…Es mi pueblo, un pueblo viejo lleno de encanto. A esas horas en las calles sus gentes hacen de la rutina una forma de vida y en sus bares hombres bebedores hablan de caza, de fútbol o del paro. En esos bares, en las vitrinas, se ve todo tipo de comida. No faltan los callos, la ensaladilla rusa, los boquerones en vinagre y la tortilla de patatas. En las paredes, cuelgan retratos de megaestrellas del deporte rey y todo huele a buen vino y deliciosas frituras. Tomo café en el mostrador; su fuerte aroma tostado despierta en mí todo tipo de remembranzas, como por ejemplo cuando hace mucho tiempo me sentaba a una mesa de una de esas cantinas con una taza de ese mágico y estimulante brebaje para leer algún libro de Trotsky apartando de mi mente los malos pensamientos, o cuando de niño visitaba a la hora del café acompañado de mi abuelo Juan José, en las Casas del Señor, una taberna de estas características entre cuyas acogedoras paredes la gente se quería o discutía por nada.
El tabernero, que tiene espalda ancha y una expresión bondadosa, desempolva las botellas de licor de la estantería mientras unos clientes se echan al coleto unos tragos de vino tinto de las vides del llano como si se tratara de una bebida espiritual creada por los dioses. (Aún recuerdo la bodega de los Poveda en la Goletja. El delicioso olor a vino que inhalaba al pasar por esas calles de mundo viejo).
Al salir del bar, camino entre recuerdos y visiones de futuro. Muchos y muchas trabajan en las fábricas de calzado para ganarse un sueldo. Cerca de las escuelas se oyen las voces y los gritos de dicha de los niños que juegan a la hora del recreo, y en los parques donde un suave viento de poniente sacude el follaje de los altos pinos, los ancianos ven pasar el tiempo sentados en bancos de madera. Muchachos con tatuajes que de noche visten cuero trabajan en tiendas, sucursales, oficinas, haciendo el reparto de la prensa o el pan, etc.; se han quitado el disfraz para que el lobo parezca un corderito. Por sus venas fluyen la madrugada, el rock y el amor. En las inmediaciones de la ermita de Santa Bárbara, un templo cristiano que data del siglo XVI en cuyo sagrado interior hay una imagen de la santa rodeada de cirios, se puede otear la ciudad, el llano con sus viñas y sus almendros en flor y un valle atravesado por carreteras, caminos y las vías del ferrocarril donde, en amaneceres luminosos, algunos frutos de la tierra semejan arder por dentro llenos de fuego.
Llego a los puestos del mercado; entre la turba que arma un gran barullo, gentes seminómadas, hijos del viento y las estrellas, venden ropas, calzado, tiestos, semillas, alimentos y utensilios. Una guapa y joven mujer gitana, que sabe bailar mejor que nadie de madrugada a la luz de las hogueras, me incita a comprar un beso que romperá el hechizo que me atormenta.