DOS RELATOS
Oscar Wolf
El sexto domingo sin Neri
I
No había trampa ni cartón, las cosas eran así y nada podía cambiarlas: la niebla, el mate recién hecho, el sabor de Neri en su boca.
O la guerrilla o la muerte.
Y cuando Neri quiso abandonar le partieron de un balazo el corazón.
Borja esperó algo de tiempo para vengarse del general. Y fue la paciencia, naturaleza que diferencia a unos hombres de otros, su mejor aliada.
Cuando la vio muerta sobre la plantación, quiso pegarse un tiro en la tapa de los sesos. El lugarteniente del general se reía como una hiena tras sus lentes oscuras. Borja supo enseguida que fue ese psicópata quien apretó el gatillo instigado por el general. Neri tenía los ojos abiertos y el cuerpo caliente como un pan. Le cerró los ojos, lloró sobre sus pechos y besó sus labios suntuosos por última vez.
–O la entierra ahora mismo, o se la comerán las alimañas –le dijo cínicamente Margot, el lugarteniente del general.
Y Borja quiso despacharlo allí mismo a machetazos; pero los guerrilleros lo hubieran acribillado y luego hubieran jugado al fútbol con su cabeza.
Habían trascurrido unas semanas desde la muerte de Neri la Negra. Para Borja fueron unos días espantosos. En cada alborada llevaba ya mucho tiempo despierto mascando hoja a la intemperie y bebiendo café negro. La hoja lo anestesiaba, le calma el dolor. Meses atrás, Borja había leído Romeo y Julieta. La Negra era la Julieta de las montañas, pero Borja sabía que a un hombre como él nunca lo dejarían ser Romeo.
–No sé para qué carajo lees ese libro del imperialismo británico –le decía a menudo Margot.
El general era un cabrón con menos corazón que una piedra. Muchos lo apodaban el Lobo, otros, la mayoría, lo llamaban el general. Tenía un rostro cetrino y virulento picado por la viruela.
Borja ya sabía como matarlos a él y a su lugarteniente. El general y su sicario siempre iban rodeados de escolta, siempre excepto los domingos de madrugada que era cuando sin compañía alguna montaban sendos caballos ibéricos por las plantaciones de coca. Aquel día era domingo. El sexto domingo sin Neri. Las plantaciones de coca eran extensas. Borja tenía veintidós años y estaba allí desde los catorce. La guerrilla era lo único que conocía. Y las armas. Y los tiroteos con la CIA y con los paramilitares pagados por los grandes empresarios de Colombia. Y las avionetas arrasando las plantaciones. Y plantar en otros bosques. Y las extorsiones. Y los secuestros. Y los mates hechos como en Puerto Príncipe. Y la niebla eterna de la montaña. Y el barro. Y el clamor del río. Y la lluvia. Y el pubis dulce y salado de Neri.
Borja esperaba el momento con ansiedad. El general y Margot encontrarían muerte por la noche.
En la orilla del río, Borja se mojaba bajo lluvia. Estaba mascando hoja de coca. Las nubes grises acariciaban con sus vientres hinchados el cenit de las montañas.
II
Llovía. Borja recordó cuando conoció a Nery en Quebrada. Fue la primera vez que salió de las montañas. Se enamoraron. Ella no tenía nada, nada, y él le ofreció el amor y la guerrilla.
La lluvia caía sobre el barrizal y las maracuyás. El cielo gris estaba duro como el mármol. Los soldados bebían agua de fuego en sus tiendas de campaña. La lluvia allí era de una desnudez inalcanzable en páramos o malecones. “El cielo es un edén, y las montañas de Colombia un paraíso lleno de demonios que matan”, murmuraba en ocasiones Neri la Negra bajo el cuerpo sudoroso de Borja.
Él le besaba los dulces pezones y el cuello.
Sólo ella y Borja sabían que estaba encinta. Y por ese motivo la Negra se quiso ir de las montañas, y por querer irse la asesinaron.
Los paramilitares seguían en sus tiendas, descifrando la voz de la lluvia.
“La lluvia cada día trae algo nuevo”, le dijo la Negra a Borja la última mañana de su vida.
Aquella frase retumbaba en la sesera del mulato como los crujidos de un alud. Él sólo esperaba que cayera la noche para matar al general y a Margot. Seguía mascando hoja. Los paramilitares hablaban armando barullo. Los cerdos gruñían en los corrales.
La cocada estaba almacenada en las cuadras y en los barracones. Los muleros trasportaban las sacas de hoja día y noche hacia el oeste, donde los químicos tenían la cocina para fabricar la pasta.
Ése iba a ser un buen año para el general.
En el lodazal, Margot se puso a destazar a un puerco con su machete. El animal chillaba escandalosamente. Un grupo de guerrilleros presenciaba el sacrificio.
Cuando Borja la enterró al pie de un árbol gigantesco, lloró por primera vez en su miserable vida. Como un ángel de oscura naturaleza, como un ángel caído, juró venganza.
En ocasiones, la Negra le hablaba a Borja de las alimañas de “Sendero Luminoso”. Ella era cubana, pero vivió en Perú con sus padres hasta que una noche los carroñeros de Sendero irrumpieron a la fuerza en la hacienda y la desfloraron siendo aún una niña. Después, ante sus ojos aterrorizados, mataron a sus padres.
III
Antes de todo, rezó por Neri. Luego abandonó su tienda y se dirigió a la plantación. En un repecho, detrás de una roca, agazapó su cuerpo como un jaguar. Había dejado de llover. Pasados unos minutos, al oír acercarse a los caballos, Borja pensó que Neri, pasara lo que pasara, lo esperaba en el más allá. Estaba ansioso; lleno de avidez notaba cómo le martilleaban las sienes. Había matado a otros hombres; pero nunca había experimentado hasta entonces deseo de matar. Creía que después de todo aquello, lo esperaba un final, por lo que experimentó una mezcla de asombro y curiosidad.
IV
Borja había matado al general y al cuervo Margot. Al general lo liquidó de un disparo de fusil y a Margot le cortó el cuello. Primero disparó por la espalda al perro cacique, y después, al encasquillársele el arma, corrió con todas sus fuerzas y saltó sobre Margot, que en el momento de la detonación caminaba junto a su caballo porque quería estirar las piernas un poco para luego en la huida trastrabillar, caer y levantarse aún aturdido por el pánico, para terminar cayendo los dos sobre la dura piel de la montaña. A su alrededor, la hoja emanaba un olor fresco y puro. En el forcejeo, Margot le arrancó media oreja de un mordisco y le rompió un dedo de la mano izquierda. Los caballos habían huido sobre la coca, bajo una luna que resplandecía en la plantación. Hubo un momento en el que Borja se vio perdido, pues Margot lo tenía cogido del cuello; pero el mulato, que era escurridizo como una trucha, se escabulló de las zarpas del matón y le golpeó el rostro con la rodilla. Margot se quedó noqueado y Borja lo degolló para que chillara como un marrano. El mulato estaba impregnado de sangre. Su resuello estaba acelerado. Miró la luna llena y le pareció un huevo de halcón. Estaba sudando a chorros. Se metió un puñado de hoja en la boca y se puso a mascar. Luego pensó una vez más que su vida sin Neri no tenía sentido. Buscó en el cinto de Margot, cogió el revolver y se puso el cañón en la sien, pero no disparó.
Oscar Wolf
En una ciudad de la India
Casas con la fachada de color azafrán en calles estrechas y sucias, tenderetes donde se venden higos y mangos o carnes especiadas y pescados sazonados o dulces de arroz, moscas y harapientos mendigos, plazas bajo cuyos árboles los ascetas se ponen en contacto con su Yo más profundo, voces y pitidos, un palanquín del color del oro abriéndose paso entre la ruidosa turba, mujeres dentro de variados saris de sutiles colores, encantadores de serpientes tocando la flauta para que los hermosos reptiles se yergan de los cestos de paja desteñida, hombres con barba y turbante hablando de negocios, bazares y ancianos en bicicleta, monos que gritando saltan de tejado en tejado, ciudad de castas y de brahamanes donde caminamos cogidos de la mano aspirando los aromas del amanecer mezclados con el denso olor de las aguas anaranjadas del Ganges en cuyas orillas, por las noches, a la luz del éter, nos amamos y tiramos pétalos de rosa a las aguas. Diría que me amas, que tus ojos brillan intensamente, que estalla la emoción en tu pecho cada vez que sientes en la piel de tu mano una de mis tontas caricias. Hemos huido de nuestra sociedad en busca del amor más puro. Tu piel huele como las flores y tus pasos caminan libres por el mundo. No miras atrás, la vida es el presente, caminar junto a mí por esas calles –donde el tiempo se detuvo– a alguna parte en concreto, a un bosquecillo de mangos o a los extensos campos de té. Vistes un sari del color de la luna, y al pensar que debajo están tus pechos, tu pubis, tu vientre de bailarina, tu alma, el deseo me sonroja. Me dices algo cariñoso, sonríes: “El pasado no vale nada, pero si volviéramos, ese pasado te haría llorar de nuevo”, repones en tono reflexivo. Un vendedor de sueños nos regala un higo que devoras llena de fruición, y al ver cómo el jugo de la dulce fruta humedece tus labios rojos, yo te beso hasta sentir que tu aliento me quema el corazón. Luego apoyas tu frente en mi pecho y buscas en breve mi cuello, y cuando lo besas, yo te apretó contra mi cuerpo con tanta fuerza que se te entrecorta la respiración, entonces, un gemido penetra en mi cerebro y la química termina por abrir todos mis sentidos. Te vuelvo a besar, tus labios tiemblan de excitación, tu boca sabe a fruta del bosque y leche y miel, estoy dentro de tu mente, acelerándote los latidos, buscado tu éxtasis, inmerso en una orgia de nobles sentimientos. Recuerdas de súbito cómo hacemos el amor bajo las estrellas, tendidos junto a los helechos sobre la fresca hierba a orillas del largo río sagrado, entregados el uno al otro como almas perdidas, como civilizados animales que saben que más allá de ese amor sólo puede existir la eternidad. Yo recuerdo las convulsiones de tu bajo vientre cada vez que alcanzas el orgasmo y los jugos de tu sexo, cómo respiras más deprisa, cómo se cierran tus ojos como si fueras a dormirte en mis brazos, cómo contienes una lluvia de gritos, cómo besas mi mentón varias veces y cómo me dices que me amas. Al dejar de evocar nuestra forma de amarnos, yo bajo lentamente la boca hasta tus senos medianos y beso ardientemente la tela que los cubre y tú suspiras: “Aquí no, hay mucha gente. Vayamos a los campos de té”. Aun loco de amor, aun preso en tu hechizo, en los campos de té procuro no parecer un desesperado. Te quitas el sari y las sandalias y yo me desnudo con apremio. Dejamos la ropa tirada por el suelo. El sol está cada vez más alto y la plantación de té verde, que emana un fresco aroma, se llena de una dulce claridad. Una suave brisa tibia golpea las plantas verdes que se extienden hasta las laderas de unas colinas cubiertas de una ondulante hierba y trae el olor, cálido y puro, de un bosquecillo de juncos. A lejos se ven los arrozales, y más a lo lejos, una gran urbe donde vive el Hombre moderno con sus valores capitalistas y sus normas. Finalmente, nos echamos en el campo y hacemos el amor bajo el duro sol del estío, creyendo sólo en nosotros, en nuestra infinita paz, en nuestra dulce renuncia.