–¿Qué pedimos? – preguntó Isabel, una madrileña que antes de ser una mujer lo que se dice madura estaba viviendo una segunda juventud.
–¿Has probado alguna vez el margarita?
–No, nunca, pero debe de estar muy rico.
A continuación, Santiago, coetáneo de ella y que vivía de sus inversiones en la bolsa y de cuatro alquileres, hizo un pequeño ademán al camarero y pidió el cóctel.
Sirvieron las bebidas con una sombrillita de adorno.
–¿Y si nos sube todo lo de la fiesta que nos pegamos anoche otra vez?
–No creo, por cierto, estás muy guapa.
–No me he maquillado.
–No necesitas maquillarte para estar guapa.
Isabel se lo tomó como un cumplido y le ofreció una sonrisa radiante. Desde el primer momento, deseó acostarse con él. Dio un sorbito a su copa de cóctel margarita y le gustó.
–Tienes muy buen gusto para las mezclas –le confesó.
Él también se tomó esas palabras como un cumplido.
–Y bueno, ¿qué hace una chica como tú en Alicante?
–Ya te dije anoche que he venido a pasar cuatro días para desconectar un poco, estoy muy saturada. Aunque mañana me voy.
–Ya, los politólogos siempre tenéis que estar al pie del cañón, en vanguardia.
Ella arrugó el entrecejo y torció en una mueca insabible los labios.
–No quiero hablar de mi oficio, ya te digo, he venido a desconectarme.
–Vale, vale –se disculpó–. ¿Y si hablamos, por ejemplo, de esta enfermiza sociedad?
–Bueno, ¿qué quieres que te diga de la sociedad? La gente gasta y gasta. La publicidad y el marketing hacen pensar a la gente de un modo capitalista y consumista. Por ejemplo, la tele le ha metido a la juventud en la cabeza que hay que conducir coches muy caros, triunfar en los negocios y hacer viajes a los más bellos paraísos del mundo. Les dicen: “Si te esfuerzas, aunque no seas Cristiano Ronaldo, puedes parecerte en algo a él, así que empieza tu aventura comprándote unas Nike. Ciento ochenta euros, y se abre el telón de los sueños”. Somos como marionetas movidas por los hilos de las multinacionales y las grandes firmas y empresas…
–Todo eso ya lo sabía. Por cierto, hemos hablado de mi hermano gemelo, Joan Jaume, pero, no me has contado aún cómo lo conociste.
–Fue hace dos años en París, yo estaba bebiendo vino de Burdeos en una terraza de un barrio céntrico y él se sentó a mi lado y me dijo que quería escribirme un poema. Reí y le dije que bueno. Pensé que era un verdadero artista. Pasamos la tarde juntos y hablando y hablando ambos nos dimos cuenta de que nos alojábamos en el mismo hostal. Y durante todas las noches de mi estancia en París bebíamos vino fresco por las noches en la terraza de ese hostal. No sé por qué no hicimos el amor. Él es muy tímido, y yo nunca he sido esa clase de chica que toma la iniciativa. Pero sí recuerdo que una noche, al darle un abrazo bajo la luna de París, apreté mi cuerpo contra el suyo con tanta fuerza que sentí que su jersey de lana virgen me aplastaba los pechos. Lo miré, y estaba como asustado, con la cara roja como una manzana, entonces, me habló, labios temblando: “Siempre seremos amigos”. Yo no sabía por qué esa noche mientras lo abrazaba no me besó y me sedujo para hacerme el amor bajo el influjo del cielo de París, pero hoy sí sé que todo fue por sus jodidos complejos de inferioridad. El caso es que antes de que partiera venía a verme a Madrid al menos dos veces al año. No sabía que tuviera un hermano gemelo, pues nunca me ha hablado de ti. Es un milagro que nos hayamos conocido.
Se habían conocido la noche anterior en el bulevar del puerto de la ciudad, Alicante. Ella, al verlo entrar en un local elegante, fue corriendo a abrazarlo.
–Disculpa, no te conozco de nada.
–Pero, Joan Jaume, déjate de bromas. Y no sé por qué no llevas tus gafas de pasta ni vistes más clásico como es habitual en ti.
–Joan Jaume es mi hermano gemelo. Me llamo Santiago.
–Encantada.
Empezaron a hablar y tomaron unos vinos dulces apalancados en un rincón del mostrador, a la luz de un foco. Luego, hubo tanto filin que salieron a pasear por la arena de la playa, escuchando los aullidos de un viento otoñal que alzaba las olas incluso sobre las rocas del espigón.
Quedaron en verse a la tarde siguiente en Lobo Marino de Campello.
Y ahora estaban en Lobo Marino, un café frecuentado por pescadores, lobos de mar, poetas, románticos, bohemios, pintores y enamorados, pero que a esas horas tenía poca clientela.
–Sí, es un milagro que nos hayamos conocido. Somos un libro abierto el uno para el otro –le dijo Santiago, y luego dio un sorbito a su copa.
Pasaron el tiempo conversando tranquilamente, como entregados a un bello juego de seducción. Los ojos de Isabel brillaban más cada vez que su amigo le decía algo agradable. En cierto momento, le comentó en tono confiado a esa mujer:
–Como sabes, mi hermano viaja desde hace medio año por el mundo. Me preocupa, pues él siempre ha sido el débil y yo el fuerte. Tengo miedo de que le pase algo. Sin embargo, creo que hace lo correcto, viajar por todo el planeta para escribir la obra que lo encumbrara a la posteridad. La literatura ha sido para él una liberación y, asimismo, una enfermedad.
Isabel asintió con la cabeza. Luego, Santiago la sedujo con las artes del amor y ella, que nunca había tomado la iniciativa en una aventura, perdió esta vez de súbito el sentido común y se dejó arrastrar por la corriente de la locura y la química.
–Vamos a tu casa, quiero que me folles.
Santiago se sonrió sorprendido; primero en su mente, y después en su sangre, sintió la agitada embriaguez del triunfo.
Una vez en la habitación de Santiago, que tenía una cama con doseles de ébano, Isabel esbozó una pornográfica sonrisa. El anfitrión arrugó la frente y le devolvió la sonrisa con los ojos embelesados y ella se desnudó quedándose en ropa interior. Parecía un cuerpo muy sano, mediano, de piel algo pálida y de una esbeltez artística. Isabel tenía bonitas curvas en el trasero y unos pechos no muy grandes pero firmes y jóvenes. Piernas delgadas con pantorrillas turgentes, cabello oscuro con mechas doradas con un corte muy moderno y labios gruesos pero muy delicados, de musa de Nabokov. Santiago pensó que la imagen que ofrecía esa hermosa mujer estaba en armonía con todos los elementos del universo. Su vientrecillo bailó y en breve se quitó el sujetador, los calcetines y las bragas. Su sexo estaba depilado y sólo se podía ver un poco de vello oscuro moteando el palor de la parte baja del monte de Venus. Respiraba sonoramente, arrojando algún suspiro y dándose palmaditas en el pecho. Había llegado el momento de la verdad, y al verla Santiago desnuda, experimentó una mezcla de amor y deseo que le llenaba de dulce embriaguez el corazón. Luego se desnudó y se dejó caer en su lecho con doseles de ébano como sobre el regazo de una virgen; pero ella se quedó de pie delante de la tele y rompió a bailar desnuda. Se contoneaba y se palpaba los senos, se giraba como una bailarina de salón y se acariciaba el sexo, se mordía los labios y le ofrecía su trasero para que él lo acariciara y lo lamiera.
Finalmente, la politóloga cuya piel todavía reflejaba mucha juventud pese a rondar los cuarenta, dejó de bailotear y buscó en su bolso.
–Mierda, no tengo condones. Busca en tu mesita.
–Vaya, se me olvidó comprar esta mañana. De todos modos, si te tranquiliza, no tengo el sida ni ninguna infección contagiosa –en breve sacó Santiago una hoja de un cajón de la mesita–. Puedes comprobarlo, mira, este es el resultado de una analítica de sangre que me hice la semana pasada. Todos los años me hago uno de esos análisis por ver si algo no va bien –le entregó la hoja–. Ves, limpio.
–Pues si te vale –Isabel sacó un carné del bolso–, esto acredita que soy donante de sangre en Madrid desde hace un mes. También estoy limpia
Santiago dio gracias a Dios por haber encontrado en su camino a esa monada.
Se enredaron en una orgía de besos y caricias. Al besarle los pezones, ella, ahogando unas risitas, con las dos manos, le acarició el miembro y los testículos a Santiago, que sentía fluir en sus venas, como un torrente, las hormonas masculinas. Adherido al calor de su piel como si fuera una fuerza magnética, le acarició con la yema del pulgar el clítoris a su amante, que en breve se humedeció. Ella quería tenerlo dentro; pero él quería recrearse y, tras bajar la cabeza lentamente, le besó los muslos y le lamió el sexo despacio, hasta que ella se notó muy húmeda y lasciva. Al levantar Santiago la cabeza de la fuente de la alegría, sus bocas se unieron en un beso largo y dulce; Isabel, notando el sabor de su propio sexo mezclado con un sabor a tabaco y alcohol, le rodeó las caderas con los brazos mientras él, enamorado de la magia femenina, le tocaba las curvas del trasero. Antes de apartar las bocas se miraron a los ojos y vieron muchos sueños rotos y mucha ternura. Cuando dejaron de besarse, ella se tendió boca arriba y separó los muslos para que él la penetrara besándole, suavemente, los pechos y los duros pezones. Un largo gemido, más gemidos y jadeos y el ruido de los muelles de la cama. Para él esa era una noche más; pero intuía que lo que sentía por esa mujer era superior a lo que había sentido por otras que habían pasado por su cama, pues la madrileña tenía una mirada muy dulce, una mente muy atractiva y una forma sumamente cariñosa de hacer el amor. Mientras empujaba sobre ella experimentaba la sensación de que una ola cálida lo arrastraba a los brazos de un sueño y, sin más ambición que estallar de placer y dar placer, puro hedonismo, como inmerso en una fantasía, dentro de una nube de relax, se dio cuenta de que ese momento era mucho más de lo que se le podía pedir a la Diosa fortuna.
Bajo su peso y sus arremetidas, atrapándolo entre sus muslos de piel suave, ella empujaba con el vientre como si quisiera volverlo loco de deseo y, al mismo tiempo, se dejaba arrastrar por la fuerza de un río. ¿Quería perderse dentro de su alma? ¿Quería convertirlo en su súbdito y, asimismo, en su ídolo latino? El sabor de la piel masculina la extasiaba, la potencia sexual de su miembro la enloquecía…, un jadeo, meter la lengua entre sus labios y hallar el camino a seguir, sueños por soñar, vida por vivir, amor por derrochar.
–Qué bien me estás follando. Esto es como volar por el espacio sideral
–Te gusta lo que hago. Pero ahora verás.
Santiago dejó de penetrarla, la cogió de la cintura, la puso de lado y le separó los muslos y, tumbado de costado, con la pelvis entre sus muslos, se cogió el miembro circuncindado con una mano, por lo que se le hincharon unas venitas que brillaban empapadas de humores.
–Si quieres más, tendrás que suplicármelo.
–Oh, métemela, por favor, métemela hasta el fondo.
Santiago se sujetó la base del pene con dos dedos y lo introdujo y lo sacó varias veces con mucho ímpetu. Al parar, a Isabel le palpitaba el pecho y se le entrecortaba la voz.
–Otra vez, me quiero correr.
–Suplícamelo.
–Por favor, hazme eso otra vez.
Sus cerebros liberaban fontanares de dopamina. Sin soltar la base de su miembro, el amante empezó a meterla con fuerza y sacarla muy despacio provocando los largos jadeos de su barragana, que en breve empezó a convulsionar el bajo vientre mientras los cálidos jugos le mojaban los muslos.
–Tú ya te has corrido, ahora me quiero correr yo en tu boca.
Isabel buscó con sus labios anhelantes el miembro de Santiago, que a los pocos segundos eyaculó en su rostro. Ella se limpió con las bragas y dejó caer una mejilla sobre la panza de metrosexual de su amigo. Suspiraban todavía.
–Nunca había sentido tanto placer –exclamó Santiago.
–Habrá que repetir. Soy insaciable. Por cierto, puedes correrte dentro. Antes de entrar en la habitación, he tomado la píldora.
Mientras Isabel se limpiaba con unas toallitas de papel Santiago conectó el Pioneer y la música sublime de un cuarteto de jazz anegó la cara habitación de un elegante ritmo de saxo, percusión, bajo y piano.
Pasaron los minutos. Y de nuevo surgió la tormenta del deseo y el amor. Santiago le acarició a Isabel los labios vaginales, que todavía estaban humedecidos. Luego, ella le besó el glande y le acarició los testículos y los muslos con los senos. Se le puso dura en unos segundos. Entonces, ella, a cuatro patas como una leona de piel sutil y culo bonito, apoyó las palmas de sus manos en los muslos de su amante y bajó su boca hasta el miembro.
–La chupas muy bien, mi zorra.
Santiago respiraba muy acelerado, ahogando los jadeos. Aguantaba para no eyacular enseguida, sintiendo su glande muy hinchado y sus testículos llenos de fluidos masculinos.
–Oh, tienes una boca de escándalo.
A Santiago le fascinaba ver lo que esa dama respetable que se había desbocado como una yegua sin domar le hacía con los gruesos labios, cómo la pobre, al borde del éxtasis, cerraba los ojos y de pronto los abría como si el deseo la abrasara.
Antes de que se corriera, la politóloga se acostó boca abajo con las piernas separadas y él la penetró besándole repetidas veces la espalda, suave como la seda. El ritmo era otro, y lo imponía Santiago, que igual atacaba despacio como empujaba con fuerza hasta hacerla gritar enloquecida. Le cogió los pechos y los apretó hasta sentirlos arrugados en sus dedos. Ella se notaba muy húmeda, su carne era fuego. El dolor y el placer la hacían flotar como dentro de un sueño del que no quería despertarse jamás. Al dejar de jadear, mordió la almohada y empezó a mover el culo hacia delante y hacia atrás, como impulsada por un ritmo de tambores del dios Eros. El aliento de Santiago en su nuca, una mano estirándole el largo cabello, la pasión desbordada, un paso hacia la exaltación. Ni se podía creer que eso le estuviera pasando, por lo que en cierto momento se preguntó si no se trataba del más sucio y dulce de los sueños.
El ruido de los muelles de la cama, algún gemido, sus cuerpos enamorados y el calor de la vida dentro de ella, en su parte más femenina y salvaje.
Mientras seguía penetrándola, dejando escapar algún gemido, con los músculos del vientre endurecidos, Santiago se sentía en el interior de un conducto mojado, cálido y estrecho en busca del elixir del placer, de la llama de la pasión. En cierto momento, le mordió un hombro dejándole una marca, y luego besó repetidas veces donde había mordido como si quisiera pedirle perdón por haber herido una piel tan infinitamente impoluta.
–No me puedo creer que seas real –decía ella, y luego gemía loca de excitación.
Santiago derramó finalmente su esperma en su interior. Para Isabel, que había tenido tres orgasmos, fue como ofrecer su corazón a un dios pervertido y encantador.
En breve, se quedaron dormidos.
A la mañana siguiente, Santiago se despertó y comprobó que Isabel se había marchado. “Ni siquiera me ha dejado una nota de despedida”. Se dio una ducha caliente y se fue en pijama a la cocina a desayunar. Luego salió del ático e hizo unas compras sin olvidarse de pasar por el quiosco de la esquina para comprar la prensa local y nacional. Casi al mediodía, leyó los diarios en la cocina. No podía olvidarse de Isabel, y en ocasiones, levantaba la vista del periódico y contemplando cómo penetraba la luz gris de un día otoñal y lluvioso por la ventana, se preguntaba si volvería a verla.
Al dejar las lecturas, de súbito, su rostro pareció transformarse. Entonces, fue a su habitación y se cambió de ropa poniéndose un atuendo clásico, de aburrido funcionario, y luego se quitó las lentillas y se puso las lentes de pasta que sacó de un cajón del armario. Todo había cambiado.
Joan Jaume había vuelto.
10-5-2017