Oscar Wolf
El vampiro
La historia de mi vida es la historia de un vampiro; pero no la de un vampiro de leyenda o de literatura, me refiero a esos fieros hijos del príncipe de las tinieblas a los que hay que hacer frente con crucifijos y cabezas de ajo y clavarles una estaca en el corazón o exponerlos a la luz del día para que se pulvericen hasta convertirse en ceniza, sino la de un vampiro de verdad.
Procuraré ser breve, pero muy claro.
Padezco una extraña enfermedad desde mi más tierna infancia. El primer síntoma de mi anomalía asustó a mi madre. Yo no era más que un bebé. Esa noche, después de darme de pecho, mi madre me bajó los pantalones del pijama para asear mis partes más íntimas, y la pobre, al ver los trapitos impregnados de una orina roja como el vino, gritó y lloró muy asustada. Me llevaron corriendo al médico, que pese a sus conocimientos no supo diagnosticarme ninguna enfermedad. Esa enfermedad es muy poco común, pues a lo largo de mi vida no he conocido a nadie que la haya padecido, pero según unos libros científicos, me consta que hay gente que la padece. No es que orinara sangre, sino que mis aguas menores tenían una roja pigmentación fruto de mi prematura anomalía.
Entre las cuitas de mi madre fui creciendo junto a mis otros hermanos, mayores que yo. Yo era un chico paliducho y débil, y mi padre, desde muy pronto, empezó a mostrarme su rechazo. Según él, nunca valdría para trabajar las tierras de la hacienda.
Una tarde de domingo, cuando yo tenía cuatro años, entró en la casa con una bandeja de torrijas que compró a la tahonera. Todos los niños nos sentamos a la mesa del comedor. Él fue el encargado de hacer el reparto y tuve que conformarme con ver cómo mis tres hermanos devoraban las torrijas mientras yo roía, llorando en silencio, un mendrugo de pan. Algunos de mis hermanos también lloraron, pero sin dejar de tragar tan rico alimento.
Juan era el mayor, nació seis años antes de venir yo al mundo; lo seguían Paco y Damián, tres años menores que Juan y mellizos. Ellos eran fuertes y vigorosos. A medida que fueron creciendo llenaron de orgullo el corazón de mi padre. Yo era harina de otro costal, y de no ser por mi madre, el miserable hombre que era Sergio Benavente me hubiera matado a golpes. No recuerdo cuál fue la primera paliza que me propinó, pero si recuerdo casi todas las demás. El desgraciado no soportaba haber dejado mala descendencia; un zagal que meaba una orina roja como el vino tinto y cuya palidez le daba el aspecto de un espectro.
Cuando cumplí siete años, nos fuimos todos a bañarnos a una salina cercana a la hacienda. Era una mañana de agosto y el sofocante sol estuvo a punto de matarme, pues se me quemó toda la piel y me cubrí de dolorosas ampollas. Desde ese día, no he podido del sol del Mediterráneo. Mi extraña enfermedad es la causante de todo. Un año después, mis dientes tomaron un color sanguinolento y empecé a adelgazar. A veces me sangraban las encías y la sangre se me debilitó poniéndome más pachucho si aún cabe. Los especialistas coincidieron en que padecía anemia, pero nunca dieron con la chispa que prendía la mecha de ese flojera que me hacía notar temblores en las manos y provocaba que me pesaran los ojos como si fueran de metal. Como debe suponer, estimado lector, nunca pude ser un niño como los demás, pues no podía jugar juegos que requirieran ejercicio físico ni estar por el día, si lucía el sol, mucho rato en espacios abiertos. Además, poseía el aspecto de un monstruo y, a resultas, los niños de la villa huían de mí horrorizados. Mi madre lloraba desconsolada por ello.
La muerte de mi padre fue para mí una liberación. Nunca más sentiría sus correazos sobre mi paliducha piel, ni oiría sus voces e insultos ni sufriría, lo que me mortificaba, sus miradas despectivas, esas miradas de perro fiero que se tornaban burlonas cuando el muy miserable caía en la cuenta de mi miedo como si lo oliera. Sin embargo, en el entierro, mientras el sacerdote decía unos responsos, no fui capaz de contener el llanto. Los demás deudos, excepto mi madre, no derramaron ni una sola lágrima. Pensé que Dios también había hecho débil mi espíritu. Acongojado, junto a mis hermanos, lancé un puñado de guijos y tierra al ataúd. Posteriormente, el sepulturero, valiéndose de una pala, cubrió el féretro.
Por la noche del mismo día, después de una cena frugal, abracé a mi madre y le dije cuánto la quería.
–Pese a ser el más débil, eres el mejor de todos mis hijos –me confesó llorando.
Juan se enroló en la guerra de Cuba. El día de su partida hicimos una fiesta en la hacienda. Yo contaba catorce años. Los invitados bebían ponche casero en el porche cuando, de tanta emoción, sufrí un desvanecimiento. Me desperté completamente estragado, con el canto de los gallos. Había soñado que me retorcían el cuello con un garrote vil. Durante unos días viví espantado.
Leía y escribía. Con frecuencia visitaba la biblioteca entre cuyas estanterías cubiertas de libros, revistas y rimeros, aspirando un fuerte olor a papel viejo, me instruía y crecía personalmente en busca de la erudición. La familia tuvo entonces las mejores cosechas; fueron tiempos abundancia.
Una tarde de otoño, un militar se presentó en la hacienda. Nos trajo una mala noticia; el primogénito había muerto en la guerra de Cuba. Mi madre permaneció durante un mes en su habitación, sin apenas comer.
A los diecisiete años me trasladé a Madrid, donde estuve cinco años estudiando magisterio.
Al llegar a la hacienda sin ninguna carrera, mi madre atronó avergonzada.
–¿De qué ha servido el dinero que te mandaba para que compraras libros?
–La mayor parte del dinero no me la gasté en libros, sino en borracheras y mujeres.
Mi madre se pasó todo el día llorando. Por la noche, me aconsejó que trabajara llevando junto al contable las cuentas de la hacienda. Ese fue mi trabajo hasta que la policía me detuvo.
La noche de mi primer crimen el cielo tenía una luna inmensa. No había planeado nada, pero el azar se puso de mi parte, o mejor dicho, en mi contra. Había viajado a la capital por un asunto de negocios, y como la reunión se prolongó más de lo debido, tuve que hacer noche en una posada. Antes de recogerme, cené en un bodegón; la carne al unto me pareció un poco correosa, pero el vino de las cepas del terruño me satisfizo. Me encontraba muy mal, pues la flojedad de mi sangre había aumentado y eran constantes los desmayos y las jaquecas. Los fármacos no conseguían casi nada, pues únicamente paliaban los tormentos que padecía momentáneamente. Parecía un muerto viviente. Días antes leí un libro en el que su autor contaba que un reducido número de enfermos de tisis mataba a jóvenes mujeres para beber hasta la última gota de sangre de sus venas, pues la sangre humana los fortalecía durante unos días. Días antes leí eso. Aquella noche, después de la cena, tuve un mareo. El bodeguero me ofreció un vaso de manzanilla fresca y me dijo que no bebiera más vino. Le hice caso, y una hora después, completamente sobrio, salí a la calle. La luna llena flotaba en el cielo tapada por momentos por un velo de nubes mientras la brisa agitaba el follaje de los árboles y los tilos y me proporcionaba una bocanada de aire fresco que sentía en mis pulmones como un extraño elixir de la vida o la felicidad. Las calles estaban desiertas, apenas vi luces en algunas ventanas, los faroles de gas despedían una débil y titilante iluminación entre blanca y azul muy pálido. En cierto momento, aspiré el olor de la noche y tuve la impresión de que, en el fondo, no era tan desgraciado. Pero al recordar la historia de unos tísicos que mataban a jóvenes mujeres para beber su sangre, tuve la sensación de que se me nublaba el cerebro como golpeado por la furia de una despiadada tempestad. Anduve por las calles del centro en dirección a la posada donde me hospedaba cuando, de pronto, en la acera, vi a un hombre pegando a una muchacha. Me dirigí a ellos, alzando enérgicamente la voz.
–Parece mentira que un hombre tan bien plantado como usted le pegue a una dama. Si podría ser su padre.
El hombre, alto, delgado, ya entrado en años y con un aspecto sombrío, me miró con los ojos repletos de ira.
–Métase en sus asuntos.
–O cambia de actitud, o lo denuncio a la policía.
Y ahora, ese individuo, seguramente, de mal vivir, farfulló unas palabras y se alejó de mi primera víctima.
La muchacha, tras limpiarse el rostro de llanto, me sonrió agradecida. Luego me ofreció su mano. Yo la besé. Era una piel suave y pálida, llena de sensualidad. La moza tendría unos quince años. Su larga cabellera era de color zanahoria y sus ojos grises destilaban todos los secretos de la edad de la inocencia. Tenía un pecho voluptuoso y unos labios rojos como el mosto de las granadas. Al ver su cuello, blanco y esbelto, y el color sonrosado de sus mejillas, tuve un pensamiento lujurioso. Luego, al recordar esa historia de tísicos que tomaban la sangre de muchachas, me sentí turbado por una especie de hechizo.
–¿Dónde vives? –le pregunté.
–Cerca de aquí.
–Pues deja que te acompañe a tu casa –le dije excitado y nervioso–. No sea que vuelva a aparecer ese bribón.
Las calles seguían desiertas En una fuente cercana había un San José tallado en piedra que se había ennegrecido por el paso de los siglos con el rostro desportillado y serafines con sus arcos y sus flechas bañados en una pintura dorada que el paso del tiempo había desteñido. Aún recuerdo el incesante manar del agua, maná para las huertas de naranjos y otros cultivos del campo de Valencia, su fresca musicalidad rompiéndose dulcemente contra el duro mineral.
Tras unos segundos de silencio, la muchacha aceptó mi proposición:
–Sí, acompáñeme.
Súbitamente, experimenté una sensación abominable. Quería beberme su sangre.
–Es usted un buen hombre –me dijo.
Echamos andar y en breve nos incursionamos en un oscuro pasadizo iluminado por unas pocas lámparas de aceite que colgaban en el techo. Pese a sentir una tormenta de fuego en el corazón, tenía la mente serena. Dios me iba a repudiar toda la vida, pero en esos momentos en que el mal en su estado más puro me excitaba como nunca lo hubo hecho, eso era algo que apenas me importaba.
A mitad de trecho, me detuve, me encogí y me llevé la mano al costado izquierdo. La otra mano empuñaba un estilete que siempre llevaba encima por si tenía que defenderme de algún malhechor. Arrojé un gemido.
La muchacha se detuvo.
–¿Qué le ocurre?
–He sentido un pinchazo.
–Respire. Respire.
Me abracé a ella.
–¿Quiere que llame a un médico?
–No, ya se me pasa, vamos.
Dimos unos pasos y me detuve inmediatamente reanudar el paso y situarme sigilosamente tras su espalda. “Hace buena noche”. Fueron las últimas palabras de su vida, pues salté felinamente sobre su nuca y, mientras con una mano la agarré del cabello y le levanté la cabeza, con la que sujetaba el estilete le corté la garganta.
Su sangre me llenó de un misterioso poder, como la sangre de los tapires a los indígenas amazónicos o la de los leones a esos niños de la sabana africana que han cazado a una de esas fieras para convertirse en hombres y en guerreros.
El sabor del líquido rojo era salado y denso, y al alzar la cabeza, arrojé un rugido desgarrador.
Durantes los días posteriores a mi primer arrebato caníbal, me juré no dejarme influenciar por ningún tipo de código moral. Aunque tras tomar el alimento prohibido hallé cierta mejoría, poco a poco me fui debilitando. Necesitaba más sangre, y aunque me juré que nunca más lo volvería a hacer, dos semanas después de mi primer crimen, aprovechando que volví a Valencia, desde últimas horas de la tarde busqué con ahínco a mi siguiente víctima. A las diez de la noche, en una plaza, entre la espesa niebla, vi una forma de mujer en un banco. Me aproximé lleno de un extraño deseo; pero se trataba de una prostituta de unos treinta años que podía tener la sífilis y, por lo tanto, no formaba parte de mi menú. Decepcionado, abandoné la replaceta y me fui al paseo del río donde encontré parejas de novios y de amantes comiéndose a besos, pero a ninguna mujer solitaria. Volví a experimentar una gran decepción. A la media noche, en un callejón solitario, me topé con una muchacha joven; vendía ramos de violetas. Algo excitado y confuso, me aproximé a ella.
–¿Cómo te llamas? –le pregunté.
–Yolanda, ¿qué quiere, un ramo para regalárselo a su esposa?
–No estoy casado –vacilé durante unos segundos–. Lo que yo deseo es hacerte una proposición.
La muchacha, cuyos rasgos gitanos la asemejaban a la odalisca de un sultán, me miró con repugnancia dado mi aspecto.
–Usted dirá.
–Mi intención no es otra que la fornicar contigo.
La muchacha, escandalizada, me abofeteó sin piedad.
–Tengo mucho dinero –exclamé. Y saqué de mi bolsillo un manojo de billetes frescos–. Con esta cantidad podrías pasarte más de medio año sin trabajar.
Los ojos negros de la gitanilla se vieron inundados de avaricia.
–Quiero un poco más –me dijo antes de arrojar un soplido con los labios deformados.
Yo saqué mi cartera y extraje otro manojo de billetes. Se los ofrecí y la tomé de la mano.
–Iremos a la playa. Entiéndelo, no es conveniente que un hombre respetado como yo frecuenté contigo una pensión o una fonda.
Media hora más tarde, en la playa, Yolanda besó mis labios con algo de repugnancia. Luego, metió su lengua en mi boca y después, tras dar un saltito impulsada por la repugnancia que le provocaba, lentamente, se fue quitando el vestido. Tenía un cuerpo precioso, moreno y con delicadas curvas. Pese a estar todavía en el mes de marzo, no hacía helor. Recuerdo la brisa agitándole la negra melena. Luces de pesqueros en el mar que lentamente serían tragadas por la bruma.
–¿A qué espera, o quiere que le quite yo ese atuendo tan académico? –refunfuñó la gitanilla.
–Aún no –le dije.
Me acerqué a su cuerpo menudo y besé sus suaves dulces pechos medianos. Ella se rió con asco.
–Date la vuelta, quiero ver tu culo gitano –le dije con la voz entrecortada.
Ella se dio la vuelta. Cogí con fuerza su cabello y ella río, rió. Entonces, le levanté la cabeza y le corté el cuello. Luego, temblando, igual que un fumador de opio que tras varios días de abstinencias consigue su alimento oriental, me abismé a su cuello y chupé su sangre hasta quedar ahíto y embriagado. Con su cuerpo muerto entre mis brazos, como la otra vez, alcé la cabeza y rugí como una fiera del inframundo.
Teresa tenía catorce años. Era hija de un malabarista del circo Gran Sol. El circo estaba instalado en un barrio obrero de Valencia. La engañé cómo se engaña a un niño en la puerta del colegio. Le dije que tenía una perra Gran Danés que había parido una buena camada.
–Te puedes quedar los cachorros que desees, no puedo criarlos a todos y los voy a ahogar en una pila.
La moza, con lágrimas en los ojos, cogió con vehemencia mis manos.
–Me quedaré dos, un macho y una hembra.
El circo se hallaba en un solar y, su destino, más allá de la urbe, en un descampado desértico cubierto de matorral y rastrojos. De camino al abismo de los horrores la chica me dijo que nombre iba a ponerles a los perros. Era rolliza y hermosa; tenía unas ubres llenas y una mirada ingenua. Al llegar al descampado, se mostró un poco inquieta.
–¿Dónde están los cachorros? –me inquirió un poco atemorizada.
–Ahí mismo.
Le tomé la mano y la guie, bajo del cielo nocturno, a un bohío abandonado rodeado de palmeras en cuyo pequeño interior había dejado velas encendidas. Me llevé una mano al cinto y empuñé la daga.
–Pasa tú primero.
En el interior de ese miserable bohío no había nadie, ningún mendigo que pudiera haber entrado a cobijarse de la noche ni nadie por el estilo.
Actué como siempre, pero a la niña le dio tiempo a revolverse y a gritar. Me arañó la cara como una gatita salvaje. Mientras estuvimos forcejeando, tuve miedo de que alguien escuchara los gritos. Pero estábamos muy lejos de la civilización. Cuando me mordió la mano arrancando un trozo de carne, arrojé una lluvia de gritos y maldiciones. Le había pinchado el tórax un par de veces, y ahora, le clavé la daga en el corazón para que ella arrojara un débil gemido y, con los ojos abiertos, hinchara sus pechos como si le faltara el aire y se desplomara como un títere al que le cortan los hilos. Me puse encima de ella, con las rodillas clavadas en su pecho exuberante y bañado en sangre. Sus ojos verdes se fueron apagando hasta parecer de cristal. Aún estaba viva cuando le seccioné la yugular, pues una palmera de sangre salpicó de calor, un calor animal, y ardiente voluptuosidad mi rostro. Me abismé a su herida con avidez, y a medida que succionaba el alimento, iba creciendo en mi enloquecido corazón una excitación salvaje y primitiva. Al terminar, solté su cabecita, que cayó sin vida sobre los tablones de madera, y enloquecido por el sabor de la sangre, como hacía siempre, empezó el ritual de rugidos inhumanos.
A la noche siguiente, en mi casa, leí un artículo en el semanal que hablaba de la existencia de un vampiro en Valencia. Me apabullé. ¿Y si me descubrían?
Dos semanas después volví a matar. Esta vez, un viejo mendigo escuchó los gritos de una niña de quince años y vino al lugar del crimen, una caseta de vendimiadores abandonada. Yo estaba chupando la sangre de la muchacha cuando el viejo mendigo exhaló una exclamación de espanto. Me puse muy nervioso. El viejo, que además de estar tullido de una pierna era menudo y parecía ir medio borracho, salió gritando en busca de las autoridades y yo salí tras él con mi revolver, pues ahora llevaba encima un viejo Colt por si tenía que hacerle frente a algún malandrín. Como Cuando lo alcancé, le disparé a bocajarro. Una masa gris manchada de sangre salpicó mi rostro inhumano.
Había tomado una determinación: no saldría en busca de más sangre humana. En la hacienda, procuraba olvidarme de todo a base de un poco de trabajo, otro poco de erudición y otro poco de amor familiar. Los gemelos estaban casados y tenían hijos pequeños. Vivían en la hacienda. Mi madre, ya vieja, salía todos los atardeceres a las plantaciones y rezaba una oración. El futuro podía ser benevolente conmigo. Mi cuerpo, cuyo aspecto escalofriante apartaba de mi paso a todas las mujeres que se cruzaban en mi camino, dejó de mortificarme. Me había acostumbrado a ver un monstruo en el espejo.
Ya no tomaba sangre humana y me conformaba bebiendo la sangre de algunos animales de granja. Era insuficiente.
Durante los primeros días se escribieron muchos artículos a cerca del vampiro de Valencia. Corrían todo tipo de rumores. Con el paso de los meses, todos se olvidaron de mis hechos sangrientos y hallé un profundo alivio. Muchos días trabajaba hasta muy tarde, y cuando viajaba a la capital por asuntos de negocios, por las noches, en mi cuarto, me aferraba a una cruz para no volver a caer en esa sangrienta orgia maligna. La mala conciencia pesaba como una losa. Había matado a cuatro niñas, había obrado como un sádico monstruoso, pero al recordar el sabor intenso y ardiente de la sangre humana, suspiraba extasiado con ganas de rugir y rugir hasta quedarme exhausto. Mi fuerza de voluntad consiguió que guardase dos años de ayuno.
Mi madre enfermó de cáncer y murió poco después gimiendo de dolor. Me sentí solo en el mundo. Mis hermanos y yo lo heredamos todo. Los banqueros me rodeaban y me invitaban a fiestas privadas. Hice un viaje a Europa, compré más tierras y cultivé la melancolía. Pero todo era pura fachada; mi enfermedad me impedía ser un hombre como los demás; la anemia me fue devorando, la luz me trastornaba. Padecía mareos, infecciones hepáticas y taquicardias. Envejecía a pasos agigantados. Mi tez tomó un color cerúleo, mi cuello se cubrió de pellejos, mis labios incoloros siempre estaban secos y cortados, mis dientes de alimaña ennegrecieron y mis ojos amarillentos se tiñeron de sangre. Una noche, tras caer en la desesperación, me propuse volver a hacerlo. A la noche siguiente, montado en el pescante de un carro tirado por sendos caballos ibéricos, partí a Valencia sediento de juventud, de muerte y de sangre.
En menos de dos semanas, cometí dos crímenes. La prensa volvió a escribir sobre el vampiro de Valencia. Mis víctimas fueron Desire, una moza de dieciséis años, y Úrsula, de catorce. A ambas les di muerte en el carro. Antes de matar a Desire, a la que dormí con un potente narcótico, la penetré de un modo desesperado, como una fiera. Después de vaciarme en su interior, le rajé la yugular y me llené de su sangre creyendo, en mi locura, que me llenaba de su fuerza y de su alma. Me dormí sobre el cadáver, con mi frente apoyada en sus pechos ensangrentados. Luego me deshice de ella enterrándola en el monte. A Úrsula la maté como a las dos primeras y a la cuarta. Su sangre me rejuveneció.
Estaba planeando mi próximo crimen cuando la policía irrumpió en la hacienda y me detuvo. Yo, inmutable, acepté mi destino.
Dentro de unas horas, al amanecer, el garrote vil me destrozará el cuello del mismo modo que las manos rudas y poderosas de un granjero retuercen el pescuezo a una gallina. No experimento sensación alguna de miedo. Ni lamento que bajo las medias de Desire encontraran una fotografía mía.
–Antes de hacerme el amor y pagarme el dinero, dame algo tuyo. Será un recuerdo, eres muy feo –me dijo la muchacha antes de que la anestesiara con cloroformo.
Yo le di una vieja fotografía que saqué de la cartera y vi cómo se la metía bajo las medias, a la altura de la pantorrilla.
Debido a la turbación del crimen y el vino, me olvidé de ello.
Los guardias me trataron como a un asesino. Pero a causa de mi debilidad no me pegaron. Sé que, de alguna manera, mi presencia los horrorizaba. Para mi juicio renuncié a un licenciado; me declaré culpable de todos los delitos que se me imputaban. Fui condenado a muerte.
En la cárcel, mientras esperaba el día del juicio final, pensaba en mi madre y en los caminos que Dios me tiene deparados en el averno. Pasé por ratos de una tristeza desesperante. Era un miserable contable que esperaba impaciente que un aparato fabricado para retorcer el cuello de los condenados a muerte me alejara para siempre de un mundo que pudo haber sido maravilloso si hubiera nacido como los demás. Mi destino estuvo escrito antes de mi primer minuto de vida, estaba escrito en las estrellas, o en algún sitio. ¿Y ahora, qué tormentos me aguardaban? Aturullado, algunas noches, contemplando la luna a través de la tronera de la celda, lloré de miedo.
En el juicio me mostré con entereza, incluso fui un poco altanero. El magistrado me miraba con furor. Fue un juicio justo. Antes de que se dictase sentencia, tuve la última palabra. “Merezco la muerte, señoría, soy un monstruo cuya alma arderá en el infierno”.
Durante los días posteriores al juicio, mi vanidad se fue diluyendo. Vivía con otros criminales, los cuales mantenían conmigo cierta distancia. Mi simple presencia les repugnaba. Era un ser monstruoso para ellos. En la celda, en silencio, recordaba a mi madre; la imaginaba arrullándome en su regazo, o bañándome en la alberca con sus cantos de sirena. Luego recordaba mis crímenes, y espantado, cerraba los ojos y me dormía sufriendo pesadillas repletas de sangre, de gritos y de carne abierta. El pueblo iba a vengarse de mí, y yo no podía borrar de mi mente el rostro de esas niñas. Las veía en la grada, presenciando el juicio en silencio, desnudas y con la garganta rajada. A veces me despertaba en mitad de la madrugada gritando: “Mamá, mamá, yo no quise ser malo”.
A decir verdad, mi vida es la vida de un monstruo, de una bestia salvaje, de un vampiro cuyo corazón no será atravesado por ninguna estaca. Ahora, mientras respiro mis últimos minutos de vida, sólo pediría un deseo: “No volver de nuevo”.