Narcocultura y Narcoliteratura en Colombia.
Por: José Díaz-Díaz
Partiendo del supuesto de que la ideología y la cultura obedecen en su diseño a una infraestructura socio-económica que la sustenta, bien podría deducir que parte de los contenidos de la nueva novelística en Colombia, obedecen a su vez a la influencia que la subcultura del narcotráfico ejerce sobre sus narradores.
Y es que la literatura en general, exceptuando algunos géneros tales como el fantástico o el de ciencia-ficción, se nutre de la realidad inmediata de su entorno histórico. Virgilio describió en Églogas o bucólicas y en Las Geórgicas la vida pastoril y el inventario de la producción agrícola del imperio romano. El Decamerón de Boccaccio, dibuja la vida campestre de la Italia del siglo XIV. La picaresca castellana de los siglos XVI y XVII con El buscón, El Lazarillo, Rinconete, etc. nos señala a un personaje central, el pícaro y sus aventuras para sobrevivir. Tolstói en La guerra y la paz recrea a la Rusia Zarista en la época de la invasión napoleónica. Süskind en El Perfume fabula sobre el negocio de los perfumistas en el París de 1780. En Venezuela Rómulo Gallegos en Doña Bárbara nos familiariza con el comercio y las costumbres de los llanos occidentales de su país. En Perú, la novela sobre el problema indígena no puede ser más elocuente con Ríos Profundos del antropólogo José María Arguedas. Y en Colombia hace lo propio Jorge Isaacs en La María (1867) y las haciendas azucareras del Valle del Cauca. Después, José Eustasio Rivera con La Vorágine (1924) nos instruirá sobre el negocio y la explotación del caucho y de los caucheros en el Amazonas. Uno de sus personajes afirmará proféticamente: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.
La novela sobre la Violencia en Colombia parece adueñarse de todo el siglo veinte. Hasta la década de los sesenta se escribe narrativa « en la Violencia», un realismo pedestre de crónica y anécdota de miseria y dolor. Acordémonos de El nueve de Abril, de Pedro Gómez; o El monstruo, de Carlos H. Pareja. En adelante, aparece una literatura más elaborada y con utilización de técnicas sofisticadas y que podríamos llamar como literatura “sobre la Violencia”. En la medida que se toma distancia del fenómeno, la calidad y la técnica van mejorando. Tal es el caso de Noche de pájaros de Arturo Alape o Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, de Alba lucía Ángel (1976).
El subgénero sicaresco (pariente lejano de la picaresca castellana, por aquello del pícaro y ahora del sicario) y la metaforización del mundillo narco, surge al mercado con una fuerza impresionante gracias al Boom editorial que caracterizó a la narrativa latinoamericana a partir de las décadas de los setenta y que internacionaliza la producción de nuestros narradores. Pegados como mercancía de segunda a este tren y con el impulso de los Media, de la industria editorial y en particular de la Televisión, que sin duda alguna favorece la puesta en escena de un tipo de temática macabra y amarillista, que es la que más vende y por lo tanto arroja mayor utilidad, la novela sobre el narcotráfico nos invade como una honda en expansión paralela a la misma realidad que estamos viviendo. La subcultura del narcotráfico impone su propia narcoliteratura.
Con Gustavo Álvarez Gardeazábal en El Divino (1985); con Laura Restrepo en Leopardo al sol ( 1993); con Fernando Vallejo en La virgen de los sicarios (1994); y con Jorge Franco, en Rosario tijeras (1999) se inicia el camino hacia una construcción y deconstrucción de los elementos que identifican y racionalizan la presencia en la sociedad colombiana del fenómeno generado por el tráfico de estupefacientes, a pesar de que el escritor aparece no tanto como creador sino como un amanuense o copista intermediario de un testimonio auténtico. Se realiza un intento por decodificar literariamente causas y efectos, por copiar las relaciones que se establecen con las diferentes instancias del poder, por mostrar los procedimientos de identificación comunitaria y el impacto en el imaginario popular del fascinante y a la vez perturbador mundo de la narco-delincuencia.
Se intenta una lectura ética de la dialéctica del temor y el deseo, de la atracción y el rechazo, que cual imán prepotente sobre el imaginario popular ganan adeptos a su causa. Se aspira a aclarar y elevar a un metalenguaje el sentido y la fascinación por el enriquecimiento fácil y rápido, que como solución mágica acabaría de un plumazo con los dictados del Poder establecido, superaría el predominio de un sector minoritario dueño de las instituciones y de la ley, en fin, que terminaría con la prepotencia y la hegemonía sobre el acceso a los bienes y a la riqueza sin necesidad de poseer un talento empresarial, sin tradición y sin linaje.
Y es que el fenómeno pareciera tener su propia sociología, sus propias reglas éticas y estéticas (la llamada cultura traqueta), y hasta sus propios personajes buenos: los Bacanes. Impone una ambigüedad moral donde la vida no vale nada y en donde el dinero puede comprarlo todo. El blanqueo de dinero conlleva el blanqueo de sus imágenes de criaturas disminuidas por la imposibilidad de un ascenso social. Es un hecho que la fuerza del narcotráfico arrastra con toda aquella población que por presión o por complacencia terminan enredados en sus redes. El intento de transgresión de las normas establecidas es frontal comenzando por el menosprecio de la vida, y las mafias y carteles que internacionalizan y controlan la producción y distribución de los estupefacientes se hacen tan poderosos que llegan a equipararse en algunos momentos con el poder mismo del Estado.
Es necesario puntualizar que no toda la narrativa que se ha escrito en Colombia durante estas cuatro últimas décadas cae evidentemente dentro de este subgénero. Baste mencionar los nombres de García Márquez, de Álvaro Mutis o de Germán Espinosa para darnos cuenta de ello. Algunas otras obras tocan tangencialmente el asunto sin embargo no podrían caracterizarse como novelas sobre el narcotráfico. Tal sería el caso de Noticia de un secuestro de García Márquez (1996) o Los ejércitos de Evelio Rosero (2007) esta última una entrañable visión moral de la violencia y una muestra de cómo la buena literatura sí tiene herramientas para acercarse sin elementos amarillistas al fondo del tema.
En cuanto a El último romántico (2010), novela de mi autoría, el mundo del narcotráfico asoma su tufillo de vez en cuando como una atmósfera imposible de evitar y como un telón de fondo que envuelve toda una época. En la página 116 se lee:
“...Gerardo Antonio andaba del timbo al tambo en esa urbe de incertidumbre y de imprevisibles acontecimientos. Escuchó hablar de la bonanza marimbera y luego, del arribo de los carteles de la droga y de los capos y de los traquetos y de los duros y de los mágicos y de los testaferros y de los bacanes y de los sicarios. Nadie sospechaba, por ese entonces, que ese soterrado comercio naciente fuera a engendrar con tentáculos de monstruo gigante la llamada cultura traqueta. De todas maneras, el flaco continuaba inmerso en lo suyo: los libros...”. Y en la página 151: “...Pasaban los días y el declamador seguía creciendo en incertidumbre sobre la validez de sus proyectos. Mientras la ciudad se debatía entre la búsqueda de la vida fácil y el colapso de los elementales principios ciudadanos, erosionados además por el poder corruptor del narcotráfico; mientras el país en realidad naufragaba en una pérdida y sobre todo en una confusión de valores en donde parecía desvanecerse los límites entre lo legítimo y lo ilegítimo, entre lo legal y lo ilegal hasta tal punto que se estigmatizaba a los consumidores de drogas y se encumbraba a los traficantes, y hasta donde el sicariato era tolerado como un rebusque justificado; el flaco se guarnecía entre sus amigos de tertulias, en su trabajo en la librería Buchholz y entre sus amistades ocasionales”.
La novela sobre el narcotráfico como honda en expansión de verdad, salta como el mismo fenómeno que la sostiene, las barreras nacionales y se globaliza para hacer acto de presencia en otros países que igual sufren el flagelo. En México, el profesor y escritor Élmer Mendoza se especializa en ese subgénero y en sus novelas: Un asesino solitario y Balas de plata (premio Tusquets 2008) nos describe dentro de una estructura narrativa hermanada con los últimos lenguajes televisivos la patética problemática, muy cómoda ahora dentro de los cánones cinematográficos de un realismo crudo y llano. Carlos Fuentes, no se inhibe ante el desafío de escribir algo sobre la sicaresca y nos regala su novela Adán en Edén (2010), un retrato severo de una nación desangrada por el efecto del narcotráfico.
Y para cerrar el círculo de la internacionalización del tema en idioma castellano, Arturo Pérez Reverte desde Madrid nos ofrece su novela La reina del sur (2002), con personajes mejicanos del ambiente sicarial. Le corresponde al norteamericano Don Winslow cerrar la puerta con su novela escrita originalmente en inglés, El poder del perro (2009) Un thriller épico, coral y sangriento que en 720 páginas explora con total naturalismo sensacionalista los abismos más hondos de la miseria humana. Moviendo a sus personajes desde Nueva York a Tijuana y desde El Putumayo hasta ciudad de Méjico, esta novela es la versión latina de El padrino (1969) de Mario Puzo obra que recogiera en sus escenas lo más granado de la mafia siciliana asentada en la Nueva York de los años cincuenta.
Y sin embargo y a pesar de todo, la realidad sigue superando a la ficción.
©Jose Diaz Diaz