De la mesa # 1, caté Domecq Manzanilla y Marqués de Arienzo Gran Reserva. Mientras vaciaba la copa en esta remota catarata, mis ojos, distorsionados por el abrumado cristal, atendían a la ondulación impecablemente estimulada por las cinturas de dos morenas que, vestidas de negro pasaron junto a mí, dejando una estela de perfumada sincronización. Empuñando la libreta de notas y la estrambótica pluma propiciadas al comienzo de la escalinata -voluminosa en su paralizado fluir, escueta en textura de monólogo impasible-, avancé hacia la mesa # 2; allí me esperaban Alto Cuevas Blanco, Campiño Tinto y Palacio del Conde Crianza. Probé los tres ceremoniosamente. Fungiendo como ayudante de una amiga eslovaca de la prensa había podido entrar en la Feria Anual de Vinos Castellanos, con sede en el renancentista Hotel Toledo. En lo que ella se dirigía a saludar a varios colegas inopinadamente surgidos yo abordé la mesa # 3 y me decidí por un Granbazán Albariño. La arquitectura del salón, refluido tablero de ajedrez, me condenó a sentirme una paupérrima ficha divina colocada en aquel cuadrado de mármol, extrañamente idéntico a una jaula cuyos barrotes invisibles se robustecían de aire viciado más por la vulgaridad del entorno que por el imprecativo alcohol de mis vivencias. Todos los bartenders son el mismo, único gran sacerdote de la ebriedad, me oí decir cuando llegaba a consumir lo prometido por la mesa # 4: Faustino I y Santana Viura. Observé la chimenea de proporciones delirantes y entonces mi atención fue distraida por las ingentes puertas suspendidas hacia la terraza; la brisa de inesperada dulzura agitó los cortinajes de mi supuesta alma al unísono con la sedosa pasión que condecoraba los translúcidos ventanales. Mi amiga, desde el otro extremo del salón y sumida en impreciso grupo, me indicó una breve seña, prometiendo reunirse pronto conmigo. Preocupado por la mesa # 5, la abordé para que mi paladar entrevistara, con discreta euforia, a un Torre Albeniz Reserva. Libreta y pluma a descansar en un bolsillo del saco. Durante mi estancia en las dos primeras mesas, la borrachera se iniciaba bajo las manifestaciones de una taquicardia rítmica y casi lúbrica. Tal efecto se mantuvo inalterable hasta enfrentar a Clos de Torribas Crianza, Pinord Chardonnay y Pinord Moscatel, ejemplares de la mesa # 6, a cuya diestra se detuvo una pelirroja sonriente, enfundada en blanco. Conversamos sobre budismo zen -no recuerdo por qué elegimos semejante tópico- y tras dos copas me entregó su tarjeta y se retiró; ignoro a dónde. Los humanos convocados en aquel circo de enajenado licor devenieron cuasi inexistentes para mí y el vino exacerbó en mí todo probable síntoma de criterio sentencioso. Procedí a tasar el cielorraso; las apabullantes lámparas caían sobre mí con la tersura insoportable que transita en el placer. Ya en la mesa # 7, mis sentidos dictaminaron, en acre voluptuosidad, que la esta boca desaforadamente abierta en pos del vino se tragaba todas las lámparas del salón con su bagaje de etílica cristalería. Incluso creí que cada pieza diáfana era una botella de vino en miniatura; miles de botellitas juguetonamente divergentes llovían sobre mi lengua, que sedienta a pesar de la catarata de sabores diversos, escabullida a través de mi estancia medular, sonaba como un granuloso cartón de lija al atrapar a Glorioso Reserva, Cosme Palacio Blanco y Peñascal Rojo. La eslovaca me alcanzó en la mesa # 8, donde ambos consumimos alborozados de Carlos I Brandy de Jerez Solera Gran Reserva, Gran Duque de Alba Brandy de Jerez Solera Gran Reserva y Lepanto Brandy de Jerez Solera Gran Reserva en auténtico festín de líquido consuelo. En la mesa # 9 encontré a mi amiga quien se quejó de mareos prematuros, retirándose con ejemplar equilibrio hacia el tocador. Considerando impropio desairar a un Castell de Vilarnau Semi-Seco y a un Cristalino Brut, disfruté ambos, haciendo descansar la copa sobre el humedecido mantel, lo que me provocó satisfacción inesperada; quizás la falsa promesa de lo inagotable. La mesa # 10 ofrecía un Gran Feudo Rosado, que bebí con afán de apresurarme a la siguiente; a la siguiente mesa o a la siguiente copa. La celeridad en el desplazamiento provocó un campanazo insoportable en las abovedadas paredes de mi cráneo engavetado y de ahí a los desprevenidos músculos. No obstante avancé hacia la mesa # 11, en la que, elegantemente, rendí honores a un Conde de Valdemar. Ocupé un diván cercano, permitiendo que el íntimo tañido amortigura sus ecos de un extremo al otro de mi occipital y de allí, a la disminución de su poderoso amasijo sonoro en el recuperado torso. Antes de salir a la terraza en busca de algunos excitantes refrigerios, visité la mesa # 12, ocupándome de Gran Feixes Blanc y La Gitana. De pronto, me pareció ver que una auténtica gitana descendía de la chimenea flotando en un humo coloreado de burgundy y se acercaba a mí con interminables pasos, me besaba con furia y succionaba mi boca hasta exprimirla como un buñuelo de ensalivada almíbar. Atrapado entre un velo de desiderátum negro y la interminable piel bronceada, mis labios diluíanse en la desconocida noche y la gitana me hacía subir con ella en un vértigo espantoso. Flotaba. Mi desarticulada cabeza me arrastró haciéndome caer de espaldas en una explosión de gelatinosa agua. Quizás era la mesa # 13, la que me ofreció Contino Crianza e Imperial Reserva. Abrí los ojos y vi, con bizco ademán, ante los míos, el rostro de la pelirroja y la terraza se cernió sobre nosotros. Le dije algo en una frase dizque vehículo para un trabalenguas depravado. Después de un rato volteóse con delicadeza, haciendo estremecer las caderas regocijadas por la exactitud del giro inalcanzable. Mi mano libre -olvidé cuál- alcanzó a palpar con inefable fruición una porción de su conmoción trasera y la vi pasar detrás de una columnata ajada, recordando que sus ojos portaban luz de verde derretido entre las llamas. Me orienté vacilante hacia la mesa # 14; Oro de Castilla y Tinto Arroyo Joven esperaban mi arribo para consolarme homeopáticamente de una borrachera acrecentada por el reciente desconcierto. La eslovaca regresó cuando me hallaba en la mesa # 15; solicitamos un Hacienda Monasterio y un Rueda Superior. Me senté en otro diván, éste, borroso en demasía, y miré al salón que crecía desmesurado, como en esas pesadillas en las que uno se aterra ante el espectro de la desintegración letal. Me levanté y escolté a mi acompañante hasta la mesa # 16; allí, en tanto ella conversaba con otra colega periodística, alta de cabello lacio y sonrisa inmanente a su palidez, yo me enfoscaba entre Lagar de Cervera Albariño, Barón de Oña y Viña Ardanza. Mezclando tragos, miré al salón con afán diverso; seguía igual de espeluznante con todas aquellas hormigas humanas bajo invariable algarabía. Un hipo eructante me reverberaba en el estómago y merodeaba inquieto en torno a mi garganta, por lo que me senté sudoroso. La eslovaca permaneció dialogando con la escuálida y yo, demolido, repté hacia el baño y me precipité en el último compartimento; apenas cerré la puerta el tronido del vómito, similar a la elástica lengua de un lagarto, pareció arrastrarme en su caída al pavoroso reino de la desesperanza. Sobreviví sentado en el cerrado toilet un eterno intervalo de veinte minutos, empapé mi cabeza bajo un martilleante grifo y aparecí en el mareado salón para proseguir mi recorrido ansioso hasta la mesa # 17. El salón está borracho, yo no. Ligeramente recuperado supuse que nunca había llegado a la terraza, por lo que me lancé en pos de la comida, no sin antes degustar prolijamente de Faustino Rivera Ulecia, Dob Fabian y Valconde. Afuera, un céfiro espléndido me golpeó cual frágil guante en la mejilla derecha y respiré profuso al sentir el retorno del temido mareo. El cielo, azul violáceo, con caprichos fijados en relieve de ventisca hermosa, manifestóse temible y cálido, distantemente alcoholizado en su inexplicable función cósmica. Es una noche hermosa, hoy no hay estrellas en ese pozo invertido. Incapaz de dilucidar las imágenes que roían mi mastuerzo pensamiento, vislumbré el lejano toldo del buffet. Impaciente abandoné la fila y proseguí mi ronda en busca de la mesa # 18. En el camino tropecé con una rubia que me derramó media copa encima; se empeñó en limpiar mi saco negro. Apenas se nota, no se preocupe. Como desagravio acompáñeme a donde voy, insistí risueño. Accedió y compartimos Prado Rey y Finca Luzón Merlot muy afablemente. La arrastré hasta la mesa # 19 y probamos El Coto Crianza y Juvenals Cabernet Sauvignon. Siempre que podían, mis brazos rodeaban sus blancos hombros y mis dedos se enredaban con torpeza encantadora bajo los rojos tirantes de su vestido seductor. Al bajar el trago ocasional y recibir su tarjeta, mi conturbada atención apuntó al vacío concentrado en la proa de mi nariz; de pronto descubrí que a pesar de seguir sumida en su conversación, la eslovaca me enviaba un telegrama de advertencia. La rubia se retiró, no sin escapar de un casto beso en una mejilla. La recrudecida jaqueca me empujó a pasar a la mesa # 20, en la que consumí un Aria Estate Brut. En la # 21 permanecí más de lo planeado gracias a Antonio Barbadillo Very Dry Manzanilla y a Ochoa Tempranillo Crianza. Furibundo intenté anotar sobre cada espécimen probado, pero los garabatos se tornaban dantescamente ininteligibles. La eslovaca me sorprendió al colocar una mano nimbada alrededor de mi adolorida cabeza y colocarme ante los tiritantes dientes una bandejilla de variados entremeses. ¡No sigas, es demasiado!, me sugirió. Imposible, debo llegar hasta la mesa final en esta cruzada alucinante, en este viacrucis inmolatorio, le espeté y la conduje hacia la mesa # 22 y, por ende, hacia Torre Fornelos Alabriño. La muchedumbre era ya un monstruoso tumulto de gritos y pastosa sensación de vorágine. Abordé pues la mesa # 23, para probar el De Soto Fino Ranchero, cuando mis pasos se tornaron densos; a pesar de ello, llegué a la mesa # 24, donde me esperaba un Marqués de Cáceres Gran Reserva, de diversas especificaciones: Antea, Blanco, Rosado, Satinela. Una queja silenciosa rugió en cada puerto de mis dispersos huesos, al creer que jamás llegaría a la mesa # 25: ¡Soy un náufrago! Intenté nadar con mayor furia, pero no llegaba a la mesa, hasta que me dejé ser con la fe del movimiento erróneamente considerado autónomo. Al arribar, me esperaban un Marqués del Puerto Blanco y un Roman Paladino Gran Reserva. Tras la última copa hice una graciosa genuflexión al marqués y reinicié mi agobiado itinerario. En la mesa # 26 enfrenté al Conde Osborne Brandy de Jerez Solera Gran Reserva, Osborne Amontillado Sherry y Montecillo Reserva, ya enojados por mi tardanza. Comprendí, tras dos horas de intoxicada caravana, que todos los vinos me sabían igual y así lo consigné en la libreta. Es que estás completamente borracho, dictaminó la eslovaca. ¡No es cierto! -le grité-. Esto tiene que ver con la integración del yo inferior con el yo superior. Todo es igual, o sea todo es! Busquemos la próxima mesa. Ya no puedo más, suspiró ella. ¡Sígueme!, la tomé de una mano y así llegamos a la mesa # 27, donde Tío Pepe Fino Sherry, nos recibió afectuoso. En la mesa # 28, el Viña Bosconia Reserva me provocó un chillido en los oídos. Encargué a la eslovaca de la mesa # 29, no sin rendirle homenaje a Fefiñanes Albariño y Lagar de Cervera Albariño, para viajar nuevamente al cuarto de baño. Nada sucedió, excepto por la aceleración de mis desconcertantes latidos durante minutos interminables. Permanecí estático; respiré con libertad completa y, ya fuera, evalué el salón. Aquel sitio de putrefactas sensaciones, se hacía más y más compacto, se abigarraba; todo ennegrecíase: mármol, ventanales, columnas, vidrios, gente. Llegamos a la mesa # 30 y topamos con el Cardenal Mendoza Brandy de Jerez Solera Gran Reserva, el Marqués de Riscal Rueda y Siglo Crianza. Vi entonces cómo aquellos prolijos manteles comenzaban a flotar heroicos, el majestuoso velamen nos rodeaba con delicada incitación y creciente empeño de felicidad. La sala entera era una gran cúpula de blanca oscilación, un galeón onírico, y las botellas flotando entre las blancas velas, iniciaron un periplo circular denominado comprensión universal, es decir amor. Nos sumergía el vino dadivoso y los colores se besaban integrados en arcoiris trepidante. ¡El gran diluvio se origina en la tierra! Nos vamos, exclamó la eslovaca. Un profundo rapto de alegría inundó mis arterias: ¡Sí, nos vamos, zarpemos en la nave del alcohol en pos de nuevas tierras de felicidad, de nuevos paraísos, con Dionisos como timonel! ¡Nos vamos! -repitió ella-. No me entiendes, están recogiendo todas las mesas. La tristeza golpeó mi frente con el insulto de lo temporal y abrí los ojos. Pueden llevarse lo que queda sobre las mesas, exclamaron varios edecanes en confusión unísona. De las cuatro restantes hice la siguiente selección: de la # 31, un Torre Oria Superior; de la # 32 Espejo Moscatel y Torremorón; de la # 33 Gran Coronas y Gran Viña Sol; y de la # 34 Ederra, La Vicalanda y Viña Pomal. La eslovaca cargó dos botellas, yo seis. Enfundé una en cada bolsillo del pantalón, dos en el saco, y atesoré dos más entre mis cálidos abrazos; porté, además, una copa de vino tinto, que derramé con majadero estrépito en la alfombra del auto de mi paciente amiga. Lo último que recuerdo de aquel evento deslumbrante es ver colocadas en fila, cual selectiva práctica de tiro al blanco, las espléndidas botellas sobre la meseta de mi cocina y cómo procedí a libar de cada una con despreocupación excelsa, mientras me oía lejano: No temas, todo fluye, todo fluye. Esa noche el insomnio no se atrevió a rondar el mástil de mis sueños. ¡Salud!
26 de agosto del 2006