SIN ALIENTO
ESTE RELATO HA SIDO PUBLICADO EN UN LIBRO DE CUENTOS EN NOVIEMBRE DE ESTE 2018 CON EL OBJETIVO DE RECAUDAR FONDOS PARA UNA CAUSA BENÉFICA. OS DEJO EL TEXTO CON LAS CORRECCIONES QUE HIZO MARIOLA, AMIGA MÍA, FILOLÓGA DE CASTELLANO, HISTORIADORA Y CORRECTORA.
Nota aclaratoria:
Hace ya varios años, en un libro local de ámbito cultural, Rafael Poved Bernabé, enólogo, bodeguero, fotógrafo y escritor, escribió un artículo titulado: “Un monovero fue torturado por la Inquisición”. El artículo, escrito en valenciano, me dejó impresionado y pensé en narrar un relato ficticio sobre eso hecho histórico. Sueño cumplido.
Hoy en día, en mi pueblo, Monóvar, aún queda un vestigio de los Mañar o Manyar; es el llano del Mañá.
2017
Dios me perdonará.
Es su oficio.
-Heinriche Heine-
PRIMERA PARTE
…El viaje de vuelta sería muy duro. A Joan Mañar – o Manyar – lo trasladarían dos guardias desde la Sede de la Santa Inquisición de Orihuela hasta su pueblo, Monóvar, donde sería purgado de su herejía: guardar culto al Corán, libro de los infieles. Los guardias irían a caballo y Joan Mañar a lomos de un burro.
En el trayecto, debido a sus noventa años de vida y a las torturas a las que había sido sometido en la sala de tormentos, sufriría lo indecible antes de que doscientos azotes le mordieran la fina piel de la espalda. Quizá sí estuviera preparado para morir y descansar eternamente; pero no estaba preparado para la agonía, nadie está preparado para eso. El miedo lo empujaría a hablar consigo mismo y la sequía agravaría las penurias del viaje, pues el sol lo turbaría hasta el extremo de hacerle pensar, casi delirando, que esas tierras eran el mismísimo infierno. El final muy cerca, la muerte husmeando en sus narices. Un poso de soledad en el alma, el mal triunfando sobre el bien, el carnero a merced de los lobos.
En realidad, Joan Mañar había sido un morisco que siempre había procurado hacer felices a sus semejantes, tanto conversos como cristianos puros, y ahora, antes de partir de la santa sede de Orihuela, en esa hora tan amarga, se preguntaba por qué el destino le pagaba con esa moneda. No se merecía los castigos que unos hombres enfermos y ciegos de corazón habían deparado para él. Eran tiempos de torturas y de hogueras. Todos sabían en estas tierras de qué modo la iglesia hacía confesar a los herejes: infringiéndoles dolores y tormentos. Y todos conocían sus autos de fe.
Joan Mañar no había realizado grandes obras en su vida, ni había estudiado a los griegos y a los etruscos como muchos filósofos o teólogos; pero sabía leer y escribir y había encontrado en días pretéritos muchas respuestas en la naturaleza de las cosas. Buscaba ahora en su interior para ver una vez más a Alá el Omnipresente; lo invocaba en silencio con oratorias que semejaban sollozos de niño.
Era aún madrugada, y estaba en un calabozo de la Santa Sede, dando vueltas en un jergón de paja y sintiendo en su viejo cuerpo todos los dolores del mundo. Por el ventanuco penetraba una vaharada de brisa fresca. Escuchó el aullido de un lobo. En cierto momento, el viejo abrió la boca y tomó el aire con ímpetu, pero su respiración seguía siendo pedregosa. Con mucho cuidado, se palpó con el dedo índice de la mano derecha las heridas de la boca, pues en su última comparecencia en la sala de torturas le rompieron unos cuantos dientes a golpe de puño. Las encías habían comenzado a sangrar de nuevo… Ahora imaginó que caminaba por una playa de arenas blancas, aspirando la brisa salada y el olor a madera podrida de un malecón, descalzo, sintiendo escurrirse la arena caliente, como si fuera polvo de oro, entre los dedos de sus grandes y huesudos pies de anciano. Luego pegó una cabezada y se llevó las manos al rostro. Tenía escrito su destino.
De joven estuvo un tiempo viviendo junto a la orilla del mar Mediterráneo. Pescaba lo que necesitaba para vivir e incluso trabajaba unas tierras. Nunca más volvería a ver el mar, aun así, recitó mentalmente, con unción, unas palabras del santo profeta. Eran un río de luz en su mente oscura, un caudal que lo conduciría a las puertas del paraíso. Le pesaban los párpados, tenía mucho sueño, estaba en una nube oscura. Y de pronto, una luz, unas imágenes… El mar se abría y Joan Mañar, con un aspecto rejuvenecido, caminaba ayudado por una vara de olivo por el camino que había creado la providencia divina. Al mirar hacia atrás, veía cómo el prior y sus hombres, a lomos de enjaezados y desbocados caballos, lo perseguían para atormentarlo. Surgía un blanco corcel de la nada; Joan Mañar montaba en su lomo y agarrado a sus crines de color plata cabalgaba hasta cruzar el lecho marino. Al mirar hacia atrás, las aguas se cerraban ahogando al prior y a sus hombres malvados. Desmontaba del caballo, el cual hundía el hocico en la tierra buscando un poco de pasto seco; pero estaban en un desierto de polvo rojo y tierra quemada por los soles del infierno. No había vida alrededor. Entonces, Joan Mañar enterraba una semilla, y de súbito, la tierra árida reverdecía en unos pocos segundos brotando árboles y bosquecillos en la llanura y mares de fragante trigo verde, alzándose en el horizonte montañas cubiertas de selva por donde se veía caer algunos arroyuelos y lloviendo a raudales el agua de la vida. De repente, un ángel se le aparecía bajando del cielo. “¿Qué frutos da tu semilla?”. Joan Mañar exhibía una sonrisa bondadosa: “Los frutos de la esperanza”, le respondía.
Hacía unos setenta años, una moza muy linda hija de un pescador, algunas noches, se sentaba junto a él en la orilla del mar. Siempre los acompañaba el hermano mayor de la muchacha, pues por esos tiempos no era bien visto que una mujer estuviera a solas con un hombre, sobre todo, después de la caída del sol. Desde que era una niña la chica tenía su boda apalabrada con el hijo de otro pescador morisco, pero al joven lobo de mar se lo tragaron las aguas de una tempestad. Entonces, el padre de la criatura apalabró la boda de su hija pequeña con Joan Mañar. La muchacha se llamaba Sara, y cantaba y bailaba mejor que nadie las chirimías. Tenía un cuerpo bien formado, casi rollizo, con pechos llenos y caderas anchas. Era de mediana estatura y tenía la larga melena negra como el azabache.
A veces, mientras hablaban a orillas del Mediterráneo, cuando su hermano se despistaba, Sara dejaba caer su pelo suelto sobre uno de sus hombros y se acariciaba los labios, rojos como la grana. Ella le contaba historias de sus antepasados, una casta de guerreros que dominó las llanuras de una provincia de Persia, y observando sus labios carnosos con verdadera fruición, el joven Joan Manar la escuchaba en silencio para terminar hablándole de las leyendas que los más mayores del pueblo de pescadores contaban de Saladino, hijo de la guerra y el sol, rey de reyes. Tras la boda, una semana después, llegaron a lomos de un mulo a Monóvar, pueblo que unos veinte años atrás lo vio nacer tras un parto muy duro de más de seis horas que casi se lleva a su madre al cielo. Sus padres ya no vivían y junto a sus hermanos había heredado unas haciendas. Vivió con su esposa en la casa heredada de sus padres. Pronto cultivaron las tierras, compraron utensilios, gallinas, ganado y caballos; eran respetados por la comunidad morisca. Sus corazones estaban colmados de dicha y de gozo, pero al cabo de unos años, se convencieron de que no podían procrear. Joan Manyar ya pasaba de los cuarenta años y tenía algunas arrugas cuando falleció su mujer y se le amargó el corazón.
El día que lo fueron a detener era un día de mucho sol de primavera del año 1598 del Señor. Esa mañana se había levantado con el canto de los gallos y en vez de tomarse las sopas de pan con leche que le preparaba su nieta María, comió aceitunas y cebollas crudas con un poco de pan y bebió agua fresca del aljibe. Luego sacó al burro del establo y a las pocas cabras y ovejas que tenía de los corrales y los dejó pastando la hierba seca que quedaba moteando los bancales mientras hacía maroma de esparto sentado en un tronco de olivo caído. Hacía calor, y de vez en cuando se secaba el sudor de la frente con el dorso de una mano. Pensaba que si la sequía persistía, las futuras cosechas serían una ruina.
Mientras esa mañana en que lo fueron a detener hacía cuerda de esparto era feliz porque podía pensar en sus cosas sin sentir el agobio que sí sentían otros hombres que bebían en tabernas y en figones hasta emborracharse y volverse violentos y deslenguados.
Al mediodía encerró a los animales en el establo y los corrales, les puso un poco de grano y de agua de un pozo que estaba en las últimas y se fue al olivar para mirar el cielo sentado en un mecedor. ¿Qué manjares estaría guisando su nieta en la cocina de la casa? Al recordar el sabor las alubias se le hizo la boca agua. No comía cerdo ni caballo ni bebía alcohol, pues no lo permitía su religión, una religión prohibida a la que había tenido que honrar en secreto porque, de no hacerlo así, la Inquisición del reino lo hubiese triturado hacía ya muchos años. “Alá, has hecho las flores y el cielo. Has hecho las montañas y las águilas, los lobos y los amaneceres, el río y las colinas. Cuando voy al monte, mire a donde mire, veo tu obra”, murmuró tendido en la mecedora a la sombra de un olivo. Y en breve, se levantó, recorrió unos treinta metros y entró en la casa donde, tras secarse el sudor de la frente una vez más, llenó un cacillo de agua del aljibe y bebió despacio. De pronto, se oyó un estruendo. Habían tirado la puerta abajo. Soltó el cacillo, que cayó sobre el suelo de piedra derramando su transparente líquido, y azorado, conteniendo el aliento, se dirigió al zaguán. El alguacil y tres de sus arcabuceros lo miraron con sorna, de arriba a abajo. “¿A qué han venido?”, preguntó el anciano sintiendo temblar su voz. El alguacil se acarició la perilla y asintió entornando los ojos: “Nos han dicho que en esta casa vos esconde el Corán. Mis hombres van a registrar palmo por palmo cada hueco de esta vivienda. Si es verdad que vos guarda ese libro de infieles y herejes, solo pido que Dios se apiade de su alma, porque los hombres de la Santa Inquisición no lo harán”.
En esos momentos el morisco cerró los ojos y supuso que su vida llegaba a su final.
Encontraron el Corán dentro de un arcón. Golpes, vejaciones, amenazas.
En el calabozo, el alguacil y dos sacerdotes le formulaban preguntas que Joan Manyar se negaba a contestar.
–¿Quién más lee ese libro de infieles?
–Nadie, el Corán lo compré a un mercader de Damasco, pero nadie lo lee, ni siquiera yo. Si lo tengo, es porque me gusta coleccionar libros.
–Sin embargo, no había muchos más libros en su casa. Está mintiendo. ¿Su nieta leía con usted el Corán?
–No meta a mi nieta en esto. Es una buena cristiana, come cerdo y caballo, bebe vino e hidromiel, y sobre todo, va a misa, preguntad, preguntad. La golpearon y cayó al suelo sin sentido cuando me fueron a poner los grilletes, ¿se ha despertado? ¿Se ha despertado ya?
–No sé nada de ella. Pero en el caso de que no esté muerta, puede que la sometamos a un duro interrogatorio.
–Insisto, es una buena cristiana.
–Pero de sangre mora, por eso sospechamos también de ella.
Asustado e indignado, el anciano le alzó la voz al alguacil.
–Déjenla tranquila. Es una adolescente. ¿Se ha despertado ya?
Uno de los sacerdotes le propinó un puñetazo en la boca y Joan Mañar lamió la sangre de sus labios y, llorando muy compungido, bajó la mirada.
–Piedad, soy un anciano de noventa años. Además, ¿a quién le he hecho daño? Preguntad por ahí, ¿a quién le he hecho daño?
–Ahórrese las lagrimitas para el juicio que le espera en la Santa Sede de Orihuela. El prior no va a ser tan compasivo como lo estamos siendo nosotros.
En la sala flotaba el olor corporal de los interrogadores, una mezcla a sudor avinagrado, ajo y cebolla. Los sacerdotes vestían negras casullas y el alguacil un pantalón de cuero marrón y una camisa blanca.
De súbito, sin verlo venir, otro puñetazo impactó en los labios del anciano morisco. Como se le rompió un diente, notó arenisca dentro de la boca.
–Diga el nombre de aquéllos que se reunían con vos para honrar al falso profeta.
–Nadie venía a mi casa –respondió balbuceando el anciano–. Ya les digo, compré el Corán a un mercader de Damasco porque me gusta coleccionar libros.
– ¿Vos sois consciente de que lo pueden quemar en una hoguera? Si dice el nombre de los otros herejes, la iglesia, quizá, pueda ser benevolente por haber colaborado y el castigo será menor –le comentó el alguacil tranquilamente, y después le abrió una herida en la ceja tras golpearlo con el puño.
El viejo volvió a llorar con la cabeza caída sobre el pecho. La sangre le caía por la mejilla izquierda y le manchó la camisa. Tenía miedo a las torturas que le esperaban, pero nunca delataría a sus amigos ni a su nieta. Si alguien de los suyos tenía que pagar un precio muy alto por ser fiel a los versos de Mahoma, sería él y nadie más. Sin embargo, el anciano sabía que con sus métodos del terror la Inquisición podía hacer hablar a las piedras.
Uno de los sacerdotes le ofreció agua acercándole un cacillo. Joan lo tomó con manos temblorosas y bebió manchando de sangre el borde del recipiente. Luego, vomitó el agua mezclada con un poco de bilis. Tosió repetidas veces.
–Yo soy bueno. Nunca le he hecho el mal a mi semejante. Quemad ese libro infiel e imponedme una dura sanción. Voy a misa muchas mañanas, preguntad, preguntad. Incluso como jalufo (cerdo); traed un trozo de tocino y veréis con cuan placer lo devoro. No soy un hereje.
–¿Quiénes se reunían con vos para honrar al falso profeta? –le inquirió el alguacil.
En ese momento, Joan Manyar comprendió que de nada iba a servir intentar hacer entrar en razón a esos diablos fanáticos del catolicismo. Luego pensó que si delataba a alguno de los moriscos que se reunieron con él para leer el Corán, éste, tras los golpes y las torturas, podía involucrar a su nieta.
–Nadie se reunía conmigo.
–¿A cuántos adoctrinó?
–A nadie. Se lo juro por mi señor, que predicó la paz a orillas del lago Galilea.
–No finja, es un hereje. Y no sé si su nieta se ha despertado ya del golpe o está muerta; pero en el caso de que no esté muerta, no tardaremos mucho en traerla para formularle unas preguntas.
Y el viejo sintió que se quemaba con un fuego que bullía en su interior con altas llamaradas.
Esa misma noche, en un polvoriento calabozo, no podía dejar de pensar en María. Le habían dado un blusón que vestía y en esos momentos estaba tumbado en un catre. Temía que lo quemaran en la pira, y temía las torturas. No consiguió dormirse, y al amanecer del día siguiente, el carcelero le llevó a la celda un cuenco de leche y un mendrugo de pan negro. Se bebió la leche y royó el mendrugo mirando la luz que entraba a raudales por la tronera. Estaba casando, pero sabía que eso era tan solo el principio del fin. Al mediodía, unos arcabuceros lo montaron en un carro y partieron hacia Orihuela, donde estaba la Santa Sede de la provincia de Alicante.
Ahora, semanas después de que lo apresaran, antes del viaje de retorno a su pueblo donde recibiría un severo castigo, ya lo habían torturado y el prior ya había dictado sentencia: doscientos azotes con una picha de toro ante la puerta de la iglesia de Monóvar y un posterior destierro. Tenía mucho miedo. Sabía que la curia no iba a apiadarse de él., que la muerte le pisaba los talones. Encogido en el jergón de paja, con la boca destrozada y los huesos molidos, rezó por su nieta y pidió que estuviera viva y no la hubieran torturado. Los gritos de la celda de al lado se habían apagado, pero se oía al imputado llorar amargamente. Posiblemente condenarían a ese hombre por herejía y lo quemarían en la plaza mayor de su pueblo en una hoguera. Joan Mañar recordaba que en una ocasión vio a unas mujeres acusadas de brujería retorcerse en el fuego hasta morir socarradas; cómo el calor abrasante que crecía a sus pies sobre la leña empapada de aceites les tiznaba la piel y el humo las ahogaba, cómo luego las llamas las envolvían con sus lenguas de dolor y muerte y las hacían gritar enloquecidas. Le vino a la memoria el olor de la carne humana quemada, unos niños llorando en brazos de los esposos, que no podía hacer nada por sus cónyuges y caían arrodillados sobre el polvo de la plaza; al turbión contemplando en silencio el auto de fe y a los hombres oscuros de la iglesia, agarrados a una cruz de madera, rezando por el alma de las endemoniadas.
Al morisco le dolía mucho la espalda, pues en las torturas tuvieron el detalle de arrearle unos azotes.
Algo después empezaron a cantar los primeros gallos. Se escuchó el ruido de los cascos de unos caballos y las voces de unos aldeanos que iban de camino a sus campos de cultivo ahora exhaustos por la sequía; campos de cultivo que eran trabajados de sol a sol, e incluso las noches de luna llena, por hombres, por mujeres, por ancianos y por niños, campos que eran la vida de los agricultores y algún día serían su tumba.
Joan Mañar se dio cuenta de que todo lo que tuvo en este mundo terrenal fue el resultado de una vida de trabajo y esfuerzo. ¡Cuánto bregar de sol a sol, todos los meses del año, todos los días de la semana! Pensó que tendría que haber bailado más, reído más, amado más y trabajado menos. Cuando era muy niño, veía a su padre trabajar las tierras hasta que el sol se escondía tras las colinas, y siempre lamentaba que no pasara más rato a su lado. La mayoría de los moriscos trabajaban como jornaleros o temporeros las tierras de los señores; pero algunas familias de estos cristianos nuevos, también llamados marranos, tenían sus propias y pequeñas tierras e incluso algún comercio, por lo tanto, casi todos los hombres que aspiraban a una vida mejor trabajaban el terruño de sol a sol para poder prosperar, y así había sido de generación en generación, sin treguas, sin respiros, sin días de soltar la azada o el arado. Joan Mañar se había pasado casi media vida trabajando y casi otra media vida durmiendo. Lo demás eran rezos secretos, visitas casi diarias a la iglesia cristiana para no levantar sospechas, ratitos de amor y sexo, cantos de chirimía, escuchar historias de alguna revuelta morisca que pronto terminaba siendo sofocada por el poder del reino y noches de contemplar tumbado sobre la hierba las estrellas para encontrar muchas respuestas.
Sus tierras siempre habían sido tierras fértiles; pero algún año, la sequía o una mala plaga lo habían dejado al borde de la estacada. Con plagas como la de la filoxera o el pulgón, los cultivos enfermaban hasta perecer; con la sequía, el sol y la sequedad quemaban las plantaciones. Y Joan rezaba en silencio, y cuando pasaban los días de inclemencia y los cultivos volvían a rebosar frutos, se acordaba de agradecerle a Alá el Grande que hubiera escuchado todas sus plegarias y todas sus oraciones.
Lentamente amaneció. En breve, se abrió la puerta y el carcelero le dejó en el suelo el desayuno; un cuenco de leche grumosa y un mendrugo de pan negro. Después, sin tan siquiera mirarlo, salió del calabozo cerrando la puerta con llave. El cuerpo maltrecho del anciano y sus ropas apestaban a sudor avinagrado. Le dolía mucho la boca y con mucho cuidado, tras pasarse la punta de la lengua por las encías dañadas y los trozos de diente que le quedaban, gimiendo de vez en cuando, se bebió la leche grumosa. En breve se descompuso e hizo de vientre en un caldero de madera.
Algo más tarde, el anciano estaba de pie frente al ventanuco. Observando el árido paisaje, recordó una sequía de hacía casi veinte años que mató a casi todos sus animales. Los caballos, los mulos y los asnos iban pereciendo con las costillas salientes en un abdomen hundido por la desnutrición, las cabras y las ovejas mordisqueaban trozos de maroma y sillas de mimbre y parecían enloquecidas, los gallos y las gallinas picaban la tierra. Sin apartar la mirada del secarral, rezó para que lloviera pronto, pues si se prolongaba la sequía, muchos hombres y mujeres perderían su ganado y la totalidad de sus cosechas. Surgiría el hambre. Él sabía que las hambrunas han azotado a la humanidad desde tiempos inmemoriales. Durante aquella sequía de hacía veinte años, un hombre de su pueblo se comió a sus hijos.
Debía de ser el mediodía cuando a Joan Mañar lo montaron en un asno de pelaje gris. El sacerdote se persignó y desgranó un rosario entre sus inquietos dedos. Los guardias parecían ser tipos duros, pero, durante un instante, miraron al viejo a los ojos con compasión. Joan Mañar maldijo esa maldita calima y observó detenidamente a los hombres de la ley. Uno, el de más edad, algo más de cuarenta años, tenía la piel del rostro renegrida por el sol, era recio, de extremidades gruesas y cintura proporcionada; el otro, que era talludo y fibroso, tendría algo más de veinte años, tenía el pelo rojizo, ojos verdes saltones bajo unas cejas claras muy pobladas, mejillas de tez pálida y una expresión insolente. “Viejo, nos ponemos en marcha. Arre. Arre”, el guardia de más edad golpeó con el estribo las costillas de su caballo cobrizo. Por fin partieron.
Iban por el llano, dejando sus sombras sobre la tierra seca. Joan Mañar empezó a sudar a mares y las heridas de su espalda le empezaron a picar. Agarrado al ronzal, iba tieso como una vela sobre el burro, el cual, a veces, se paraba en seco y giraba el cuello buscando con su hocico una de sus ancas. Los guardias lo fustigaban y el burro, renqueante, rebuznando, volvía a moverse levantado el polvo. Pronto se dio cuenta el anciano de que ese mar de tierra bravía no les concedería ni un solo respiro. La sequía había agrietado la tierra en algunos tramos “Viejo, ¿por qué no habla?”, le preguntó al cabo de un rato el guardia más joven. Pero el morisco le mostró los dientes rotos y no le dijo nada.
Llegaron algo después a la isla de árboles que desde el calabozo se veía como una mancha donde el hereje sufrió un mareo y se cayó del asno dándose un costalazo tremendo. Los guardias le remojaron la cara y el pelo, seco como la paja, y entonces, pudo regresar del más allá. Pese al dolor de su boca, bebió ávidamente de un pellejo y se remojó la barba y el rostro.
–Bien, –dijo el guardia de más rango–. Necesita nutrirse, ya sé que no puede comer alimentos sólidos por lo que le han hecho en la boca, pero ahora le cocinará mi compañero unas gachas de harina. Después de comer descansará un rato, pues también necesita dormir, y las últimas horas de la tarde las dedicaremos a seguir la ruta.
Joan Mañar miró agradecido a los hombres que celosamente lo custodiaban. Los ojos se le humedecieron, pues ése había sido el único gesto humano que hubo encontrado en sus semejantes durante los últimos días. Bebió más agua y se quedó a duermevela. Minutos después, un guardia le llenó una escudilla de madera y una vez se hubo enfriado un poco el alimento, sentado con la espalda recostada contra un pino, el morisco fue comiendo despacio con un cucharón de madera. A veces se le escapaba un gemido. Otras veces dejaba la escudilla en el suelo cubierto de seco borrajo y, desesperado por el dolor, meneaba las manos como si todos sus dedos estuvieran en llamas. Al terminar, le llenaron de nuevo la escudilla de gachas de harina de trigo y volvió a comer despacio. Tras repelar el fondo de la escudilla, se limpió la comisura de los labios con la palma de una mano, bebió agua del pellejo, cerró los ojos de dolor, arrojó un eructo como muestra de agradecimiento y dejó caer sus largos huesos sobre la pinocha.
Durmió más de tres horas. Tuvo sueños vacíos; fue como caer en una sima de oscuridad y silencio, como penetrar en el útero de la Tierra.
Al partir de nuevo, montados sobre las bestias, recorrieron un paisaje seco y polvoriento. Dejaron atrás caminos, ramblas y maleza, siempre rodeados de montes pelados, colinas áridas, hondas cañadas y pinares. Hacía mucho más calor, un calor de justicia; el sol daba de lleno en los roquedales donde hubiesen podido freír un huevo. En los cañaverales, la brisa mecía suavemente las cañas provocando un dulce susurrar. En las acequias no manaba el agua.
–Viejo –dijo el guardia más joven–. En llegar al pueblo voy a ir a casa de una ramera que me dará de comer viandas sabrosas y luego me abrirá las puertas del placer separado los muslos. ¿Por qué no dice nada?
–Lleva cuidado no cojas ladillas o una mierda, quiero decir, una enfermedad venérea –le comentó con mucho esfuerzo, como si tuviera la lengua de trapo, tras mirarlo al sesgo. Luego giró la cara a un lado y le volvió a mostrar impasiblemente los dientes rotos–. Duele como si me hubiera coceado un rocín.
–Sois muy valiente, no piense en el dolor. Sabe, la mente es muy poderosa. Conocí a un hombre a quien la Inquisición casi parte en dos y, de camino a la hoguera, cantaba y silbaba. Eso es porque no pensaba ni en el dolor ni en la parca.
Joan Mañar esbozó una sonrisa de profundo pesar. Una nube de polvo flotaba tras ellos en el camino. Al paso de las bestias, algunas aves alzaban el vuelo de las copas de los granados cuyos frutos secos por la sequía semejaban arder por dentro llenos de lava. Joan Mañar deseaba impetuosamente que lloviera para que mucha gente no perdiera su ganado y sus cosechas y para que el agua de la vida le quitara ese agrio olor de encima. Al pasar, bastante más tarde, por un pueblo, los niños, hijos de cristianos antiguos, recibieron al anciano a pedradas; pero los guardias consiguieron contenerlos arremetiendo un poco con las bestias. El pueblo tenía calles con casas de madera, piedra y adobe, sucios pajares, comercios, huertas castigadas por la sequía, mesones, herrerías y malolientes caballerizas. Los lugareños los miraban con una mezcla de asombro y curiosidad. La solada de tierra estaba, como en todos los pueblos y ciudades, cubierta por la ruina intestinal de los animales que transitaban esas calles, por lo que el olor era acre y en esa atmósfera recalentada por el sol pululaban miles de moscas y moscardas. Los caballos y el burro bebieron en un abrevadero de piedra blanca del acuartelamiento local. Al mirar hacia el oeste, el sol declinaba sobre unos montes de color púrpura. Pronto caería la noche sobre ese paisaje árido y agonizante. Siguieron la ruta, y en cierto momento, antes de atravesar el pueblo, Joan Mañar resopló con todas sus fuerzas y estuvo a punto de volver a desvanecerse. Los guardias detuvieron unos minutos la lenta peregrinación y dejaron que el hereje estirase las piernas y se sentara en un recoveco después de beber agua de un pellejo, ya que en ese pueblo del levante las fuentes estaban secas por la sequía.
– Habréis estado con muchas mujeres –le dijo el guardia joven al viejo–. Hábleme de mujeres.
–Para hablar de mujeres estoy yo ahora –farfulló el señor Mañar.
Restallaron las risas de los guardias, y luego, al hacerse silencio, el anciano arrojó un hondo lamento.
–Me van a matar por nada –escupió con gran resignación.
Estuvieron diez minutos, ojos entornados, inmersos en sus mundos interiores. Luego, al montar en el burro, el morisco pensó que le hubiera gustado volar libre por augustos cielos hasta llegar a Tierra Santa. “Arre”, gritó el guardia más veterano. Entonces se pusieron en marcha y estuvieron avanzando por un pedregal hasta que surgió la luna azuleando las sierras del horizonte.
…El anciano morisco se despertó cuando el alba rayaba sobre unos montes que tenían empinadas cimas. El guardia joven estaba cocinando gachas para los tres. En breve, el astro rey empezó a ascender lentamente en el duro horizonte llenando el campo de luz, y mientras las torcaces zureaban y aleteaban en las copas de los olivos silvestres, se oyó el seco graznido de un grajo. El burro yacía tumbado frente a un ribazo con las manos trabadas; los caballos habían dejado sobre la tierra un poco de bosta fresca. Joan Manyar, nada más salir del caserón en ruinas, contempló la tierra árida del sur. Le habían quitado los grilletes de los pies, y al andar, sintiendo un gran alivio, notaba todos los huesos entumecidos. Orinó sobre el tronco de una higuera seca y suspiró como gesto de gratitud con los guardias. Se dio cuenta de que la inflamación de la boca había disminuido y pensó que el prior y sus secuaces encontrarían su castigo en el infierno. Aun así, su corazón no estaba siendo dominado por el odio. Le habían pegado, lo habían sometido a torturas, lo habían tratado como a un perro rabioso, y sin embargo, la llama que notaba en su interior podía apagarse con un simple gesto de bondad del prójimo. Un guardia, el más mayor, después de quitar la traba de las manos del burro, le limpió al anciano las heridas de su espalda provocadas por los azotes vertiendo agua con un cacillo. El agua reblandecía la sangre seca y su espalda chorreaba un líquido rojizo, como jugo de ciruela. Ya limpias las heridas, les aplicó un emplasto de barro húmedo mezclado con orina y ceniza. “Le aliviará”, le dijo. Joan Mañar se subió el jergón y se preguntó por qué el guardia era tan bueno con él. “Ya estarán en su punto las gachas”, objetó el hombre de la ley. Comió el viejo despacio, encogido en sus huesos, dando tragos a un pellejo de agua, y más tarde, el mismo guardia que le lavó las heridas de la espalda hirvió manzanilla que sacó de su morral y llenó un cacillo: “La arranqué en el monte hace unos días, hágase unas gárgaras. La manzanilla rebaja hinchazones”. El viejo dejó el cacillo sobre el suelo, el cual despedía hebras de vapor, y una vez enfriado el bebedizo medicinal, dando sorbitos, se enjuagó la boca. Notaba el sabor suave de la infusión mezclado con el sabor de sus heridas, que le picaban y le dolían empujándolo a mover las manos como si sus dedos estuvieran en llamas. “Lo que duele, cura”, le dijo el guardia. El viejo escupía la manzanilla con algún cuajarón de sangre como si escupiera parte de su vida. Cuando hubo terminado, miró el horizonte: ni una sola nube, la misma maldición, el mismo castigo de Dios. Después, antes de montar sobre las bestias, el viejo le acarició la quijada al asno, que remoloneó un poco y hundió sus belfos babeantes en su pecho huesudo. Los guardias aparejaron al burro y colocaron la carga en los serones: mantas, escudillas, cazos, comida; ensillaron a los caballos, cargaron las garrafas de agua y las sujetaron con las cinchas, cargaron todo lo demás, ayudaron a montar al viejo y montaron ellos. Un guardia chasqueó con la lengua y los animales dejaron de olisquear la tierra buscando pasto seco y se pusieron en marcha levantando nubes de polvo rojo del camino. La brisa estaba caliente como si el mundo fuera un horno. Algún vaivén le arrancaba un gemido al morisco, que entrecerraba los ojos y por último exhalaba un suspiro de alivio al pasar el tormento. El viejo recordó los azotes y pensó en lo que le esperaba sumido en la desesperación: ¡Malditos cristianos! Se merecían sus mismas penurias, su mismo miedo, su mismo dolor y su misma sentencia. Eran los esbirros del mal, los ángeles oscuros de un tiempo en el que cualquier sanación milagrosa podía ser achacada a un aquelarre de brujas o leer el Corán, libro escrito por el santo profeta, se podía castigar incluso con la muerte. En breve vieron en un campo de paja recién segada a un pastor con sus perros lanudos y su rebaño. Música de cascabeles y ladridos, balidos salvajes, los silbidos y el chasquear seco del pastor. Los animales daban dentelladas a los ralos tallos de paja seca que moteaban el bancal de un color oro pálido. Las ubres de las cabras, llenas de vida, cubiertas de un pellejo duro y arrugado, daban menos leche durante los días de sequía. Se detuvieron a descansar unos minutos. Al desmontar de sus bestias, anduvieron hacia el ribazo donde un viejo pastor morisco soplaba a una olla y se llevaba un cucharón a la boca: “Es estofado de cabrito. Lo hago muy bueno”. El olor del guiso les hizo la boca agua a los guardias. “Llevamos mucha hambre atrasada”, dijo el más joven. “Rebuscad en los serones”, sentenció el viejo cabrero meneando con ímpetu la cabeza hacia los lados. Sacó la olla de la lumbre y dejó que el aire del campo enfriara un poco su manjar de verdura, patatas y proteínas. Al cabo, al empezar a comer, se volvió un poco receloso: “Como igual que mis perros, una vez al día –dijo el pastor sin dejar de masticar nerviosamente–. Menos los domingos. Los domingos ayuno para que se limpien mis tripas. Los animales beben en un venero que hay cerca, pero el líquido se está agotando. Además, todos los días tengo que desplazarme hasta allí para que puedan beber. Si no llueve pronto, partiré al norte. Allí los campos son verdes, la lluvia es generosa. ¡Maldita sequía! Esperemos que llueva antes de que las pérdidas sean catastróficas para las gentes de por aquí... Me dedico a la trashumancia… No puedo daros las sobras, son para mis perros”. En un caldero de peltre había un poco de leche de cabra recién ordeñada. “Vale –dijo el guardia más mayor–. Solo queremos la leche. Es para el viejo”. Joan Mañar sonrió agradecido. Segundos después se sirvió la leche en un cacillo que olía a fermentos y bebió a cortos sorbos. De vez en cuando se pasaba la mano por los labios hinchados para limpiarlos de grumo. El viejo pastor seguía comiendo lleno de recelo, con el cuerpo tenso echado sobre la olla como si de ese modo protegiera su ración diaria de nutrientes. Daba la impresión de estar dispuesto a matar por su suculento tesoro culinario. El hereje, al ver a ese hombre tan cerril aferrado a su olla con una expresión de desconfianza, echó unas risas. Luego se dio cuenta de que seguramente ésa sería la última vez que se reía en su vida.
Reanudaron la marcha. “María”, pensó el anciano. ¿Estaba muerta, o lo guiaría por un camino de sombra a la luz eterna cuando su corazón dejara de latir? Pasada una garganta, dejaron atrás un pinar quemado por un rayo. Debió de ser hacía mucho tiempo cuando cayó ese rayo del cielo, al menos unos meses. La tierra estaba tiznada, se veían los arbustos y los pinos carbonizados. Al pasar de largo el pinar calcinado, Joan Manyar pensó en todo lo que le habían hecho y, con las lágrimas mojando su barba, arrojó un grito estremecedor. Era la voz de un inocente clamando en un mar de tormento y angustia, un torrente de furia que nunca derribaría los muros de ese infierno. Pararon en un palmeral para almorzar. A la sombra de una alta palmera, los hombres de la ley comieron carne seca, pan, vino y aceitunas partidas y Joan Mañar gachas de harina y agua. El viejo no le temía a la muerte, solo a la forma de morir. Los ángeles del demonio iban a escupir fuego sobre la piel de un hombre puro. Y aunque trompetas fastuosas anunciarían su entrada en el reino de los cielos, aunque pronto caminaría junto a los justos y los enaltecidos en los jardines llenos de olor a jazmín y sena del edén, nunca podría hacer justicia en esa tierra. Visiblemente nostálgico, Joan Mañar rememoró las calles de Córdoba, cuna de la cultura árabe en años pretéritos, y también los califatos y esos jardines con palmeras, una flora sutil y multicolor y fuentes de varios caños de aguas claras cuya belleza reflejaban toda la grandeza de una época perdida: “Ésta era una tierra de salvajes hasta que llegamos nosotros”, pensó Joan Manyar. “Una tierra de fieras y de lobos”.
Después de comer siguieron la ruta. El viejo miró el horizonte: nubes de tormenta. “Llegaremos mañana”, le dijo uno de los guardias al anciano.
Segunda parte
…La segunda mujer de Joan Mañar, Isabel, le dio cuatro hijos varones: Joan, que murió a los diez años de unas fiebres, Ramón y Ezequiel, que todavía trabajaban las tierras, y José, padre de María y a quien un lobo mató en el monte. Ramón tenía cuatro hijos varones y Ezequiel tres hijos también varones. En cuanto a María, su madre pereció desangrada en el parto, y al morir su padre porque un lobo fiero y hambriento le desgarró el cuello, vivió con sus abuelos paternos, Joan Mañar e Isabel. Isabel fue una mujer hacendosa que supo criar a sus hijos y ayudar a su marido en las tareas del campo y de la huerta. Conocía las artes de la chirimía y guisaba platos muy sabrosos. Tenía flema, y sabía cómo disimular su orgullo y quedar bien con todos. A lo largo de algo más de cuarenta años, Joan Mañar nunca la vio gritar o perder el temple. Se la veía caminar al atardecer sobre los cultivos o amamantar a sus hijos sentada en un taburete junto al aljibe, a la luz de la luna. Al crecer los hijos, seguía paseando al caer la noche sobre sus campos pidiéndole a la madre tierra que fuera generosa con ellos. Cuando murió el mayor, le costó aceptarlo y estuvo varios meses llorando antes de dormir. Pasada la zozobra, volvió a sonreír. La gente la quería y la respetaba porque era una mujer muy distinguida. Tenía el don de saber escuchar durante horas sin decir nada. Pasaron los años, en su cara aparecieron las primeras arrugas, los ojos miraban con otro tipo de sabiduría, felices y astutos, su alma seguía siendo una balsa de aceite. Luego llegaron los nietos, y José murió en el monte atacado por un lobo. ¡Pobre María! Isabel fue una madre para ella.
Cada tribunal del Santo Oficio de la Inquisición del país se componía al menos por dos jueces letrados, un teólogo y varios auxiliares. El objetivo del Santo Oficio no era otro que el de conseguir a base de torturas que el inculpado se declarara culpable de todos los cargos que se le imputaran. De nada le serviría al reo declararse inocente, de nada le serviría llorar fuego y exudar sangre. Al talludo y flacucho Joan Manyar, pese a tener noventa años y no poder ni con su alma, lo habían acusado de poseer textos sacrílegos, el Alcorán mahometano, y de adoctrinar en sus ratos de ocio a otros cristianos nuevos, llamados también conversos o marranos. El sistema operativo del Santo Oficio era temido en todos los rincones de la Europa Medieval y conocidas eran sus torturas. De todos modos, la Inquisición que trajeron al país los Reyes Católicos era independiente de la vaticana. Gran parte de los hombres y mujeres que pasaban por un tribunal de La Santa Inquisición eran quemados en la hoguera; esas ejecuciones se llevaban a término en los denominados autos de fe, cuando el número de acusados que se hacinaban en las cárceles era muy elevado.
Para la primera vista le habían permitido al anciano morisco darse un baño caliente con tal de desparasitarlo, le cortaron un poco los cabellos, le raparon la barba de varios días y le prestaron una muda nueva. Al llegar a la fría cámara, lo sentaron en una silla, le ungieron la cabeza con agua bendita, y en el mismo momento que uno de los letrados dictó los cargos que se imputaban al acusado, le ordenaron que se pusiera en pie y se identificara. Después de los preámbulos pertinentes, comenzaron las preguntas. En un principio, tal vez a causa del pánico del que se sentía preso, Joan Mañar colaboró ciegamente con sus inquisidores; pero luego, cuando éstos apretaron un poco las tuercas, el viejo se desmoronó como un castillo de naipes. Todo lo planeado durante los días anteriores en su apestosa celda se había reducido a polvo y a ceniza cuando tras negar las acusaciones que lo tachaban de hereje recibió los primeros puñetazos y los primeros azotes. Al flagelarlo, en las catacumbas, se oyeron los alaridos de un hombre de noventa años. Constantemente le inquirieron el nombre de todos aquéllos que se habían reunido clandestinamente en su casa para honrar al santo profeta y al dios de los musulmanes. El viejo negaba con la cabeza. “Soy inocente” –insistía. “En este interrogatorio no ha hecho más que mentir” –gritaba el prior. Por momentos, Joan Mañar parecía dispuesto a declarar autoría de todos los cargos que le imputasen con el fin de que finalizaran las vejaciones y las torturas, pero al rato, una fuerza secreta lo llenaba de arrojo y gallardía. ¿Qué ocurriría cuando fuera llevado a la garrucha o el potro, admitiría su delito e incriminaría a otros moriscos, o enmudecería como un verdadero héroe mahometano? Tras repetir el prior por enésima vez la misma pregunta, se hizo un hondo silencio mientras el escribano detenía la pluma esperando una declaración del viejo morisco. “Soy inocente”, exclamó Joan Manyar. El cura franciscano que secundaba al prior, un ser abominable que vestía una casulla marrón y se encogía sobre sus huesos debido al tormento que le provocaba un cilicio, abandonó la zona del atril y se aproximó a Joan Mañar. Se asomó a su rostro como quien se asoma a un pozo oscuro y profundo y le habló con el tono de voz irónico, como si todo ese numerito fuera tan solo una pantomima. “¿Sabe cómo quedan los que pasan por la garrucha o el potro?”. El potro y la garrucha eran unos instrumentos de tortura a los que encadenaban a los imputados de pies y manos. Mediante un mecanismo muy rudimentario estiraban las extremidades del presunto delincuente. Si confesaba, terminaban con las torturas y le imponían una condena que podía incluir la hoguera o el despedazamiento, y si no confesaba, el imputado era torturado con esos instrumentos hasta que se rompían los huesos, los tejidos musculares, las articulaciones y los tendones y, exudando sangre, se moría agonizando de dolor. Oh sí, nadie lo desconocía en esas tierras, la iglesia era capaz de partir en dos a una persona grande como un caballo. “Guardé culto a Alá, pero nunca adoctriné a nadie”, rezongó Joan Mañar acobardado. Un hombre de la iglesia, inmenso y con pupas en los labios, ante una seña del prior, fue hacia el viejo y le golpeó el estómago con una vara para que Joan arrojara una lluvia de gritos. A continuación, uno de los guardias se encaminó a la garrucha, amarró a las cadenas a un monigote de madera y la puso en funcionamiento ante la mirada atónita del morisco nonagenario. Se oyó un crujido espeluznante. Joan Mañar guardó unos segundos de silencio. Estaba cansado y dolorido y tenía, además, unas décimas de calentura. El lechoso escribano detuvo de nuevo la pluma sobre el papel timbrado por la Santa Inquisición esperando la confesión. El viejo pensó en un mundo sin represiones y sin injusticias, sin fanatismos ni Inquisición, y tras murmurar azorado unas palabras en su lengua ancestral, se alzó temblando del banco de los acusados –una silla de hierro– y dijo llorando: “No he adoctrinado a nadie”. El prior hizo una seña y el cura franciscano se hizo con la vara. Dos hombres de la iglesia cogieron a Joan Manyar de los brazos y le quitaron el jergón, luego lo pusieron de cara contra una pared de piedra, agarrándolo aún de los brazos, para que el cura franciscano, con la vara, resollando, le propinara siete azotes. El viejo gritó con cada golpe, y al terminar su verdugo, se le doblaron las rodillas y la cabeza se le venció hacia adelante besando con sus labios secos la piedra fresca de la pared sintiendo que el fuego se fundía con la nieve. Al soltarlo, se cayó al suelo como una marioneta a la que le cortan los hilos. Y el verdugo le pegó una patada en las costillas para que se levantara. “Vístase”, le ordenó el prior. Afuera estaba la vida con sus cantinas abarrotadas de gente y sus mercados bulliciosos donde vendían especias, frutos, lino egipcio y telas de Damasco, con sus espectáculos con animales feroces y juglares, con sus plazuelas de almendros donde jugaban los niños y sus calles en las que abundaban los comercios y los talleres de artesanos. Allá afuera todo olía a civilización. Allí, sin embargo, en la sala de tormentos, se podía oler el tufo de la muerte. ¿Cuántos hombres y mujeres inocentes como él habían pasado por ese lugar del inframundo? ¿A cuántos de ellos despedazaron en el potro o la garrucha y a cuántos condenaron a la pira? Era como si todavía se pudiera oler la sangre de esas personas, como si aún se pudieran escuchar sus gritos…
…Joan Mañar, frente a la iglesia de su pueblo, mientras recordaba fugazmente su paso por la sala de tormentos, notó un estremecimiento. El sacerdote barboteaba unas palabras en latín y todos los miembros de la curia rezaban. Joan Mañar, a partir de la décima flagelación, fue incapaz de contener los gritos.
La segunda y última vez que lo llevaron a la sala de torturas, el anciano apenas podía respirar a consecuencia del miedo. Tenía los ojos enrojecidos y un color de cara lívido. En una de las torturas, le metieron la cabeza en un barreño de agua. Cuando la sacaron, el viejo había perdido el conocimiento. Después de lo del agua, el prior, un viejo rollizo y paliducho cuyos ojos de color ambarino semejaban a los de una serpiente, creyó oportuno regalarle al imputado una serie de privilegios que lo relajarían para que finalmente se declarara culpable de todos los delitos que le habían imputado. En aquella ocasión, tras despertarlo, después de que mirara a todos lados con la boca palpitante, le dieron una sopa de nabos caliente y un vaso de vino que bebió para no avivar más la escama de sus inquisidores. Minutos más tarde, el prior le volvía a sonreír con una especie de sarcasmo. En su declaración, Joan Mañar, a la luz de las teas, seguía afirmando que leyó el Corán en su casa, pero negaba todo lo demás. Por momentos, el viejo se preguntaba de qué servía declarar siempre lo mismo, al fin y al cabo, nada puede conseguir que escuchen las piedras. Todos esos esbirros del mal, incluido un médico que había en la sala para reanimar al imputado en caso de que desfalleciera, habían estudiado teología. Iban encapuchados. Vestían casullas malolientes; el prior, una túnica oscura.
-¿Qué diferencia hay entre ustedes y yo? –les dijo después de tomarse la sopa y el vino.
El prior entrelazó sus manos a la altura de su vientre y asintió con la cabeza. Joan Manyar prosiguió.
–Sinceramente, nunca he abominado de Dios. Y aunque llegase a ser cierto que he sido adorador del Corán, seguiría siendo un hombre de alma limpia ante los ojos misericordiosos del Altísimo. Todas las criaturas somos hijos de Dios. ¡Oh sí, he visto la luz! Prodigo amor a mi prójimo, quiero a las gentes. Dios está de mi parte.
La voz acusadora del cura franciscano retumbó en la sala como un vendaval de furia. Pero el prior actuó con menos énfasis; caminó hacia el banquillo de los acusados y agarró fuertemente al imputado por los hombros. “Ya nos dijo que a lo largo de su vida ha venerado al dios de los moros. Ahora admita que ha adoctrinado a otras personas y cite todos los nombres de los herejes”. Luego el prior le golpeó la cabeza con el puño y siguió el interrogatorio. El escribano lo anotaba todo en hojas grandes y timbradas con el sello de la Santa Inquisición. Al mirarlo por debajo de sus cejas rubias y pobladas, Joan Mañar no vio nada que guardase semejanza con un ser humano.
–Rendí culto a Alá hace muchos años, pero las personas a las que adoctriné ya están enterradas bajo tierra.
Entonces, el cura franciscano le estuvo pegando puñetazos al viejo en la boca hasta que éste perdió el conocimiento.
Joan Manyar se despertó en la celda, notando la boca hinchada. Tragó saliva y sintió el sabor salobre de la sangre. ¡Qué dolor, qué dolor tan espantoso! Era de noche. De vez en cuando, se oían gritos procedentes de otras celdas. De haberse visto reflejado en las aguas claras de un arroyo hubiera visto a un ecce homo con ojos espantados y tristes llenos de todos los tormentos del mundo. Ni siquiera sabía qué iba a ser de él. ¿Lo llevarían de nuevo a la sala de tortura y estirarían su cuerpo hasta partirlo en dos? La luna flotaba detrás del ventanuco rodeada de brillantes astros. Se durmió agotado, y cuando lo despertaron a la mañana siguiente, el prior le leyó la sentencia, en cierto modo, compasiva al no tratarse de un caso muy importante. Joan Mañar cerró los ojos con ímpetu, como si no quisiera volverlos a abrir jamás, pues solo el hecho de esperar el auto de fe lo podía volver loco.
…La vida, la muerte. Pesadas cadenas. Esclavos ya al nacer.
Llovía a mares. Al terminar el verdugo con los azotes, la espalada de Joan Manyar no parecía la espalda de un ser humano. Le dolía el pecho al respirar. La multitud no podía creer que siguiera vivo, pues el verdugo, un hombre grande con un capuchón en la cabeza y guantes de piel de cabritillo, lo azotó con todas sus fuerzas. El anciano, con la espalda destrozada, vomitó bilis. Los brazos cedieron y su cara cayó sobre el barro, y al incorporarse, era como si llevara una máscara. La lluvia. Las voces. “Levántate”, le dijo una voz. Cuando Joan Mañar intentó levantarse por su propio pie, la mayor parte de la multitud gritó extasiada. Se oyeron lloros y rezos. Los hombres de la iglesia le pedían a su dios que ese anciano no levantara las rodillas del lodo, querían que el castigo fuera ejemplar en todos los efectos, solo que al cabo de unos inquietantes segundos, tras escucharse un seco chasquido, los huesos largos de un Joan Mañar lánguido y moribundo se incorporaron de un lecho de barro, orina y sangre. Se despojó del sambenito quedándole solo puestos el jubón empapado de orina y excrementos y los zapatos. La gente suspiró y murmuró alucinada. El viejo dio un paso con extrema dificultad, pero luego caminó hacia su nieta, que se hallaba en primera fila, y llorando de alegría la abrazó contra su percho paternal. En ese momento, sabía qué le esperaba: el destierro.
Joan Mañar y su nieta, por fin juntos. En el cuartelillo un médico lavó las múltiples heridas del viejo, que aullaba de dolor. Tenía los ojos enrojecidos y la boca deformada. Gotas de sudor se perlaban en su frente bruñida y cubierta de arrugas. Su nieta y sus hijos le acariciaban las manos trémulas. Una vez lavadas las heridas, lo dejaron lavarse en un atrio y le dieron un jergón nuevo y unos zapatos de un solo color, pues los conversos tenían prohibido calzar zapatos o botines de varios colores. El viejo gimió al ponerse el jergón, se calzó los pies y sintió que perdía las pocas fuerzas que le quedaban. Su nieta lo cogió de un brazo y, en breve, suspirando, empezó a andar muy despacio. En un despacho firmaron los papeles concernientes a la confiscación de sus bienes y le dijeron que partiera de inmediato a otra provincia.
–Pero, está muy debilitado –dijeron los hijos de Joan Mañar alzando los puños al cielo–. Necesita reponerse, si es que se repone.
El comisario rió con sorna.
–Partirá dentro de una hora. Un arcabucero lo escoltará hasta que esté bastante lejos de este pueblo. Lo siento, son órdenes de arriba.
Una hora después, la familia de Joan Mañar los acompañó hasta la salida de Monóvar, fue una despedida muy emotiva. Luego, ante la atenta mirada del arcabucero, el viejo montado en un mulo, María tirando del ronzal, avanzaron por un camino embarrado bajo los primeros rayos de sol. Un amigo de la familia Mañar los acompañaba, viajaba a Madrid para comprar ganado y los custodiaría hasta términos de Almansa, donde María tenía pensado vivir con su abuelo con unos familiares.
Se veía el río Vinalopó, los charcos sobre los cultivos, pedregales mojados, montes de color chocolate. Las nubes fueron desapareciendo del cielo. El viejo había dejado caer su pecho sobre la grupa del mulo. A veces se escuchaban sus gemidos y sus lloros. Luego se quedó callado y su nieta, como queriendo quitarle importancia a las cosas, le habló como si no pasara nada.
–Abuelo, en reponerse, iremos al norte. Conozco a hombres que han venido de esas tierras generosas. Dicen que abundan la pesca y los cultivos.
La muchacha seguía hablando con el viejo. Sus zuecos se hundían en el barro, lo que le hacía más tortuosa la marcha. Con una mano iba tirando del ronzal. Le caían chorros de sudor por la frente y se detenía y se secaba el sudor con la palma de una mano. En breve, resollando, echaba a andar tirando del ronzal.
El tratante de ganado era joven y tenía un rostro impertérrito, pero a veces miraba a María expresando un gran pesar.
–Abuelo, es usted muy valiente, el hombre más valiente del mundo –le decía la chica al anciano.
Se cruzaron con un jinete del rey que los miró con asombro. María quería ocultar su rostro de la mirada de ese joven cristiano y, rezongando, de mal humor, ladeó la cara en un gesto de insolencia.
Pasaron junto a un huerto de naranjos. Estaban ya lejos del pueblo, y el arcabucero los abandonó a su suerte.
–Abuelo, a veces pienso que Alá ha sido injusto con usted, pero luego pienso que posiblemente le haya impuesto una dura prueba.
El sol calentaba su tersa piel de reina Cleopatra. Con la mirada buscaba un paraje donde desmontar a su abuelo para que descansara y se repusiera de los azotes. En cierto momento, unas lágrimas le cayeron por las mejillas. Entonces, soltó el ronzal unos segundos y se secó el llanto con la palma de la mano. Al coger de nuevo el ronzal, vio ante ella un camino interminable; el reino. Maldijo a todos los cristianos puros de su pueblo, y azorada, con el resuello pedregoso, se dio cuenta de que estaba muy cansada, pero dio un tirón al ronzal para que la bestia anduviera con más apremio: “Arre, mulo, arre”. En derredor suyo, los campos mojados olían a limo y tierra empapada. El vuelo de las aves parecía un presagio divino. Cerca de una aldea, junto a un pinar, María se detuvo: “Abuelo, por hoy ya está bien, seguiremos mañana”. Luego se dio cuenta de que su abuelo estaba muerto. No lloró, y con muchos esfuerzos, lo bajó del mulo cayendo los dos sobre el barrizal. El tratante de ganado arrastró el cadáver a la pinada y, tras sacar un cuchillo del serón, escarbó con ese cuchillo en el barro, protegido del sol a la sombra de los altos árboles. Al cabo de un tiempo, cuando el hoyo apenas tenía cuarenta centímetros de profundidad, la tierra empezaba a ser más dura. Tenía ese hombre la cara y las manos ennegrecidas por el barro y el sudor, las uñas negras. Resollando, siguió cavando hasta que el hoyo era muy profundo. María sonrió con dolor. Su abuelo estaba muerto; pero por si acaso, la muchacha le tomó el pulso. Y sí, el gran corazón de Joan Mañar ya no latía. Metieron dentro de la hoya al anciano y luego la cubrieron de tierra y barro.
–Volvamos, no quiero que viajes sola. Mañana marcharé a Madrid.
La muchacha montó en el mulo y ambos pusieron rumbo hacia el sureste.
Una vez en Monóvar, María contuvo el llanto. Hacía tanto calor que ya nadie se acordaba de las lluvias.