambre es capaz de asirse a un clavo ardiendo; pero Ramona nunca vendió sus encantos sexuales, se enamoró de Graciano, y punto.
Esa mañana el dolor de cabeza del farero provocado por la resaca iba en aumento. El viejo salió al patio, pequeño, donde una parra daba unas uvas blancas muy dulces. Él mimaba día a día la parra con los mejores fertilizantes naturales y las más tiernas palabras. Arrancó un racimo de esos pequeños frutos de los que se fabrica vino tras el proceso de fermentación de la glucosa del mosto y los fue comiendo pausadamente uno a uno. Tenían las uvas un sabor suave y dulce con cierto punto de acidez. Luego se metió en un cuarto de baño que había al fondo en el patio con una cortina que tapaba el vano, llenó una jofaina de agua y jabón, y tras desnudarse, se hizo una serie de abluciones. Ya adecentado, tomó unas mudas limpias que había plegadas sobre el espaldar de una silla, los calzones, los calcetines negros de fibra sintética, un pantalón gris de tergal y una camisa de manga larga blanca, y lentamente se fue vistiendo. Luego, sentado en un taburete de madera de alcornoque en el patio, se afeitó con una maquinilla eléctrica que conectó a un enchufe de la pared. Arriba, el cielo se iba cubriendo de una capa de nubes.
Ya en el interior de la casa, el viejo descorchó una botella de vino tinto de la comarca y se echó al coleto un par de tragos a morro que encendieron chispas en sus ojos. “Pocos años por vivir, y mucho vino aún por beber”, rumió apesadumbrado, notando como la graduación del néctar sagrado se le subía a la cabeza. Dejaron de temblarle las manos.
TERCERA PARTE
…Fabrilo, aquella mañana, no fue a trabajar sus cuatro bancales de tierra. Cada vez le costaba más coger la azada, por lo que a veces se tomaba un respiro. Antes de ir a la cantina de Pedro, dio un corto paseo por el casco viejo del pueblo, bajo el vuelo de las gaviotas en un cielo gris con nubes. Por la calzada circulaban utilitarios, carromatos cargados de frutas y verduras, niños en bicicleta y algunos muchachos en ciclomotor o motocicleta. Y por las aceras, algunos convecinos lo saludaban. “Bon día, Fabrilet”. “Bon día”. La brisa soplaba de Levante y todo olía a la sal del mar. Pasó por los puestos del mercado ambulante donde los tenderos vendían la mercancía. El aire olía a naranjas, a especias, a dulces, a telas, a cuero. El barullo era sobrecogedor. Más adelante, al pasar frente a la iglesia parroquial, Fabrilo notó cómo por dentro le bullía la sangre. La fe y el comunismo seguían en pie de guerra. Por un momento, sintió temblar sus piernas, entonces, cayó en la cuenta de que el catarro le había subido unas décimas de fiebre. Pero daba igual, su razonamiento de brandy lo aguardaba.
Cuando entró en el bar de Pedro, vio las mismas caras de siempre.
…Fabrilo se había echado al coleto dos copas de coñac e iba por la tercera cuando Don Tobías hizo acto de presencia en la cantina. Un silencio frío como el hielo recorrió todo el local. Fabrilo, al ver al señorito, parecía perturbado. El viejo facha se dirigió al mostrador y le pidió al regente una caña. Nada más servirle éste, tomó la copa de cerveza de encima del mostrador y se acercó a Fabrilo, mientras todos observaban la escena, mudos como una estatua.
–Eres muy hombre con los niños –le dijo a un par de palmos de su cara.
Pero Fabrilo rió sardónicamente y dio un trago a la copa de coñac. Luego frunció el ceño y sus ojos se entrecerraron proporcionándole un aspecto abominable.
–No sé qué cojones hace usted aquí. Todos lo imaginábamos devorando la mierda del El Alcázar y rezando bajo el retrato del dictador –escupió el marxista conteniendo su ira.
–Ya, ya, pero no has contestado a mi pregunta…
–Que yo sepa, usted no me ha formulado ninguna pregunta –dijo Fabrilo a punto de estallar, pero sin apenas crispar el tono de voz.
Pedro, que se las veía venir, intentó calmar los ánimos. Pero Fabrilo nunca fue un hombre de buenas maneras y Don Tobías siempre fue un pedante y un cínico. Los dos mantenían la mirada, de hielo.
–Usted verá, nadie le dio vela en este entierro –añadió Fabrilo esta vez con el tono crispado–. Así que aléjese de mí, termínese la cerveza y márchese a su choza valorada en setenta millones de pesetas antes de que se me caliente la sangre.
Pero Don Tobías se rió de Fabrilo y dio un trago a su copa.
–Las pagarás todas juntas –le dijo el franquista a Fabrilo, con voz tranquila.
Entonces, Fabrilo agarró al facha por la pechera de la camisa y empezó a zarandearlo violentamente, parecía un espantapájaros. Don Tobías se puso blanco como la cera, le sudaba la frente y temblaba como un flan.
–No me pegues, no me pegues –gritó el fascista muerto del susto.
En el local se había armado barullo. Fabrilo estaba a punto de llegar a las manos, pero el regente actuó como guiado por el Espíritu Santo.
–O lo dejas, o en mi casa no pones los pies en lo que te queda de vida –dijo alzando la voz tras la barra de madera.
Y Fabrilo, que era fuerte y bruto como un oso, estampó al ultraderechista contra una mesa rodeada de sillas y resopló varias veces con fuerza, como un buey.
–Como vuelva a tentarme, lo sacan de aquí con los pies por delante –dijo en un grito de cólera el rojo labriego.
Don Tobías se había orinado encima del pánico. Tenía las mandíbulas desencajadas y la tez de su anguloso rostro lívida como la de un ahogado.
…Habían pasado las horas. En esos precisos momentos, en la playa alguna pareja de jubilados paseaba por la orilla. En el cielo volaban gaviotas y el mar se alzaba con sus resplandecientes olas espumosas sobre las rocas negras del espigón.
En la cantina de Pedro, la única esperanza de la gente se hallaba en el fondo de un vaso.
–Solo sois unos borrachos de mierda –les dijo Pedro a sus fieles clientes–. Si me tocara este año el gordo de Navidad, me iría de este mísero pueblo para no volver jamás.
Restallaron unas carcajadas en la vieja taberna.
Fabrilo quiso parecer gracioso con un comentario un tanto socarrón, pero Pedro le clavó una puya.
–Cierra el pico, que bastante bueno soy dejándote entrar después de la trifulca que has montado esta mañana.
La luz de la tarde era pura y clara.
Entre tanto, Graciano intentaba apartar a Ramona de su mente. Pero nunca conseguía olvidarla. La amó tanto que ahora seguía enamorado de un fantasma.
Los más mayores jugaban a las cartas y al dominó en las mesas.
–Yo me marchó –se despidió de todos Graciano tras dejar unas monedas encima del mostrador.
Al salir a la calle, percibió la tranquilidad que se respiraba en ese pueblo mediterráneo a esas horas de la sobremesa. No había niños por las calles, estaban en la escuela. Casi todos los comercios tenían aún las persianas bajadas. Corría una brisa fresca que soplaba de Levante trayendo un fuerte olor a sal. Pero el sol calentaba de lo lindo. Graciano bajaba la calle por la acera. En alguna de esas casas blancas de pescadores, como los postigos de algunas ventanas estaban abiertos, se escuchaba el trajín de alguna mujer fregando la vajilla, el vasar, la cubertería y alguna cacerola o puchero. El desencanto corría como un ácido por las venas del viejo. Se sentía sorprendido más que nunca por el pesar; lo cotidiano era para él una dura prueba, una especie de condena. Si al menos hubiera podido desprenderse del pasado como una flor de sus pétalos enfermos. Ramona no estaba en ningún lugar, y sin embargo, lo llenaba todo: sus horas, sus sueños, su corazón, su vida.
Graciano se sintió roto por dentro, y notó su alma encadenada. Tuvo la impresión de no poder más, de que el mundo era un purgatorio. Había visto desde el faro marejadas preciosas de olas muy altas empujadas por rugientes vientos, infinidad de amaneceres en que el sol se alzaba desde el fondo del mar cubriendo las aguas de colores anaranjados, delfines saltando sobre las olas, pero pensó que lo mejor para él sería alejarse para siempre del mar. Quizá, así, podría olvidar,
Más tarde, con los pies en las rocas, el viejo se sintió muy pequeñito frente a las aguas del Mediterráneo. Las olas que venían cabrilleaban con destellos del color del nácar y al golpear las rocas salpicaban sus pies de agua salada y espumas. Se había descalzado y arremangando los camales de sus pantalones casi hasta la altura de las rodillas. El hombre y el mar, otra vez, cara a cara. Parecía que la voz de Ramona le hablara mezclada en el susurrar de las olas. Recordó cuando una vez varó una ballena en la playa. Le vertían cubos de agua para que no se le abrasara la piel. Pero no pudieron salvarle la vida. Ramona lloró, pero ese mismo día, él le regaló un ramo de rosas blancas. Hicieron esa noche el amor.
Notando los ojos húmedos, Graciano dejó escapar un profundo y fuerte suspiro y contuvo las ganas de llorar.
CUARTA PARTE
…Dos días después, la mañana tenía un cielo nublado. En las calles los vientos levantaban la hojarasca. Esa mañana, Graciano, como de costumbre, padecía un horrible dolor de cabeza en consecuencia a una resaca de miedo. Notaba el cuerpo helado como un témpano y un sabor agrio en el paladar. El patio de su casa estaba lleno de trastos y cachivaches. La luz grisácea estaba cargada de humedad. El viejo había desayunado uvas recién arrancadas de la parra y vino tinto. Al recordar a Ramona, se sintió desazonado. No tenía ganas de hacer nada, pero se entretuvo tallando pequeños mascarones de madera. De vez en cuando dejaba lo que estaba haciendo, tomaba el vaso de vino del suelo y daba un par de ceremoniosos sorbos.
Media hora después, al cruzar la plaza San Cristóbal, al ver a Visent sentado en un banco de madera de pino, tomó asiento junto a él. Hablaron con tono amistoso.
El cielo parecía acolchado por una capa gris con hinchadas nubes de tormenta de un gris más oscuro. Soplaba fuerte el viento de Levante arrastrando la hojarasca por la plaza. De los árboles, caían muertas algunas hojas.
–Va a llover –le dijo el viejo farero a Visent.
Visent levantó la mirada al cielo, empezaron a caer los primeros goterones. De súbito, la gente que cruzaba la plaza empezó a correr o a caminar con más apremio.
–Vamos, que se nos caen las nubes encima –le dijo Visent a Graciano.
Al entrar minutos después en la cantina de Pedro, estaban los dos ensopados. Un silencio abisal recorría el establecimiento. Allí metidos, un grupo de ultraderechistas, la mayoría jóvenes y fuertes, esperaban impacientes a Fabrilo para saldar viejas cuentas.
Graciano empalideció. Pero Visent miró a esa banda de matones con odio y lanzó un escupitajo a los pies de Don Tobías.
–¿Qué mosca os ha picado? –le preguntó con mirada dura y gélida como el hielo.
Don Tobías, sin embargo, actuó con tranquilidad.
–Hemos venido a beber. Por cierto, ¿y tu amigo del alma Fabrilo?
Visent hizo mención de poner las manos sobre el cacique, pero un gorila se lo impidió dándole unos empujones al pecho que lo hicieron retroceder. Entonces, el marxista, aunque notara un avispero agitado en su interior, le pidió un tercio de cerveza a Pedro, quien no podía ocultar sus gestos de preocupación. Y deseando que la sangre no llegara al río, le sirvió la cerveza para que Visent la cogiera con su mano derecha y diera un trago a morro. Los fascistas se miraban entre ellos y se reían con sorna. Entonces, Visent rompió la botella contra el borde del mostrador y con unos movimientos electrizantes rasgó repetidas veces el aire encarado a los fachas, aunque dando unos pasos hacia atrás.
–Quien sea valiente, que me ponga a prueba –dijo sin apenas alzar la voz poniendo los ojos de un loco, con una sonrisa diabólica.
Y uno a uno, los fascistas fueron saliendo de la cantina.
Esa mañana, Graciano empinó el codo hasta terminar completamente borracho. Pasado el mediodía, se marchó dando bandazos a su humilde hogar.
Cuando meses atrás mató a Ramona, pensó que todo era un mal sueño. La metástasis se había extendido por todo su cuerpo, aún joven. A la desafortunada mujer le quedaban solo unos meses de vida. Ella, postrada y sin fuerzas, le decía a su esposo cada día que la matara. Graciano, la última noche, mientras ella dormía, peinó su larga y negra melena de hembra gitana y luego le tapó con las manos la boca y la nariz. Solo se movió un poco, y cuando la observó muerta, inerte como una muñeca en sus brazos, la pobre tenía felicidad en la mirada, como si le hubiera gustado morirse.
Caminaba Graciano por las calles mojadas como un fantasma. Y al llegar a su casa, se acostó en el sofá. Tras vomitar poniendo el suelo perdido, recordó cuando un médico extranjero desahuciaba a Ramona.
–Hay quien dura semanas, y quien dura unos meses –les dijo a los dos la peor mañana de sus vidas.
Como ella estaba tan delicada, ni siquiera el juez que fue a la casa para tramitar el levantamiento del cadáver, albergó el pensamiento de que esa desgraciada mujer que parecía un saco de huesos hubiera sido asfixiada por su cónyuge.
Ahora, meses después, borracho en el sofá de su casa, Graciano lloraba por primera vez desde aquella noche. Y era un llanto que le partía el corazón. Se sentía desesperado, desconsolado, febril y ebrio, y temblaba de pena y de locura, solo en un mundo cruel.
…Fabrilo, esa misma noche en que Graciano lloraba como un niño, borracho como iba por la Plaza San Cristóbal, se creyó inmortal, tan inmortal como para no percatarse de que una sombra lo acechaba por la espalda. Era Raúl, el niño pequeño de Don Tobías, quien atemorizado por las amenazas de muerte que Fabrilo juró para su padre y para él, cometió el asesinato. El golpe fue tremendo. Le abrió el cráneo en dos mitades. Fabrilo, quien ni tan siquiera pudo ya sentir cómo la frente y el rostro se le cubrían de sangre, al cabo de unos segundos, con los ojos en blanco, se vino abajo como un árbol recién talado.
QUINTA PARTE
…La lluvia seguía cayendo aquella noche del 23-F de un cielo enjundioso.
El viejo sabía que si caía la luna, caería para todos. La sala de estar olía a lluvia y al eucalipto del Vips-Vaporups.
En la cadena SER, que no había sido tomada por las potencias fascistas, los locutores hablaban de un regreso al caos, al terror y al oscurantismo.
–Sabes, Remedios, pronto caerá ese asteroide en la luna provocando el fin de todos los tiempos.
–Pues mejor que caiga ese pedrusco en la luna a que caiga otro caudillo en Madrid –rezongó de la mala gana la vieja.
Graciano lanzó un fuerte soplido. En esa habitación incluso el aire frío y húmedo que se colaba por la ventana era lóbrego.
En la calle sonaron vítores. Los de la extrema derecha habían desenvainado sus espadas.
–Seguro que más de un rojo ya se habrá echado al monte –gruñó disgustado y atemorizado el viejo.
–Para que veas, toda la vida luchando por la libertad, y mira que poco les ha durado –dijo Remedios en voz muy baja, como si no tuviera sangre en sus venas.
Graciano se lio un cigarrillo y empezó a fumar nerviosamente y Remedios se levantó y se metió en la cocina. Al abrir la despensa, un olor a pan seco invadió sus glándulas olfativas. Cogió unos higos secos azucarados y los comió con ese pan más seco que su desgracia. Al regresar al salón, esa mujer, al ver a su esposo hecho una pena, sintió desamparo. La mala noticia de que Valencia había sido tomada por los carros de combate habían puesto a Graciano al borde la locura. Apenas pudo decir palabra alguna. Dio una serie de tragos ruidosos al vaso de vino que, debido su estado de nervios, le abrasaron como agua hirviendo los conductos digestivos. Amaba a su mujer, pero el terror y su alcoholismo conseguían que de su boca no saliera ni una sola palabra de ternura. Bebió más vino, que le supo a derrota. Esos adoradores del caudillo que compraban juguetes a sus nietos en los días de feria y acudían a misa doce todos los domingos, eran lobos que iban despojarse del disfraz de cordero. El mundo se había vuelto loco.
–¿Cuándo dejará de llover? –le preguntó Graciano a su esposa.
–Nunca –le contestó ella.
FIN