José Mira Torregrosa
El jugador
…Visen, un provinciano menudo de cabellos secos y canos que tenía setenta años y un aspecto infame, mirada cansada y aliento aguardentoso, resollando y sudando bajo el sol de una tarde de mayo, caminaba con cierto apremio por una trocha. Después de la borrachera y el infortunio, las cosas de su cabeza parecían de otra manera, como un rompecabezas con las piezas desordenadas. “El juego es muy duro, muy duro”, mascullaba desazonado. ¡Maldita peregrinación hacia la penitencia! ¡Maldito mundo oscuro que caía por un abismo! Columbrando un peñascal cuya roca erosionada tenía vetas rosáceas y estrías y grietas provocadas por el hielo que se forma en las heladas de las largas noches de invierno, lamentaba la mala hora en que se abocó a esa mala existencia, y al bajar la vista al suelo, se daba cuenta de que era un auténtico fracasado.
Más adelante, ya en el camino de tierra, los soplos de templada brisa estaban impregnados del olor de los pinos que cubrían la ladera de la montaña y producían un susurro como de olas cansadas en los campos de trigo rubio. A cada instante, rutando y con las manos temblorosas, notando el sabor del aguardiente y la cerveza, Visen abominaba de su mala vida y entre matas de hinojo y cantueso, llegó al camino asfaltado. En las orillas había higueras secas con las ramas podridas debido a las abundantes lluvias de marzo y abril. Un mar de trigo cuajado se extendía hasta un lago cuyas aguas doradas a esas horas de la tarde semejaban calmas y balsámicas. Lomas de tonos ocres y montañas escarpadas en el horizonte. “El mundo es hermoso –se dijo entre dientes–, pero hay hombres como yo de espíritu muy feo”. Continuaba rezongando, embotado por el alcohol, apestando al humo de la zorrera, a borracho y a sudor de días, y mientras intentaba pensar en otras cosas, aún veía los naipes, los billetes, las copas llenas y vacías, la brasa de los cigarros, los nubarrones de humo, el verde tapete, ojos vidriosos y la avaricia del ser humano. En una parte de su cerebro todavía oía las voces de la timba, la música de fondo, las risas y las blasfemias. De vez en cuando sacaba un pañuelo de un bolsillo de su pantalón de tergal, se secaba el sudor de la frente y el rostro y se detenía en su penosa marcha, resollando, rutando cada vez más, con la boca más seca que el pedernal.
Cuando Visen oyó el motor de un coche pensó que debía parase en mitad del camino y pedir ayuda; pero no lo hizo y el automóvil pasó de largo, como a veces pasa de largo la vida, o como pasa de largo el diablo. “Maldita sea la hora en que naciste, Visen, maldita sea la hora en que te parieron”, dijo con voz estentórea. Había empezado bien, pero luego las cosas se le complicaron, y cuando las cosas se le complicaban, Visen perdía hasta el oremus. Ahora era tarde para lamentarse, sólo podía seguir andando hasta llegar a su casa, un primer piso de un edificio de barrio obrero donde tenía pensado pasar unos cuantos días encerrado como muestra de arrepentimiento. Antes de fallecer Sarita las cosas no eran así, pues sabía cuando le llegaba el momento de decir basta. “Hasta los burros saben cuando han bebido bastante agua”, le decía al resto de jugadores antes de quedarse sin blanca.
Pasados los campos de trigo, a medida que se acercaba al pueblo, cuya parte alta compuesta de estrechas calles en pendiente con casas bajas de paredes lechadas y grises y rojos tejados se podía ver desde esa parte del camino, la sensación de derrota se hacía más grande, como si una inmensa sima hubiere bajo su pecho. En cierto momento se sentó a descansar encima de una piedra que había en un recodo. En el bancal, se veían las deyecciones de algunos jabalíes que por la noche bajaban a comer a los cultivos, nidos en las copas de los manzanos y los almendros, la tierra labrada por hombres que en esta vida lo único que han hecho es trabajar y trabajar y trabajar. Visen se lamentó meneando la cabeza hacia los lados. Pocas cosas le quedaban, y de no ser por su hijo, Ulises, un muchacho de buen corazón muy aplicado en los estudios, en ese instante de fatalidad habría deseado que un viento helado lo hubiese barrido de este mundo.
Al cabo de un par de minutos siguió caminado preso de un cansancio demoledor, bajo un cielo que se apagaba como si fuese a oscurecer eternamente.
Ya cerca del pueblo, donde nada tenía que ver con el villorrio de donde venía, empezó a sentir un ligero alivio. En cuestión de poco tiempo podría lavarse, ponerse mudas limpias y acomodarse en un sillón para tomar una sopa caliente de ajo y cebolla, una rebanada de pan y tocino, vino y fruta. Luego vería la tele y fumaría tabaco cubano. Más de cien veces había intentado dejar de jugar, y más de cien veces había fracasado. “Mañana será otro día”, masculló contrariado.
Cuando minutos después caminaba por las calles del pueblo, ya había anochecido. La gente lo miraba –su barba cana de varios días, su pelo sucio y seco, su aspecto enfermizo y demacrado, su camisa arrugada y húmeda de sudor, sus ojos espantados –como quien mira a alguien que acaba de surgir de una huesa. Le seguían temblando las manos y se moría de sed, por lo que entró en un tabernucho donde se echó al coleto una cerveza fría que tuvo que fiar al dueño. Luego, en cuestión de minutos, llegó a su domicilio. Entró en el piso sin hacer ruido y ensimismado y sudoroso avanzó por el estrecho pasillo, y cuando cruzó el vano de la puerta que lo dejó en la salita, pudo ver a Ulises sentado en uno de los sillones. El chico, sobresaltado, saltó de su asiento como si estuviese infestado de alacranes.
–Pero, ¿dónde te habías metido? Hace dos días que no apareces por casa. ¡Dios mío, tienes un aspecto horrible¡
Visen quería que la tierra se lo tragara.
–Estuve jugando. Tuve que volver al pueblo andando.
Entonces, el chico se olió el desaguisado.
–Desgraciado, ¿y el Audi?
–Lo perdí en una mano –contestó el viejo jugador –. En una mala mano.
30-4- 2017