Autor: Jose Mira Torregrosa Fuente: https://www.polseguera.com/writers/writing-543_el-libro-de-las-inmensidades.html El libro de las inmensidades ROY ELPASO   INMENSIDADES   PORTADA: Fabián Mira Pastor   AUTOR: Roy Elpaso (José Mira Torregrosa)   A Johancel.   Portada del libro   …Oscar Wolf estaba refugiado en una casa de tantas de una ciudad maldita cuyos niños buscaban casquillos de bala para coleccionar y en cuyos zocos y bazares las milicias leales al dictador enrolaban a adolescentes para que cambiaran los balones de fútbol por fusiles de asalto y lanzacohetes. Hacía mucho calor en esas tierras. Oscar pasaba en ocasiones más de dos días sin probar bocado, por lo que se le marcaba el costillar y tenía el aspecto demacrado. Un día estaba acostado en un jergón que había contra una pared, y en cierto momento, oyó cómo se abría la puerta y una mujer hizo acto de presencia en el cuarto. La fémina era una prostituta joven y árabe. –Te traigo agua, pan, higos y racimos de dátiles. Con esto, tienes para pasar un par de días. Oscar hizo mención de incorporarse, pero ella se opuso. –No te muevas, tiene que sanar tu esguince de tobillo. –Gracias, Fátima. La joven mujer caminó en su dirección con una cantimplora, se inclinó y le ofreció el recipiente. Oscar tomó la cantimplora de acero inoxidable forrada de verde terciopelo, desenroscó el tapón y dio dos tragos. Chasqueó con la lengua y luego dio tres sorbos más. Después enroscó el tapón, soltó la cantimplora y dejó caer su espalda sobre el jergón forrado de paja. El calor apretaba, el viento soplaba del desierto. –A mis cuarenta y siete años creo que me hago mayor para seguir siendo fotógrafo de guerra –le dijo a la mujer en inglés con su acento sueco. Fátima levantó la persiana de la ventanita. El fino cristal estaba cubierto por una capa de polvo. Había una mesa de madera empotrada contra una pared, una silla de asiento de paja al lado y el camastro en un rincón, donde Oscar se incorporó quedando sentado y sacó un chusco de pan de la bolsa de tela que la fulana le había dejado a sus pies. Empezó a roer el seco mendrugo despacio. Después de tragar cada bocado, arrojaba un suspiro, como si ese pan duro y amargo fuera pura ambrosía llovida del cielo. Oscar estaba asustado, de todos modos, sabía disimularlo ante Fátima. –Fátima, ¿y Mustafá? –preguntó con tono inquieto. –Sigue convaleciente y atiborrado de penicilina, pero pronto estará en forma. Él es más fuerte que la enfermedad infecciosa que contrajo hace unos días. Quizá aún puedas despedirte de él en persona. Y no te preocupes, me dijo que cuidara de ti hasta que llegue el día de tu partida y no te voy a dejar en la estacada. Los árabes no pueden fallarles a sus amigos. En el mundo occidental tenemos fama de cicateros, sin embargo, por un amigo somos capaces incluso de dar la vida. A lo lejos, resonaron disparos de fusil. –Por favor, cierra la ventana –dijo Oscar, y luego volvió a mordisquear el chusco de pan. Fátima cerró los postigos de la ventana. Hacía ocho días que se refugiaba en ese humilde hogar, propiedad de la prostituta. Tras esa semana de reposo absoluto había desaparecido casi por completo la inflamación de su tobillo izquierdo, pero aún le dolía un poco. En la frente su herida estaba cicatrizando. Ese hombre tenía las siete vidas del gato. Algo después, Fátima bajó la persiana y abandonó la habitación y la humilde casa. A la noche siguiente le llevó a Oscar, que había tomado asiento frente a la mesa, una bolsa de nueces, harira y dos botellas de vino. –Soy abstemio. –No he podido conseguir agua. Estas botellas se las saqué a un capitán de Logística. También te he traído nueces y harira. –Bueno, beberé vino, aunque... –¿Y el tobillo? –Mucho mejor. Había un velón encendido sobre el tablero de madera de pino. Oscar descorchó una de las botellas de vino tinto y dio un trago a morro para dejar la botella encima de la mesa. –Es un vino joven. Ya noto calor en el estómago. Falta de costumbre. –Raciónalo, y no pierdas la esperanza. Era una hembra hermosa, tenía la piel muy morena y unos ojos rasgados y negros que quemaban al mirar. Oscar dio otro tiento a la botella y con la punta del filo de su pequeña navaja de explorador empezó a abrir nueces y a devorarlas despacio. Fátima, en la penumbra, le habló de las últimas novedades del frente. –Los yihadistas están planeando nuevos atentados terroristas. Han llegado rumores de que Bin Nordin se oculta con ellos en esas abruptas montañas. Creen que planea algo que causará tanto dolor al mundo occidental como lo del 11-S. Es incluso más despiadado que lo fue Bin Laden. Por otro lado, si triunfa "el frente de liberación", las mujeres que sean supuestamente adúlteras serán lapidadas y las lesbianas y los homosexuales serán decapitados en una plaza pública. Oscar oyó los gemidos de la dulce puta. Era la primera vez que lloraba delante de él. –No, no, no, princesa. Venga, no llores más. Volverán los días de paz. –Nunca regresarán los tiempos de paz. Este país ha sido maldecido por Alá. Pero ya tengo planificada mi salida del país. Viajaré a Beirut... Al marcharse la fulana, Oscar cerró los ojos y contuvo el llanto. Luego, sentado a la mesa, con el rostro iluminado por el velón, dio un trago a la botella de vino. La graduación del elixir de Baco le trajo de vuelta algunos recuerdos. La muerte de Liz en una plaza de Basora durante la segunda guerra de Irak le rompió la vida y el alcohol terminó por sumirlo en el caos total. Noches muy largas, el hogar lleno de botellas vacías y envoltorios de comida asiática, la vida se le había ido a la mierda. Él, completamente ebrio, miraba sus fotos, las fotos de un amor convertido en recuerdos: el sabor a mar de su sexo, su voz a veces dulce como un canto de sirena, besos en las trincheras; recordaba los proyectos de esa mujer, los sueños que habían quedado sumergidos en el fondo de un mar silencioso y oscuro, su respiración al dormir a la luz del éter, y al final apuraba el vaso y se llenaba otro, y otro, y otro… Pero en breve recordó que tras tocar fondo, consiguió enderezar el rumbo. Oscar dio otro trago a la botella de vino. Era un superviviente, de todas maneras, esta vez tenía miedo. Esa noche no se había oído ni un solo disparo o detonación, por lo que podía pensar sintiendo menos angustia vital. Apestaba a sudor de semanas y su barba negra estaba muy poblada. Se le empezaban a marcar los pómulos en un rostro que, pese a la guerra, conservaba cierto grado de dulzura. Lo que más temía era que lo apresaran los yihadistas; lo torturarían, lo obligarían a ponerse un mono naranja, empezarían a grabar y lo decapitarían en nombre de Alá y "la guerra santa". Empezó a dolerle la cabeza y se tumbó boca abajo en el jergón, que olía a su sudor y a su miedo. Luego recordó lo acontecido el día que se lastimó el tobillo. Mustafá, un musulmán joven hijo de pastores, era su fuente local. Oscar trabajaba por su cuenta y luego vendía sus trabajos al mejor postor. Se trataba de uno de los fotógrafos más cotizados del mundo. Pero las cosas se habían puesto muy feas y quería salir pronto de allí. Las mafias locales sacaban a cambio de una cuantiosa suma de dinero y todo lo que tuviera mucho valor en el mercado a lugareños angustiados en autobuses que atravesaban por una carretera el desierto. Faltaba algo menos de un mes para una de estas diásporas y Mustafá y él ya habían negociado con las mafias locales y pagado el precio acordado. Solo tenía que resistir un poquito más, un poquito más. Hacía algo más de una semana, los dos amigos casi pierden la vida. La casa donde se guarecían se halla frente a una carretera de asfalto donde enfrente en el otro extremo se alza un ribazo de tierra árida que sube a un pequeño llano cubierto por algunos matojos secos donde en ocasiones pasan pastores que se dedican a la trashumancia con sus ganados de cabras. Por esa calzada no es extraño ver circular convoyes de las huestes del dictador. Y esa misma mañana Oscar estaba fumando, apoyado en la fachada frontal de la casa, mientras un convoy se acercaba por la carretera. Estaban ya tan cerca que los destellos del sol que despedían las lunas de los vehículos militares eran cegadores. El fotógrafo tiró la colilla al suelo y entró en la casa. Mustafá estaba en la cocina, se le oía cantar en lengua árabe. La casa tenía las paredes encaladas y el alto techo constaba de una moldura de yeso con travesaños de madera. No era una vivienda muy grande y en lugar de puertas interiores pusieron cortinas blancas. Antes de entrar en la cocina, el artista recordó que se había dejado la bolsa de tabaco de liar en una repisa de la ventana y volvió tras sus pasos. Ya frente a la puerta, inició con una mano la maniobra de girar el pomo, y de súbito, sintió una fuerte explosión y una violenta sacudida que lo elevó por los aires como si fuera una pluma desplazándolo varios metros. El costalazo fue seco y duro. La puerta, que también había salido despedida como si fuera de papel de fumar, le cayó encima. Le zumbaban los oídos y notaba una fuerte opresión en el pecho. Con todas sus fuerzas echó la puerta a un lado y empezó a toser. Se palpó la frente y al mirar su mano vio… sangre. Le dolía mucho el tobillo. En breve se incorporó y comprobó que no podía apoyar el pie izquierdo. Estaba aturdido; pero tras el boquete que había donde antes estuvo la puerta pudo ver un jeep envuelto en lenguas de fuego y entonces, muy suaves, casi imperceptiblemente, oyó los disparos y las explosiones viendo una serie de parpadeantes y pálidos destellos a la luz del día. Se encaminó envuelto en una nube de un polvo tan blanco como la harina a un armario con el fin de valerse de una de sus cámaras, pero apareció Mustafá, se puso frente a él y le dijo que no. –Una emboscada... Los yihadistas disparan a los militares con fusiles AK-47 y lanzacohetes desde lo alto del barranco. Echémonos al suelo. –Te he entendido al leer en tus labios. No oigo nada… solo un zumbido envolvente. Quita, voy a coger la cámara. –Espera, ya no se oyen disparos. Al cabo de un rato se asomaron –el fotógrafo, quien poco a poco estaba recuperando el sentido auditivo, con una cámara fotográfica– por el enorme boquete de la pared. Un camión y un jeep ardían devorados por las altas llamaradas, formando columnas de humo negro. Solo sufrieron cinco bajas mortales. Los heridos chillaban. Tras recordar echado en el catre que se había escapado por los pelos, se sentó en un taburete, se enjabonó la cara, puso un poquito de agua en una jofaina de metal y se rapó las secas barbas a navaja. Durante los días siguientes, Oscar procuró ser optimista, pues si todo transcurría bien, saldría de la ciudad maldita donde seguían sufriéndose una serie de atentados perpetrados por el fundamentalismo islámico mientras las tropas leales al dictador actuaban con mano de hierro para instaurar el orden. Al alba, resonaban los fusiles de los pelotones de fusilamiento en las ejecuciones sumarias y después los disparos de los revólveres en los famosamente llamados "tiros de gracia". Los ejecutados terminaban en fosas comunes, en zanjas que cavaban en las cunetas de las carreteras. Cuando faltaban solo dos días para la diáspora, Oscar ya empezó a ver una luz al fondo del túnel. Ese día durmió mucho por la tarde y antes de la caía del sol, debido a que tanto tiempo confinado entre cuatro paredes le empezaba a provocar una pequeña sensación de claustrofobia, salió a dar un paseo por la manzana. Vestía una chilaba y llevaba ajustado un turbante a la cabeza. Iba a regresar a la casa cuando vio… algo… una imagen muy dolorosa digna del comienzo de una Epopeya. Con el aliento entrecortado, al fijarse bien en ella, que parecía dormir un sueño eterno en mitad de la calle, vio a una virgen con leves quemaduras en el rostro, dulce como el de una muñequita rusa. Como tenía los labios secos y agrietados, vertió en su boca, que abrió con la otra mano, un chorro de agua de su cantimplora. "Wake up. Wake up", le dijo. Le vertió más agua, esta vez en la cara. Pero la bella durmiente no despertaba de su viaje a la luna. Fue la primera vez que vio a Mamen. Recuerdo que pasado más de un año desde entrevistar a Oscar en la primavera del 2015, en Barcelona, para escribir una novela de sus peripecias en Filipinas cuando el tifón Yolanda causó horror y devastación, una tarde lo llamé por teléfono. Nos mantuvimos desde entonces en contacto y hace poco compró una casa vieja del barrio Santa Bárbara de mi ciudad. Si venía era solo para pasar unos días; pero cuando vino este verano, me dijo que venía con Mamen –su mujer–, cinco años más joven que nosotros, a pasar una buena temporada. Cuando pasada la primera quincena de julio fui paseando a una heladería del centro donde habíamos quedado, nada más quitarme la mascarilla y sentarme con ellos a una mesa de la terraza, pedí a la joven camarera un helado de chocolate y un café con hielo. A ellos les habían servido café, pastas de té y agua mineral. –Oscar, no habrás vuelto a beber desde que no nos vemos –le comenté aún acalorado, y acto seguido me sequé con el dorso de una mano las gotas de sudor que se perlaban en mi frente. –No, amigo mío, el veneno ni probarlo. Mamen, a su lado, lo miró con una cómplice sonrisa. Hacía mucho calor, calima africana. En la terraza solo estábamos nosotros de clientes debido a que era muy temprano para llenarse las calles de gentío. Las mesas estaban en tropel, todas tenían sombrilla. En las mesas de la pizzería que había a la sombra de las moreras en el otro extremo del bulevar tampoco había clientela. La terraza de la taberna irlandesa de al lado de la pizzería tenía un toldo y en torno a sus mesas hombres de negocios trajeados bebían copas muy caras. La camarera me sirvió la copa de helado de chocolate y el café con hielo y yo di buena cuenta. Mientras Mamen y Oscar me relataban algunas de sus vivencias en países alzados en armas, yo los escuchaba sumido en el más absoluto silencio. Pasado un rato, marchamos donde ellos vivían. Las cuestas del casco antiguo son empinadas y el sol reverberaba en su asfalto. Al entrar en casa de mis amigos, nos quitamos la mascarilla y nos lavamos durante medio minuto las manos con agua y jabón. (Me encanta el olor del jabón). Luego subimos a la salita de la segunda planta. –Voy a poner a hervir té negro. Tardo solo unos minutos –dijo Oscar al cabo de cinco minutos, cuando el aire acondicionado ya nos había quitado de encima la sensación de tremendo calor. Los anfitriones bajaron a la cocina y yo me levanté del sillón y estiré las piernas por la salita. Primero examiné la pequeña biblioteca cuyo olor a papel es reconfortante para el alma. Hay una gran variedad de libros ordenados alfabéticamente y por género literario cuya joya es un "décima edición" del "Ulises" de James Joyce. También, sobre la cómoda, hay una pecera con casquillos de bala dentro. Saqué un casquillo y lo observé al trasluz de la ventana, tenía los chamuscados de la pólvora. ¿Dónde dispararían ese proyectil, en Sarajevo, en Chechenia, en Kosovo, en Sierra Leona, en algún mar de tórridas arenas afgano o iraquí? Armas. Fuego. Juguetes de matar. En la otra pared hay fotos colgadas de países en guerra: convoyes militares levantando el polvo en blancas carreteras de tierra, soldados parapetados en trincheras disparando sus fusiles, milicianos alzando el puño e izando estandartes a lo más alto, nidos de ametralladoras camufladas con follaje vomitando bocanadas de fuego y plomo ardiente, tanques por montañas, barrizales y desiertos, pozos petrolíferos en llamas, fragatas en el Golfo Pérsico disparando sus misiles... Después observé por la ventana. Un pueblo aletargado a la hora de la siesta. Quería salir de allí. En cuanto llegaron, Oscar me ofreció la infusión de un té negro importado de las misteriosas tierras de las llanuras centrales de China. –¿Dónde realizaste tu primer trabajo? –le pregunté con mirada analizadora. –En Srebrenica, Bosnia. Los serbios exterminaron a ocho mil varones musulmanes, los caídos, los shaed. Sus cadáveres flotaban podridos por las aguas frías y grises del río Drina –me respondió aún de pie. Mamen me comentó a los pocos segundos, sentada junto a Oscar en un sofá: –Como ya sabes, Oscar me salvó la vida. Así lo quiso el destino. La situación era muy tensa. El hambre y la muerte estaban presentes siempre. Se rumoreaba que en el mercado negro llegaban a vender carne humana de una serie de desamparados a quienes cazaban como a animales, tal como ocurrió hace varios siglos en una de las hambrunas que diezmaron Egipto. Siempre estabas en situación de alto riesgo, pues en cualquier momento un "mártir" podía hacerte saltar por los aires inmolándose con un cinturón de explosivos o un francotirador te podía volar la cabeza con un Garand de última generación. Tomamos el té y luego Oscar me invitó a subir a la ermita con el fin de estirar las piernas e inhalar el olor a pinos y a la tierra árida del barranco que mira hacia los altos muros, las copas de los cipreses y las cruces del cementerio, aunque opté por quedarme en la vivienda a resguardo de un sol abrasante. Mamen estaba preciosa, tenía el color de piel bronceado y vestía un short de color caqui y una camiseta blanca de propaganda de Coca-Cola. Ella estaba sentada en el sofá y yo en un sillón frente a sus ojos grandes con cierto toque oriental. –¿Y tus amiguitas las dominicanas? –Ahí vamos. Me comen a besos en las vídeollamadas. Amor online –luego lancé un doloroso suspiro–. Este virus es una pesadilla. Si aquí hay familias que se han quedado sin nada, imagínate allí… La gente más humilde no puede hacer la chiripa. –¡Qué me vas a decir que no sepa! Claro, con la cuarentena la gente no puede salir a hacer la chiripa. Y necesitan comer. –Sí, iban por las calles o las playas públicas partiendo cocos con un machete y vendían su agua o su carne a los turistas, vendían en núcleos urbanos muy concurridos ropa de segunda mano o alguna clase de comida casera, limpiaban en casas de dominicanos o extranjeros bien acomodados, etc. En los poblados de chabolas aún están peor que en las ciudades. El gobierno dominicano dona cheques de comida y gas butano a los más vulnerables, pero a menos de la mitad. –Y esta pandemia va para largo. –El Vaticano, la Banca, las grandes multinacionales, los gobiernos más ricos, ¿no van a hacer nada? –le pregunté a mi amiga. Mamen negó con la cabeza. –Veamos tele –le dije. Un día dijeron que los ríos volvían a ser azules. Comer, dormir, escribir, ver tele, leer buena literatura, divagar, escuchar música… Las ciudades eran silenciosas como cementerios indios. Tras el paso de unas semanas, por algunas metrópolis de todo el planeta empezaron a verse deambular en avenidas, calles emblemáticas, parques y bulevares toda clase de fieras salvajes como lobos, canguros, jabalíes, ciervos, renos, caballos, osos, monos, chacales, coyotes e incluso pumas y jaguares. Pasaron los días y el virus no cedía. Yo hacía planes de futuro… ¡Pero en casa sin poder salir, parecíamos peces en una pecera! Solo en los Estados Unidos ya había se habían registrado más de un millón de contagios y habían perecido más personas por Coronavirus que soldados cayeron muertos en la guerra de Vietnam. En edificios históricos y emblemáticos como el Capitolio hordas de republicanos fanáticos se manifestaban incluso portando armas de fuego semiautomáticas en contra de las restricciones de libertad mientras en calles y estaciones de Metro de barrios marginales como El Bronx o Queens seres humanos caían muertos de Coronavirus. En Europa: París, Madrid, Berlín, Moscú, Lisboa…, todo paralizado… Ya nadie tiraba monedas para pedir un deseo en la Fontana de Trevi. Ya no subían parejas de amantes al puente de los candados de París, Pont du Arts, sobre el río Sena, para sellar eternamente su amor... ¿Qué iba a ser de la dulce vida?... Mientras veíamos tele Mamen y yo, llegó Oscar con la frente cubierta de sudor. –¿Qué tal? Ha empezado a correr un poco de brisa, pero aún hace mucho calor. Hacia Levante se están formando nubes de tormenta –Oscar se dio cuenta de que tanto su mujer como yo reflejábamos una mezcla de preocupación, desesperanza y tristeza–. Eh, ¿qué os pasa? –Acaban de decir en la tele que en septiembre habrá una segunda ola de Coronavirus que recorrerá todo el mundo y que será mucho peor que la que ya hemos pasado –le dijo Mamen secamente. Al atardecer salí de la vetusta casa y paseando llegué a mi piso, un primero de un barrio residencial. No estaban mis padres, y ya cuando llegaron, la noche había refrescado en consecuencia a la brisa que soplaba de Levante, donde en su horizonte tras los edificios que se edificaron frente a la cuenca del río, se vislumbraban los relámpagos de una tormenta de verano. Pensé que quizá fuera conveniente escribir una especie de diario, sin embargo, el desgaste emocional que me ocasionaba la pandemia me había dejado sin fuerzas mentales para seguir enganchado a la literatura. Esa noche me rendí, del sueño de vivir de mis escritos, ya solo quedaba un gusto amargo. Quizá yo no fuera tan bueno como me pensaba, pues de todo cuanto había escrito en mi vida solo se salvaban de la quema unos poemarios simbolistas, algún artículo, un relato largo y mi novela "Haiyan". Recordé que en un pasado a veces escribía por la noche hasta que despuntaba un nuevo amanecer, incluso tomando café, alcohol y sustancias psicotrópicas en los años de ser adicto a la mala vida. Si iba muy colocado, ponía la cabeza bajo el grifo de la cocina y me bebía enseguida otro café fumándome un cigarrillo, y luego, otra vez a la lucha, a ofrendar enteramente mi corazón a la Bohemia. ¿Y todo para qué? ¿Qué buscaba yo? ¿Quién quería ser? El mundo está lleno de ilusos. Tantas horas de sacrificio y rituales creativos para nada… No obstante, en mi cama, a la luz de una lámpara, empecé a leer mi "Haiyan"…   HAIYAN (VOL. 1)   …En la segunda planta del bar Desire un grupo de hombres y mujeres convierten el miedo en dolor y danza. Las chicas son filipinas pequeñas y bajitas, de apariencia muy frágil, ojos rasgados y negros como piedrecitas de basalto y piel de color chocolate. (Cabe subrayar que en Las Bisayas Orientales la media de altura de los hombres es de un metro sesenta y tres centímetros y la de las mujeres de un metro cuarenta y nueve). Por el suelo hay alfombras orientales y contra la pared del fondo resalta sobre un fondo rojo la estatua mediana de un sagrado elefante tallada en piedra blanca sobre una columna de madera pintada; detrás de unos biombos chinos algunas parejas se desfogan; en una de las paredes se pueden observar una serie de abalorios de viejos lobos de mar y en la pared opuesta una camarera cariñosa sirve detrás de una barra americana tragos amargos, que ayudan a olvidar las penas. Oscar Wolf se asoma por las rendijas de una ventana. Los vientos aúllan y aúllan, las palmeras se inclinan como si quisieran besar el suelo, una cortina de lluvia se cierne sobre toda la isla, cae un poste de luz y saltan chispas. Al momento, crece la tensión mientras todos prestan atención a la radio. El locutor informa en inglés. "La agencia de meteorología filipina (PAGASA) ya ha advertido de la fuerza de los vientos del tifón Haiyan y ha alertado de posibles olas muy altas. Se calculan vientos de casi trescientos kilómetros por hora que se harán notar mucho más en Leyte y Samar. Varias zonas del archipiélago corren el riesgo de quedar incomunicadas por la fuerza destructiva del tifón…". "Malditos nativos, apenas hablan el castellano y no entonan bien el inglés, aunque mejor estas palabras en inglés basura que el idioma filipino y waray, no hay quien lo entienda", masculla el artista escandinavo ya sentado en uno de los confortables sofás de cuero de un rojo tan intenso como la sangre de un ciervo. Una chica de compañía joven de rasgos japoneses llamada Cameron le da besitos en una mejilla. Esta mujer rompe con el prototipo de mujer filipina, pues es esbelta y tiene la piel clara. Es la más bella y lozana del bar. Hay instantes después un apagón que deja toda la ciudad a oscuras, y Oscar, en la negrura, bebe vino tinto de las cepas de Burdeos a morro del gollete. Es una botella muy cara. Encienden lámparas de gas, y al rato, tras recostarle la espalda, Cameron besa suavemente, como a un recién nacido, en los labios a Oscar. Seguidamente, un sesentón orondo bebe sake a morro de una botella y luego, con la sonrisa de un pícaro, se va acercando despacito a ellos de puntillas, con los brazos en cruz. "Déjalo, niña, ven conmigo", le dice a la joven escort alzando la voz entre los gritos del viento. Pero Cameron lo mira de soslayo, y tras reír sardónicamente, se lame lasciva y lentamente los labios rojos y húmedos de carmín con la punta de la lengua. Minutos después, todos están al borde de padecer una crisis nerviosa, sin embargo, el hombre orondo, con la camisa desabotonada que deja a la vista un collar de conchas y carmín manchando su rostro sudoroso, arrugado y moreno, bebiendo más sake de la botella, baila con dos chicas. "El Haiyan arrasará mis cosechas de batata, mandioca y arroz y mañana seré un hombre arruinado; pero bailo de felicidad, sabéis, gatitas mías, bailo de felicidad porque sois cariñosas conmigo", dice gritando en una mezcla de euforia y dolor. Cameron, que viste una minifalda blanca de piel de ante y un corpiño rojo amapola con lentejuelas del color de la argenta, sin levantarse del sofá, durante unos segundos, interpreta la danza del vientre. –¿Sabes por qué me llamo Cameron? Oscar ha conseguido leer en sus labios, más dulces que la miel. –No. La muchacha sonríe con la inocencia de una niña. –Por Cameron Díaz. Quiero ser actriz. Mi nombre artístico será Cameron Manila. ¿Te gusta? Pero el fotógrafo lanza un fuerte soplido que no se oye. La vida no es nada… Al amanecer, Oscar camina de acá para allá frunciendo a menudo las cejas. Es alto y fuerte, moreno de pelo, tiene la espalda de un remero. Le duele la cabeza por la resaca y la ansiedad que le provoca estar allí metido mientras fuera todo ha salido volando como una ciudad de juguete le hace sentir que le falta aire en los pulmones. Pero al menos las lluvias y los enloquecidos vientos han desaparecido... Esa nube negra era cosa del mismísimo Lucifer. (Las olas se alejaron mar adentro varios kilómetros bajo la nube negra y los relámpagos. Miles, miles y miles de peces coleteaban y boqueaban sobre el lecho marino. Salían despedidas las palmeras que el tifón arrancaba desde sus raíces o las cabañas de los pescadores. Luego el tsunami: una columna formada por olas muy altas avanzando hacia la costa a gran velocidad y un estallido ensordecedor al llegar a tierra). Al cabo de unos minutos salen todos del edificio, necesitan aire fresco. Las paredes del bar de copas se han resquebrajado como cáscaras de huevo. El cielo está cubierto por una densa capa de grises nubarrones que avanzan velozmente desde el océano Pacífico donde hay mar picada y en su lejano horizonte apenas se puede distinguir una franja de brumas oscuras bajo la luz de los relámpagos de una descarga eléctrica. La calle es el caos total, todo está destruido… A vista de pájaro, volando bajo esa capa nubosa, los pilotos de los helicópteros y los observadores pueden divisar las ruinas de toda Tacloban extendiéndose desde el pie de las montañas, cuyas cimas están tapadas por un manto de grises nubes, hasta la bahía de San Cancabato y el canal de San Juanico, que separa las islas Leyte y Samar. Oscar, enfocando las casas destruidas y una serie de coches y carromatos de vendedores de cocos y mangos volcados o desguazados y disparando sin cesar, entre el ruido enervante de las sirenas y sintiendo sobre su cabeza el estruendo infernal de unos helicópteros de la policía y la Cruz Roja que vuelan a poca altura, se aleja del Desire dejando atrás una parte muy oscura de su vida. –¿Dónde vas? –le pregunta Cameron. –A mi casa. Ella ama a ese hombre y cree que el final del bar de copas será también el final de la nueva luz que ha brillado como una estrella en su triste corazón. Oscar se va dando cuenta de que toda la ciudad está totalmente devastada. La gente deambula de un lado a otro, pero no hay nada, solo destrucción. Llora solo quien no padece un estado de shock. Estos que sufren un shock emocional parecen narcotizados y pasan por delante de la cámara de Oscar como zombis. Más adelante, en un parque de atracciones convertido en desgracia, frente a una pequeña noria caída que parece un juguete roto, una joven filipina da el pecho a su bebé recién nacido. Oscar hace unas fotos… Son las imágenes de la esperanza. Al llegar a su casa, un bajo de un bloque de apartamentos, el fotógrafo comprueba que el edificio ha sufrido muchos daños y podría producirse un derrumbe, entonces se vale de todo cuanto necesita metiéndolo en la grande mochila y sale de allí cortando el viento. Mientras se aleja de su hogar con el agua y el barro cubriéndole hasta las rodillas por una calle llena de ruinas donde hasta hacía muy poco reinó la alegría, se da cuenta de que tendrán que pasar muchos años para que todo sea normal en Filipinas. Se trataba de un barrio tranquilo donde predominaban las viviendas de una o dos plantas habitado principalmente por pescadores y en un pasado no muy lejano también por buscadores de perlas. (Los buscadores de perlas bucean a pulmón a grandes profundidades en busca de ostras con la muy remota posibilidad de que dentro de alguna pueda haber una de estas piedras preciosas cuyo preciado nácar se forma al entrar un cuerpo extraño en el molusco, el cual desencadenará un proceso químico que cubrirá progresiva y lentamente esa partícula invasora de una mezcla de cristales de carbonato de calcio y conchiolina, una proteína. Como nota dramática, cabe decir que la mayoría de estos grandes buceadores se quedan ciegos antes de cumplir sesenta años porque la salinidad de las aguas del Pacífico les quema las retinas). En Tacloban tienen sus pertenencias más valiosas en la calle, frente a montones de escombros. Una señora de aspecto respetable toca un piano frente a su casa de la que ha volado el tejado. Oscar toma unas imágenes. Los llantos y las palabras de angustia se suceden por doquier. Pronto llegarán unidades de rescate, bomberos y zapadores sobre todo, para las tareas de rescate, desescombro y achique de agua. Los helicópteros siguen sobrevolando a poca altura ese trágico escenario donde hay zonas completamente inundadas. El fotógrafo hace un alto en el camino para tomar aire. Tiene pensado desplazarse a su embajada en cuanto sea posible. Sabe que muchos occidentales se han quedado allí atrapados, pasando en unas horas del siglo XXI a la Edad de Piedra. Mira en su bolsa de tabaco, le quedan hierbas para un cigarrillo, que lía de espaldas al viento y luego prende con un encendedor de gasolina. Saborea cada pipada como si fuera la última, mientras a su alrededor, la gente grita y llora acorralada por un cerco de ruinas. En la mochila guarda una reliquia, una botella de vino tinto de la Rioja, donde los vinicultores miman sus cepas como a bebés. Se muere por dar un par de tragos, pero finalmente lo que hace es sacar una cantimplora y beber agua. Está acostumbrado a vivir al límite, ese hombre ha llegado a comer gatos despellejados y serpientes y a chupar el rocío del alba en rocas. Por supuesto, saldrá también de ésa. Reanuda el paso y sigue disparando su cámara, y de pronto, una niña se le aparece en su camino, como un pajarito. Le enseña conteniendo el llanto una foto. "Iba con un carrito vendiendo bolitas de pescado y pasteles de arroz. Luego se fue, hace tiempo que no lo veo. Se llama Juan. Es mi hermano", le comenta en inglés con acento filipino. Pero Oscar observa la foto, niega con la cabeza y acelera el paso, solo que nada más doblar la esquina oye un grito de terror que proviene de la calle donde estaba la criatura, entonces, vuelve sobre sus pasos corriendo veloz como el viento, y ya en la calle aledaña, ve a un filipino joven y musculoso forcejear con María para terminar metiéndola tirando de uno de sus brazos, de modo que las punteras de los zapatitos de la niña se arrastran sobre el barro, en una especie de garaje que tiene parte del techo hundido sobre piezas y carrocerías de automóvil. Cuando el fotógrafo pasa a la cochera, el depredador ha tendido a su presa sobre una mesa metálica de taller y le está olisqueando como un lobo el cabello y dándole besitos en la frente y los párpados, pero al verlo se alarma y huye a toda prisa de allí por una ventana lateral profiriendo gritos y amenazas.   Oscar dejó de narrarme el relato de la catástrofe natural y, sinceramente, era cómo si me hubiera relatado el comienzo de una película de acción. Tomé aire y miré mi entorno… Eran las mesas y las sillas de cafetería más cool que jamás he visto. En la moldura de color coffee-late del techo colgaban sinuosas lámparas de delicados cristales dorados y en su centro, labradas en cristal, las hojas de una palmera cuando se observa a poca distancia de su cenit, de un color de oro, proyectaban una luz mágica, cálida y agradable. A un lado había ventanales que daban a una arboleda. El suelo era de maderas de color cacao y miel, y en el centro del café, ante un decorado de maderas nobles y luces cálidas, estaba la barra formando un anillo con adornos que semejaban engarces de minerales preciosos y de marfil. –Yo viví la noticia del tifón con consternación, como todo mi pueblo –le dije–. Los periodistas contabilizaban miles y miles de muertos y millones y millones en pérdidas. Sacaban imágenes del reino del caos. Ciudades enteras, de este a oeste y de sur a norte, convertidas en escombros, incluso con algunos barrios completamente inundados hasta el punto de parecer extensas lagunas de las que sobresalían los tejados de algunas viviendas o el campanario de un templo sagrado. Casi todos los canales recaudaron fondos pidiendo donaciones a su audiencia y el presidente del país puso de inmediato varios Airbus cargados de alimentos y medicinas rumbo a Filipinas. Pasados unos días, las palabras que resumían lo que le había tocado vivir al pueblo filipino eran hambre, muerte, dolor y miedo. –Tal vez ese tifón no lo creara la naturaleza, sino el diablo –se limitó a decirme el tipo duro. –¿Cuántos años me has dicho que tenía María? –le pregunté manifestando un gran interés. –Ocho. Sacó una foto del bolsillo de su camisa Lacoste y la cogí con una mano para levantarla frente a mi rostro y observar detalladamente. Una niña con tejanos y sudadera de piel morena como una gitanita, rostro en forma de óvalo, ojos orientales y un sombrero tradicional llamado salakot ajustado a su pequeñito cráneo. Tenía un vientrecillo de uva y sonreía a la cámara por no llorar con una serie tumbas recién cavadas al fondo en la ladera embarrada de un promontorio natural. –Una niña muy linda –le dije. Luego le devolví la foto, que tenía los bordes arrugados. –Era huérfana y su abuela no pudo sobrevivir a la nube negra. –El humanismo es tu valerosidad –le comenté. La música era otra, piezas de Bach fusionadas con jazz de mucha calidad. –Vayamos a la terraza de una cafetería que hay aquí cerca, en una calle aledaña también al estadio Camp Nou. Luego visitamos este descomunal campo de fútbol donde más de cien mil forofos gritan los goles de su mito Leo Messi, y sentados en la grada, te sigo contando las cosas. –Está bien, Oscar. Sabes, eres un tío de película. Habíamos tomado café en la terraza de un pub de clase y habíamos pagado la entrada para acceder al Camp Nou donde las butacas de las gradas tenían intercalados el color azul y el grana. El estadio es impresionante, una especie de psicodélico circo romano provisto de gradas muy altas donde ondeaban en lo más alto las banderas de los clubs que jugaban esa temporada de Liga de primera división. La primera bandera era la del FCB, que por esas fechas era el líder, hasta llegar a la del colista, el Rayo Vallecano. En el campo de juego se veía una alfombra de césped aún húmeda por el chubasco vespertino donde se entrenaban los jugadores del primer equipo. Leo Messi era el mejor. En la bocana de los vestuarios pude ver a mujeres y hombres de la prensa deportiva catalana, nacional e internacional, y en el banquillo local a ras de césped estaban los utilleros, un médico y los fisioterapeutas. El entrenador, un ex futbolista asturiano de mediana edad que militó en las filas del Barça llamado Luis Enrique, junto a su equipo técnico, detenía en ocasiones el partido entrenamiento y daba órdenes a sus muchachos tratando de corregir algunas cosas que no eran de su gusto. Sobre el estadio, algunas gaviotas atravesaron el cielo azul como el mar –Querido Jose, el fútbol, más que un deporte, es un espectáculo –me dijo sentado junto a mí en preferente. –Es un negocio, genera miles de millones en todo el globo terráqueo –le rebatí escrutando sus ojos. –En la Antigua Roma, el espectáculo eran los gladiadores. El lema del César de turno era el siguiente: "Para tener contento al pueblo, hay que darle pan y sangre". Ahora, el lema de los mandatarios europeos y de algunos países de América Latina es el siguiente: "Para tener contento al pueblo, hay que darle sueños hipotecados y fútbol". Reí gracias al ingenio del fotógrafo. Dispersos en las gradas, los pocos aficionados culés que pagaron tres euros por ver los entrenamientos daban suport a sus mitos, unos de los gladiadores más bien pagados de la era moderna. –Es asombroso, para esta gente que anima a sus ídolos solo existe este mundo civilizado, sin embargo, yo he tenido que sobrevivir en tierras hostiles donde sus pobladores eran capaces de matar por una rata despellejada o un vaso de agua. Esas palabras me llegaron al corazón como un disparo a bocajarro. –Curiosamente, las primeras guerras datan del Neolítico, justo cuando empezó a existir la propiedad privada –constató. Yo esbocé una mueca. –Por dinero y posesiones, los pueblos matan desde entonces –apostilló con tono grave. –¿Cómo se formó ese tifón? Quizá cruzara las puertas de las que escribió el gran Dante –le dije al aventurero para entrar en materia. Y él me narró los hechos. En un área de baja presión del Pacífico a unos cientos de kilómetros al este-sureste de Pohnpei, Micronesia, el 2 de noviembre del 2013, se fue gestando, como en la matriz del diablo, el tifón Haiyan. Se desplazaba hacia el oeste como una tormenta hasta que debido a las condiciones meteorológicas se originó una ciclo génesis tropical, desembocando al día siguiente en depresión tropical. A las 18:00 WTC del 5 de noviembre, lo que empezó siendo una tormenta tropical, ya se había convertido en tifón, y en las horas siguientes el Yolanda alcanzó la categoría 5 de súper tifón. El 7 de noviembre, en apenas unas horas, según la medición de los vientos, el súper tifón pasó de los 235 Kilómetros por hora a los 315 Kilómetros por hora y fue catalogado como el más intenso jamás registrado en cuanto a la velocidad de los vientos. Horas más tarde el Yolanda alcanzó su punto más álgido al tocar tierra en las islas Leyte y Samar. A partir de ahí, su fuerza destructiva se fue debilitando gradualmente para desembocar en el mar de la China Meridional y terminar muriendo en un área de Vietnam como en su inicio, como tormenta tropical. –No somos nada –le dije. Y a continuación, Oscar, tras cantar un gol de libre directo del astro rosarino Leo Messi, siguió relatándome la historia por donde la había dejado en el coqueto café del hotel cinco estrellas Princesa Sofía. Oscar, a medida que pasan los minutos, procura de todos los modos posibles que la niña se tranquilice, ya que la pobre tiene los nervios a flor de piel. Caminando presurosos por el caos, él le habla sacando a escena toda su psicología de hombre de acción y ella alza la mirada y lo mira de soslayo y le asiente de cuando en cuando para terminar rogándole como si se tratara de una especie de mantra: "Por favor, prométeme que encontraremos a mi hermano, prométeme que encontraremos a mi hermano, prométeme que encontraremos…". Oscar, sintiéndose muy triste, observa a cada minuto la foto del chico y luego contempla a su alrededor en su busca; pero Tacloban es un hervidero de filipinos de todas las edades y de todas las clases sociales atrapados entre toneladas de lodo, agua y ruinas. –Juan era un buen muchacho, ¡qué pena que se apartara de la senda del Bien! –dice María cada cierto tiempo. Las ambulancias y los vehículos policiales y militares hacen sonar cada vez en mayor número sus sirenas y a su paso donde las vías son accesibles salpican a la gente de agua o barro. Hay espacios infranqueables o completamente inundados. Los militares y el cuerpo de bomberos siguen sacando cadáveres y rescatando supervivientes de debajo de los sedimentos y los escombros donde los perros de las unidades caninas han olfateado algo. Soplan fuertes y racheados vientos y la humedad del ambiente se podría cortar con un cuchillo. En cierto momento, María coge el faldón de la camisa de lino blanco de Oscar, que dispara su cámara de carrete por doquier. –¿Por qué haces esto por mí? Oscar detiene el paso, se acuclilla frente a la niña y le besa una mejilla. –No puedo salvar a todos los niños, pero sí te puedo salvar a ti. Los labios de María componen una sonrisa más pura que el amor y Oscar se incorpora, la toma de una mano y reanudan la marcha. –Gracias. Entonces, ¿crees que lo encontraremos? –Sí, aunque tengamos que remover cielo y tierra. A veces toma tierra un helicóptero en los improvisados puestos de socorro de la Cruz Roja formados con grandes carpas como las de los circos. O una serie de zapadores filipinos, que son capaces de construir puentes en un tiempo récord, se incursionan como ratones entre las ruinas en busca de supervivientes… El equipo de buceo del ejército, entretanto, se bate con la muerte en las áreas inundadas. –Ni rastro de tu hermano. Le hemos mostrado la foto a todo el mundo y nadie lo ha visto, es la foto de un fantasma –dice Oscar pasado largo rato. María asiente un par de veces reflejando dolor, tristeza y ansiedad y a continuación siente brotar unas lágrimas más ardientes que la ginebra pura. –¿Y dónde podemos seguir buscando? –pregunta sumida en la más absoluta desesperación. –No te preocupes, buscaremos hasta en el fin del mundo. –Mi hermano no está muerto –ahora la niña grita alzando la mirada hacia sus ojos tristes–, no está muerto, no está muerto… –Tranquila, te aseguro que lo encontraremos, pero en estos momentos, antes de que anochezca, hay que buscar un refugio. Mañana reanudaremos la búsqueda. ¿Te acuerdas de la iglesia que hemos visto antes, la de los Redentores? Iremos allí, dormiremos bajo techo y hasta puede que nos den una sopita caliente y pan. Solo tenemos algo de fruta y salmón ahumado. Con la caída del sol, en las calles empiezan a encender entre ruinas fuegos en grandes cubos de metal, semejantes a los de las obras de construcción o a los que prenden algunos mendigos, yonquis y fumadores de crack en guetos urbanos. Ya solo se oyen sirenas. Algo después, en la iglesia de los Redentores, donde suenan cuchicheos, un joven capellán les saca de la sacristía unas raciones de pan y una botella de agua. Se sientan en el suelo cerca de un confesionario. La niña bebe agua y come pan mientras Oscar saca de la mochila el salmón ahumado y lo olisquea como un perro. –Mañana no será comestible. El duro aventurero se queda un filete de salmón y le da los tres restantes a María, quien tras roer el chusco de pan vorazmente, se come el pescado. Esa iglesia no es un prodigio arquitectónico como la iglesia Baclayon de Bohol que fue construida en el 1727 con rocas de coral extraídas del mar; pero al menos dormirán bajo techo en suelo sagrado, alejados de las maras y los demonios de la noche. No muy lejos de la iglesia de los Redentores, un hombre fuerte de rasgos japoneses camina con los pies descalzos hundidos en el barro donde personas de pie frente a sus hogares destruidos convierten la tragedia en una especie de rito ancestral en el que no faltan los cánticos, los rezos ni los fuegos que danzan bajo la noche. Se ha vuelto a levantar el viento. Nuestro hombre solo lleva unos slips y una camiseta de tirantes empapada de agua y sudor. Ve a su costado una mansión con un jardín que se ha quedado desnudo, y con el rabillo del ojo descubre en una de las ventanas de la segunda planta el movimiento de la luz de una linterna, entonces, tras abrírsele el apetito, da enormes zancadas para dirigirse a la mansión cuyas gruesas paredes han resistido el odio del Yolanda. La casa está sumida en la más absoluta y tétrica oscuridad. El hombre desconocido sube a tientas por las amplias escaleras del vestíbulo, luego entra en una fresca y grande habitación de la segunda planta y la luz de la linterna le enfoca el rostro. –¿Quién eres? –pregunta el inquilino en inglés oculto en la negrura. El hombre desconocido titubea, meneando la cabeza hacia ambos lados. –Mi inglés no es tan bueno como el tuyo. ¿Dónde aprendiste a pronunciar así? –Soy un joven estudiante de idiomas. Contesta, ¿quién eres? Te estoy apuntando con un revólver y te juro que si haces un movimiento extraño te vuelo la tapa de los sesos –le dice el hombre de la oscuridad ahora en filipino con una voz tan grave que retumba entre las paredes para que el intruso solloce de tal manera que parezca que se le parta en dos el corazón. –Soy un granjero, lo he perdido todo, mis tierras, a mi mujer y a mis hijos… Por favor, ayúdame, ten compasión de este pobre hombre joven y angustiado. El inquilino se cree esa historia. –Ven, acércate, te daré algo de comer. El hombre desconocido arroja un largo, fuerte y doloroso suspiro. –Estaría más tranquilo si dejaras de apuntarme con el hierro –dice con voz lastimosa y asustada. –No voy armado, era un farol por si tenías malas intenciones. Entonces el hombre desconocido se dirige hacia él para detenerse sonriendo con extrema frialdad ante la luz de la linterna. Luego arroja una serie de carcajadas metálicas, semejan las risas del diablo. –Te he mentido, no soy un granjero, soy… el demonio reencarnado en hombre. El penal sufrió muchos derrumbes y casi todos nos fugamos. Nos andan buscando... Pero no me encontrarán… jamás ¿Sabes a qué me dedicaba? Torturaba, violaba, exterminaba y cocinaba a niñas y a mujeres y lo grababa todo. Mis clientes de la red me llamaban "el monstruo". Aunque te confesaré una cosa, no lo hacía solo por dinero, sino también por puro placer y, cómo no, por mi afición a las recetas de cocina. La mano del joven universitario que sujeta la linterna está temblando y la luz baila en la sombra. El prófugo siente cómo se le hace la boca agua. –¿Hay carne? Necesito proteínas para fortalecer la masa muscular y el cerebro. –Lo…lo… siento, no hay… no hay carne, soy… vegano. –Te equivocas, sí que hay carne –le dice el hombre desconocido sin ningún tipo de emoción que parezca humana. El inquilino rompe a llorar ante el temblor de la luz de la linterna, que ilumina bailando el rostro feroz de la bestia. –No te… no te entiendo… de verdad… no… no te... entiendo... Entonces, con los ojos casi fuera de sus cuencas, el hombre desconocido se lame los dientes muy lentamente y luego da una serie de electrizantes y salivosas dentelladas antes de contestar: –Verás, llorón, la carne eres tú.   Me quedé flipado. Pronto caería la noche sobre la ciudad condal y los jugadores del FCB abandonaban el verde del campo de camino a los vestuarios. Oscar y yo salimos del descomunal estadio donde más de cien mil hooligans son los seres más felices del Universo cada vez que su equipo cosecha algún éxito importante o gana un título. Se hacía tarde. A la tarde siguiente continuaríamos la entrevista. Paseé de noche por Las Ramblas. Una verdadera y pequeña patria de Babel perteneciente a distintas etnias y clases sociales. Había quien ofrecía drogas a los turistas, vendedores de marroquinería africanos y de prendas de borra andinos, cigarreros haciendo negocio con cajetillas de pitillos americanos de contrabando, gitanas que leían el futuro según las líneas de la mano o el poso de una taza de café o vendían rosas y claveles, brujas haitianas celebrando rituales de amarres de amor, fulanas en minifalda de cuero y sostén con tacones altos haciendo la calle en las esquinas del antiguo barrio de las putas, pubs, clubs de ambiente, restaurantes, bares, tenderetes de hippies, puestos de comida rápida, carritos de helados, atracciones, guiñol y mimos que parecían una especie de payasos convertidos en verdaderas estatuas por la acción de un maléfico hechizo. Conseguí dormir de tirón hasta las nueve de la mañana. Nada más saltar de la cama, al abrir las contraventanas, me di cuenta de que hasta allí llegaba el olor de la brisa que soplaba del mar mezclado con un agradable aroma a geranios frescos. En las calles sonaban las flautas de los mendigos y el bullicio de los turistas. Me reconfortó la idea de haberme despertado en otra habitación, en otra ciudad, solo, lejos de todos, solo que al recordar a mi familia, llamé a mamá. Le dije que Oscar Wolf era muy distinto a todos los hombres que había conocido a lo largo de mi vida. Me di una ducha caliente que empañó el espejo de pared, y después de secarme la piel, no el cabello, salí del cuarto de baño, tomé mis ropas del espaldar de una silla de madera de roble y me vestí. Más tarde desayuné una tostada catalana, un zumo de naranja y un café con leche en una heladería y visité la galería de arte donde Oscar exponía sus impactantes imágenes. El Barrio Gótico conserva el pavimento adoquinado, como en la Edad Media. En su catedral de La Santa Cruz y Santa Eulalia me parecieron monstruosas las gárgolas de demonios con la boca abierta cuya finalidad fue verter aceite hirviendo cuando estallaba una revuelta entre la populi. La piedra que compone la construcción gótica es negruzca y solemne. La catedral, de la que se puso la primera piedra el 1 de mayo de 1298 bajo el reinado de Jaime II de Aragón, se asienta sobre una catedral paleocristiana que data del siglo IV y en el siglo X, tras la invasión del caudillo árabe Almanzor, fue convertida en un templo románico. La fachada frontal neogótica, sin embargo, no fue levantada hasta finales del siglo XIX para ser terminada en 1913. (Los dos pináculos laterales y el cimborrio central de setenta metros de altura le aportan al sagrado edificio un aire sobrio y mágico). Una gran variedad de los elementos decorativos hacen referencia a Santa Eulalia, mártir cristiana patrona de Barcelona, como vitrales, relieves, imágenes... Al mediodía me senté en un embarcadero del puerto deportivo… Zarpaban yates, veleros, motos de agua y lanchas hacia mar abierto… Volaban gaviotas. Comí en un bar de menús y a las cuatro de la tarde me presenté en el café del hotel Princesa Sofía. Oscar Wolf me esperaba. Contrariamente a la tarde anterior, había algunos clientes en la cafetería, pero conecté enseguida la grabadora. –Buenas tardes –le dije al tomar asiento frente a él, para una vez cara a cara, contener una sonrisa de afecto. –Buenas tardes. ¿Qué tal el día? –Bien, Barcelona es encantadora. –Sí, una ciudad estupenda. De empezar siendo una colonia romana a lo que es ahora, un icono de lo cosmopolita. A continuación Oscar le hizo una seña a la joven camarera uniformada con pantalón de tergal negro y camisa de seda granate. Pedimos lo mismo de la tarde anterior. Al cabo, tras dar el primer sorbo a la taza, Oscar me preguntó casi sonriente: –¿Has empezado a escribir tu Haiyan? –No, prefiero recabar antes toda la información. De todos modos, he empezado a diseñar un esquema. –Yo, en mi trabajo, nunca podía diseñar esquemas. Los esquemas no sirven de nada cuando en cualquier momento una mina terrestre te puede arrancar las piernas o un francotirador te puede agujerear la cabeza. Me había comentado aquello con tanta naturalidad que terminé sacando la conclusión de que ese tipo duro no jugaba en mi liga, no era de mi mundo. –¿Y en qué trabajas además de ser escritor? –Estoy en el paro y vivo con mis padres. Sabes, me gustaría ser tú. –Has visto muchas películas americanas –rió irónicamente. –Puede ser. –Pero en las guerras, la sangre y los muertos son reales. –¿Te has arrepentido alguna vez de elegir un oficio tan duro? –Alguna vez. Dimos unos sorbitos a las tazas, cruzando como siempre nuestras miradas. –Cuando hacía las fotos en Tacloban, lo hacía sin trazarme ningún objetivo, simplemente, disparaba una y otra vez sin pensar en nada. –Cuéntame algunas anécdotas que se te puedan haber escapado en las grabaciones anteriores.   Horas antes de que el tifón llegara a la isla, bajo una lluvia intensa y descargas eléctricas, hubo evacuaciones masivas de población que habitaba en las laderas de las montañas y en el litoral. A los más vulnerables los transportaban en camiones del ejército, y los otros partieron en una especie de éxodo por caminos y carreteras, como pasa en las guerras. (En el éxodo de Málaga durante la guerra civil los artilleros de la Luftwaffe ametrallaron incluso a población civil). Se calcula que en Filipinas el tifón acabó con la vida de diez mil personas, aunque la Cruz Roja estimó que hubo más de veinte mil desaparecidos. El tsunami causó tantos muertos como lo hicieron los vientos. Unos controladores aéreos del aeropuerto Daniel Z. Romuáldez vieron llegar a la bestia del océano: una columna de olas de varios metros de altura que rompieron los ventanales y las paredes de cristal en el impresionante impacto y llegaron a inundar el segundo piso. Al día siguiente, se inició pronto una evacuación en ultramodernas aeronaves Hércules del ejército estadounidense de algunos damnificados, sobre todo heridos, mujeres y niños que se pasaron días a la intemperie esperando agónicamente su turno. Algunos convoyes militares transportaban y repartían agua y alimentos y bandas organizadas como El ejército Nuevo del Pueblo, New People's Army, eran los responsables de la mayoría de los saqueos e incluso asaltaron convoyes cargados de víveres, que estaban siendo muy bien custodiados por militares armados hasta los dientes. Cabe decir que un corresponsal de la BBC llegó a catalogar la "zona cero" de Filipinas como "zona de guerra". Tras el paso del Yolanda por las Bisayas Orientales casi dos millones de personas se quedaron sin hogar y hubo unos seiscientos mil desplazamientos. Se calcula que Filipinas sufrió pérdidas valoradas en unos catorce mil millones de dólares. –Vale, sigue con la historia, ¿qué pasó después? María parece dormir acurrucada y Oscar recuerda una parte traumática de su vida. Lleva su cámara Nikon digital colgada al hombro. Junto a él está Liz, una fotógrafa joven de pelo moreno que viste tejanos y una camisa a cuadros. –En pasar unos días más empezaremos una nueva vida y compraremos un rancho en Utah –le dice a su chica. –Sí, adiós Mesopotamia. El calor aprieta de lo lindo. Hacen fotos a unos niños que los rodean con la palma extendida pidiéndoles algunos dinares o chocolatinas; pero de súbito, en el otro extremo de la plaza ha surgido un enjambre de varios musulmanes que despliegan pancartas y queman banderas de los Estados Unidos rodeando a una patrulla de Marines, quienes de modos pacíficos intentan que no se desmadre la cosa. Liz y Oscar se quitan a los niños de encima y buscan el mejor ángulo para disparar sus cámaras. Liz se está acercando demasiado… demasiado. Al verse acorralados, los militares disparan al aire y acto seguido, gritando enloquecidos, los musulmanes corren en estampida. El griterío se aleja cada vez más; pero resuena otro pistoletazo y Liz siente cómo le tiemblan las piernas y, tras llevarse la mano al lado derecho del abdomen por puro instinto, se deja suavemente caer al suelo de costado y se encoge como un feto. Está muy jodida, tiene una mancha de sangre muy grande que empapa su camisa en la zona hepática y la tez sudorosa y pálida. Oscar la ha visto caer. Un soldado ha vaciado el cargador de su pistola reglamentaria sobre el pecho de un fundamentalista que mientras cae antes de morir dispara su pistola al cielo y grita con todas sus fuerzas en su idioma que Alá es grande. Al punto, Oscar, desesperado, se pone en cuclillas y presiona con un pañuelo la herida que sangra a mares en el costado derecho de Liz. –La sangre es muy oscura. La bala me ha destrozado el hígado. No tardaré en morir. –No te vas a morir. Resiste, resiste –le dice Oscar con voz rota. –¿Que no lo ves? Ya estoy muerta. Los integrantes del cuerpo de los Marine han acordonado la zona y hacen un barrido apuntando en todas direcciones con sus fusiles de asalto M-16, sus subfusiles MP-5 y sus pistolas. Llaman a una ambulancia. –Haced algo, hijos de puta –dice arrojando un grito de rabia Oscar. –No hay nada que podamos hacer –comenta en tono grave el Sargento Mayor ajustándose el casco cubierto de tonos de color arena. La boca de Liz segrega unas burbujas de baba rojiza que explotan salpicando su rostro, cada vez más pálido y sudoroso. Oscar le limpia los labios y el mentón con la palma de una mano y la besa como si en realidad ése fuera el último beso sobre la faz de la Tierra. –Te amo, fotógrafo sueco. Oscar la besa de nuevo, manchándose los labios de sangre. Luego la mira sintiendo temblar de dolor todo su cuerpo. Está muerta, en sus brazos; tiene los ojos abiertos, aún llenos de amor. Para él, morir en ese momento junto a ella, sería un acto de infinita pureza. Las velas y los cirios crean un intenso resplandor en el altar, donde se derrama un fuerte aroma a incienso, mirra, maderas, flores frescas y cera derretida. Bajo la imagen de un Cristo crucificado, hay retratos de desaparecidos rodeados de flores que se han debido de ofrendar con rezos y plegarias en las misas. Hay quien dice haber visto llorar a la virgen María. Oscar sigue con la espalda recostada contra la pared, muy deprimido, notando una inmensa sensación de soledad y abandono interior tras recordar la muerte de Liz en una plaza de Basora. Da un buen trago a la botella de vino Rioja. Y tan de pronto María alza la cabeza como un polluelo en busca de la carnaza y sonríe mostrando su blanca dentadura con alguna mella porque se le están cayendo los dientes de leche, el corazón del fotógrafo calma ligeramente su dolor, su embriaguez y su angustia. –El alcohol no es bueno. ¿Por qué bebes tanto? Oscar parece enojarse en un segundo y bruscamente le cambia el semblante hasta parecer un hombre bruto. –Anda, niña, vuélvete a dormir, y no hagas tantas preguntas. –No estaba dormida. Me preocupas. Te he oído hablar solo. ¿Quién es Liz? De súbito, Oscar se derrumba, pero al punto sus ojos tristes miran con ternura los ojos de la niña. –Liz está muerta, pero aún la quiero. Hablemos flojito, como si estuviéramos en una biblioteca. La gente duerme –se lleva un dedo índice a los labios. La chica, sentada en el suelo como una india, suspira fuertemente. –Estás enamorado de un fantasma. Por eso bebes tanto. ¿Verdad? El fotógrafo gruñe al sentirse como una fiera acorralada y de muy mal humor farfulla unas palabras en su idioma natal, pero María se acerca a él y se ovilla en su regazo. Él, a la luz de las velas, le acaricia el cabello. Los dos arrojan unas suaves carcajadas. –Cuando murió Liz dejé de creer en el ser humano. No me culpes por ello, la gente, en ocasiones, cuando pierde a un ser muy amado, se deja llevar por una especie de inercia hacia una nueva forma de vida. Algunos, como el cantante Eric Clapton, focalizan su existencia hacia la paz interior. Otros, en cambio, empiezan a dar tumbos por un mundo oscuro. Eso me pasó cuando perdí a Liz. Dejé de trabajar, empecé a beber y a jugar en timbas, ya no creía en el ser humano, pues fue el ser humano quien me la arrebató de un disparo en una guerra absurda, como todas las guerras. Y sabes, cuando te vi indefensa, volví de nuevo a creer en el prójimo y me dije que tenía que salvarte. Ahora, daría mi corazón por ti. María rompe en llantos en brazos del fotógrafo, quien notando el aliento y las lágrimas de la niña en su cuello, pone el corcho a la botella de vino y la aparta de su espacio vital haciéndola rodar por el suelo de piedra con la puntera de una bota. –Ya he bebido bastante. No más dolor de cabeza por la mañana al despertar. –¿Crees que hay futuro para la isla de Leyte? –le pregunta la chica en voz bajita. –Sí, claro que sí, cariño mío, Tacloban está destruida, pero no derrotada –le susurra. –¿Por qué Dios permite que pasen estas cosas? –Porque Dios tampoco es perfecto. Nadie es perfecto, nadie –le dice tan suavecito que ella entiende al haber leído en sus labios. –Tú eres perfecto para mí –le dice ahora la pequeñuela con su tono de voz normal. –No te creas, cuando me miro por dentro veo a un hombre como los demás. Aunque he de reconocer que mis experiencias me han revelado uno de los más importantes secretos. –A medida que se expresa va subiendo el tono de voz hasta hablar con total naturalidad–. Te explico. He visto muchas guerras en las que la gente se mataba por dominar una colina o tomar una ciudad o aldea; se cometían saqueos, violaciones y crímenes de guerra, contra la humanidad y de lesa humanidad. Pese a lo duro de la realidad, he de admitir que durante aquellos años de trabajo llegué a aprender que solo el amor puede salvar a las personas. Necesitamos amor, que caigan miles y miles de bombas atómicas de amor en todos los confines de la Tierra. A María le gusta escucharlo, pero de súbito su rostro menudo y moreno languidece. –¡Mi pobre hermano! ¿Qué le habrá pasado? La niña ahoga su llanto. –Intenta dormir. Mañana encontraremos a Juan. Tras un sueño de chicas cariñosas, copas y playas de arenas doradas y aguas verde esmeralda, Oscar regresa a la realidad: Tacloban es un mar de llanto y ruinas. María, que rezaba con unos feligreses, se acerca al fotógrafo y le da un tirón de orejas. –Levanta, tipo duro, ya están dando el desayuno. Oscar se quita la manta de encima de las piernas, se incorpora y junto a María hace cola para coger el desayuno. Cuando les llega el turno, les dan sendas escudillas con un puñado de arroz hervido a cada uno y leche hirviendo en una taza. También agua potable. Desayunan en el más completo silencio mientras un sacerdote con casulla habla para sus feligreses. En esos momentos, un grupo de voluntarios cristianos, muy bien escoltados por un buen número de policías militares, descargan de un camión, cuyo remolque está cubierto por una lona, grandes cajas de madera llenas de agua y alimentos y las van metiendo en el templo para llevarlas a un almacén. En días venideros, esa iglesia no se conformará tan solo con abastecer de comida y agua a los refugiados que allí se hallan, sino que también sus voluntarios harán una serie de rutas peligrosas con escolta para llevar alimentos a personas que se han quedado desamparadas, sin techo, sin alimentos que llevarse a la boca y sin nada en los bolsillos. Ante el dolor, la mejor manera es la piedad. También, militares del ejército enviarán a esa iglesia cuerpos de guardia y… la primera bala no será de fogueo. Oscar, al terminar con el desayuno, lame el fondo de la escudilla sintiendo una gran preocupación mientras María observa el rostro triste de sus convecinos. –En marcha, continuemos la búsqueda –apremia el tipo duro. Pasado un tiempo, Oscar empieza a creer que nunca encontrarán al muchacho que tan afanosamente buscan entre ruinas. No quiere ser pesimista, pero la realidad lo supera. Durante más de cuatro horas le enseñan la foto a todo el mundo, pero todos niegan con la cabeza. María llora al fin y Oscar la sujeta por los hombros. –No está muerto –solloza la niña sintiendo que se le rompe el alma. –María, lo siento. Hago todo lo que puedo. La chica se libera de sus fuertes brazos y galopa y galopa con los ojos cegados por el llanto, pero el fotógrafo la alcanza enseguida. Junto a ellos pasan unos niños semidesnudos, descalzos, sucios y famélicos. –Tengo hambre –dice ella. Minutos después, ante sus ojos tienen unas imágenes surrealistas… Son barcos encallados en las calles, como si hubiesen navegado sobre esa superficie de sedimentos y cascotes, con los cascos aún salpicados de algas y salitre, majestuosos en el mar de ruinas. Algunos lugareños cuentan que los vieron adentrarse a la luz de los relámpagos en la ciudad como verdaderos barcos fantasma arrastrados por los tsunamis de la marejada ciclónica entre los ensordecedores aullidos del huracán. Ahora están inmóviles, como en una dimensión sin tiempo, atrapados entre casas destruidas y vehículos volcados. Los remolcarán en pasar un tiempo a los astilleros, repararán sus daños y volverán a navegar por las aguas del Pacífico donde, en noches muy estrelladas, Dios habla con los lobos de mar. Los saqueadores ya han vaciado sus bodegas y han registrado todos los camarotes. Vistos bajo la proa hay barcos que alcanzar una altura de siete pisos. Desde ese ángulo, Oscar alza la vista y ve pasar un mar de nubes grises a cámara rápida sobre el pico de la proa para luego enfocar y disparar su cámara. Fracciones de segundo condenadas a la posteridad… A María, que le oprime con fuerza una cadera, le tiemblan los labios… Tras todo un día de intensa e infructífera búsqueda, Oscar y la niña cenan sentados en un poyo de piedra del pórtico trasero de la iglesia que da a una calle donde se han encendido hogueras en grandes cubos de metal. Contemplando el chisporrotear de las llamas, cabizbajos, casi con sus bocas rozando las escudillas, devoran hambrientos como felinos las raciones de arroz hervido. Por la calle pasa la gente hablando en waray, filipino o algún dialecto milenario de la desgracia. Pronto sonarán en toda la ciudad las sirenas anunciando el toque de queda. –Hace más de un mes que no lo veo. Aunque una vez estuve cinco semanas sin saber nada de él. Me dijo que estuvo en Samar. ¿Y si está vivo en Samar? –comenta María al alzar la vista de la escudilla, pues no ha perdido toda la esperanza –Seguro que está vivo en la otra isla. Ten fe, todo regresará a una relativa normalidad. Han terminado con el arroz y ambos ladean el rostro y permanecen unos segundos mirándose a los ojos, que brillan a la luz del fuego. –¿Cómo te acostumbraste al sufrimiento? –le pregunta la niña. –El dolor se acostumbró a mí. –Yo siento mucho dolor. –Siento tanto lo que te ha pasado, y sin embargo, no puedo hacer nada, no puedo traer a tu hermano contigo. –No te culpes por ello, tipo duro. La chica alza la vista al cielo de la noche mientras empiezan a sonar las sirenas que dan inicio al toque de queda. La gente se apresura por llegar a su cobijo, excepto aquéllos que viven en la anarquía. Muchos de los anarquistas serán detenidos por el ejército y las fuerzas de orden público. Oscar ve pasar por la calle a un adolescente con dos bidones de agua dulce que ha conseguido tras todo un día de desesperada búsqueda. El sistema de tuberías ha quedado inservible, por lo que en los pueblos y las aldeas de la zona que no se surten del agua dulce de un manantial de montaña, escasea el preciado líquido de la vida, llegando muchos a beber un agua que no es potable. Las islas de Leyte y Samar han sido destruidas casi en su totalidad tras el paso del Yolanda. Según leí tras buscar información en un artículo de prensa del gigante castellano ABC, los montes de esas islas se habían quedado pelados de vegetación, como si hubieran arrojado sobre ellos bombas de NAPALM. Entre las ruinas se podían ver electrodomésticos y mobiliario destrozados, juguetes y espejos salpicados de lodo, niños descalzos jugando con una pelota, ancianos llorando y mujeres hirviendo arroz en cándelas que humeaban junto los escombros de sus casas... En los barangays, compuestos en parte por una serie de bohíos, cabañas y chozas fabricados principalmente a base de bambú y tablones e incluso hojas de palma tejidas tal como se usaron en las chozas nipa pre coloniales, casi todo había volado por los aires. Subrayo de lo de casi todo porque algunas casas de estilo colonial construidas a base de hormigón, rocas calizas, maderas duras, tejados de tejas de terracota,… y algunos edificios públicos de la época colonial construidos principalmente con bloques de piedra de adobe como iglesias y ayuntamientos habían resistido, sin embargo, la furia devastadora de la madre naturaleza Tres días después del paso del Yolanda el gobierno filipino empezó a repartir en la zona devastada packs de ayuda humanitaria a familias desesperadas por el hambre que incluso llegaron a montar altercados violentos por conseguir esos paquetes. No había víveres para todos. Infinidad de carreteras estaban cortadas en varios tramos por desprendimientos de lodo o rocas, casi todos los puentes destrozados y todos los embarcaderos borrados del mapa. Grupos de pescadores que no habían perdido sus botes o sus barcazas colaboraban con las autoridades cargando sus pequeñas embarcaciones de cadáveres que arrojaban al mar para evitar futuras epidemias. Apaches y otros helicópteros de las fuerzas aéreas estadounidenses sobrevolaban las islas de Leyte y Samar lanzando a los pueblos y aldeas packs de ayudas humanitarias. Verdadero maná llovido del cielo. La inmensa mayoría de los pobladores de esas islas ganaban menos de ciento veinte dólares al mes, y ahora, con sus medios de ganarse el sustento diario y sus hogares destruidos, sabían que tardarían mucho tiempo en recuperar su antiguo estilo de vida, que al menos, les procuró cobijo, lumbre y comida. En algunas comarcas, los famosos y ultramodernos aviones de guerra V-22 estadounidenses, que se caracterizan por su despegue en vertical, aterrizaban entre lugareños angustiados para que sus tripulantes descargaran a las autoridades cajas llenas de packs de ayuda humanitaria. Luego alzaban el vuelo como inmensas libélulas de metal y se elevaban vertiginosamente en unos segundos y ya sobrevolaban las montañas como criaturas angélicas y asimismo diabólicas dotadas para el bien más humano y el mal más puro, listas en cualquier momento para preservar la vida o arrasar con su fuego ardiente ciudades y civilizaciones enteras. En Samar, un día de aquellos, un día como los otros para borrar de todos los calendarios, Juan camina con un muchacho llamado Eduardo por una calle que tiene sus casas derribadas donde en una plaza unos lugareños devotos hacen ofrendas de flores a una estatua religiosa del culto cristiano que ha quedado en pie. Es una virgen María tallada en una piedra caliza que ha ennegrecido tras el paso de los siglos por el relente, el sol y las lluvias. En sus expresiones se puede apreciar el sufrimiento de una madre por su hijo asesinado. Tiene las manos enlazadas sobre el pecho, bajo cuyo compacto mineral da la impresión de que su corazón vaya a cobrar vida para romperse de dolor, y el rostro levemente alzado, ladeado hacia su izquierda. Sus ojos están cerrados y de sus pliegues han manado unas lágrimas de piedra negra. Al pie de la estatua, se puede leer grabado en latín con letras de oro en una placa de granito oscuro: "Numquam claudere cor tuum". ("Nunca cierres tu corazón"). Más adelante, un cartel de bienvenida: "Welcome to Calbayog". –Hemos tenido suerte, chaval. Estamos bendecidos por una buena estrella –comenta el joven que guía a Juan por el camino oscuro del mal. Eduardo es un muchacho filipino, fibroso, de estatura estándar como Juan y moreno como él, feo y con expresiones de púgil de peso pluma. Juan es guapo y apuesto, su rostro es todavía infantil, pero sus ojos… están llenos de tanto y tanto dolor. –Estoy muy preocupado. ¿Y si les ha pasado algo horrible a mi hermana y a mi abuela? Hay miles y miles de muertos. –Ya te he dicho que ahora no te puedes pirar, además, aunque te dejara, sería imposible, no puedes viajar a Leyte –le contesta el hampón sin dejar ninguno de los dos de caminar presurosos por un escenario de ruinas. –Si les ha pasado algo malo, yo no lo podría soportar. –Sabes que te pagaré bien de lo que pillemos en los saqueos. No te comas tanto la cabeza. Formamos una sociedad. En pasar unos días, imagínatelo, tendremos chicas, playas, alcohol, drogas y lujos. Juan esboza una sonrisa fingida, llena de dolor y tensión psíquica, y se despeja con la palma de una mano las gruesas lágrimas que le ciegan los ojos. Siguen caminando a paso ligero. De los escombros de una casa derrocada un grupo de zapadores filipinos rescatan con vida a una mujer que parece en estado de shock y a una niña pequeña que oprime una muñeca de trapo contra su pecho. En la calle se arma un júbilo emocionante. Los camilleros las colocan en camillas. La pequeña no suelta su muñeca, a quien sigue aferrada con fuerza. Los zapadores, con el uniforme, los cascos y el rostro ennegrecidos por la tierra, la lluvia y el barro, hablan entre ellos fumando cigarrillos. Suben las camillas en una ambulancia que, tras el paso de unos segundos, con las luces encendidas y haciendo sonar su sirena, empieza a circular sobre los carriles que otros neumáticos han dejado sobre el barro. Juan y Eduardo entran a hacer saqueos allá adonde les es posible. Ahora han irrumpido en una casa fabricada con rocas calizas muy humilde que tiene una pared derribada, donde Juan, alumbrando con su linterna de espeleólogo, camina con el agua cubriéndole hasta las rodillas y se dirige a una cómoda en la que busca en sus cajones donde encuentra un billete y unos pendientes de oro. Lo guarda todo en un bolsillo de su pantalón mimetizado y sigue buscando. Eduardo, provisto de una linterna similar, busca en la misma habitación en otros cajones y armarios. Nada hay más sexi para él que el olor del dinero. Y de súbito se oye un gemido en la despensa. Los dos saqueadores se miran perplejos, y luego, alumbrando con las linternas, se dirigen aún con el agua hasta las rodillas en la misma dirección, franquean una puerta de madera, enfocan con las linternas y ven a una anciana en un rincón, sentada, el agua le llega a la garganta. No se puede mover y sus ojos rasgados y cubiertos de arrugas piden misericordia. –Tenemos que ayudarla –clama Juan al cielo. Pero Eduardo, sin dejar de alumbrar con la linterna, rompe a caminar hacia la anciana marcando con la boca una mueca de asco y desprecio, y al llegar, enfocando su cara, le pregunta con voz fría y ominosa dónde esconde su dinero y sus alhajas. La anciana abre la boca todo lo que puede para tomar aire o lanzar un grito de pánico y sin embargo termina por casi sellar los arrugados, pálidos y finos labios para decir casi susurrando: "No tengo nada de esoooo. Ayúdameeee". Pero Eduardo la coge con una sola mano del cabello blanco como la nieve y le hunde la cabeza en el agua. La vieja agita los brazos sin parar hasta que pasado casi un minuto, se queda quieta, como una muñeca. –No hay que dejar ni un solo testigo que pueda identificarnos en una rueda de reconocimiento. Por cierto, Juan, ahora eres cómplice de asesinato. Algo más tarde, mientras las sirenas del toque de queda recorren como aullidos de lobos toda la ciudad, los chicos están reunidos en el solar embarrado de un barrio marginal con otros delincuentes. En una mini-cadena, suena un hip-hop, todo un himno de guerras urbanas. Ha caído la noche convirtiendo Calbayog en una selva de fieras de asfalto. Eduardo le da como obsequio un reloj Lotus a un hombre con barba larga y rubia como la cerveza de unos sesenta años de rasgos europeos que viste de motero, todo de cuero negro, y lleva un pañuelo con la cruz gamada en la cabeza. El europeo los guía luego a una calle ancha donde hay muchas casas derribadas, y al cabo de un momento, se detienen ante un portal de un inmueble de dos plantas que no ha sufrido destrozos, como las casas vecinas. El alemán llama con los nudillos de una mano y al instante abre un filipino que lleva puesta una gorra estadounidense de cazador encañonando a uno de los muchachos con una verdadera belleza, una pistola alemana Walther P99. –Son de confianza –dice el Nazi. En la siguiente escena el filipino ha guiado a Juan y a Eduardo a una habitación grande que está alumbrada por una lámpara de ballenero. El Nazi les ordena que se sienten en uno de los sofás. Se sientan. –Querido Eduardo, las cosas han cambiado, si quieres seguir siendo uno de mis protegidos, me tienes que dar el veinte por ciento. Y también me tienes que vender al niño –le comenta el Nazi con su típico basto acento germano. –Te daré el veinte por ciento, pero el niño me hace falta, si me lo quitas, será como arrancarle a un pianista uno de sus dedos. –Tranquilo, lo del niño es broma. Bueno, pues me alegro de que aceptes mis condiciones. Subid al piso de arriba, hay diversión y chicas... Por la tarde del día siguiente, los zagales entran en una casa y se encuentran con un muerto en estado de descomposición medio sepultado por los cascotes. El chico de Tacloban vomita, pues el hedor es repelente, semejante al de los barrancos donde los pastores arrojan a sus reses y cabras muertas. El muerto tiene las mandíbulas desencajadas y la boca abierta como si fuera a despertarse de un sempiterno sueño y lanzar un feroz aullido. Sus ojos están cerrados y un enjambre de moscas revolotea en torno a su rostro, que parece de cuero sin curtir, como sus párpados. Tiene un anillo de oro en un dedo, lívido como el de un ahogado. Juan intenta sacárselo con todas sus fuerzas, pero le es imposible. –¿Qué pasa? –No puedo quitarle el anillo. –Pues córtale el dedo. En la siguiente escena Eduardo desaparece un momento y Juan aprovecha la ocasión para escapar por un ventanuco. Juan corre y corre como un potro salvaje, oyendo los latidos de su corazón mientras la sal de las lágrimas le quema los ojos. Al cabo de un rato, se detiene para tomar aire. Vomita sus jugos gástricos, todavía llorando, todavía muerto de miedo. Luego vaga y vaga por la ciudad. Falta poco para el anochecer. El niño nunca se ha sentido tan solo, piensa que si lo encuentra Eduardo le molerá los huesos a palos. Sopla el viento levantando polvo de las ruinas, iluminadas por la danza de cientos de hogueras. De vez en cuando, pasa patrullando un jeep de la policía militar o de las fuerzas policiales cuyos gruesos neumáticos salpican barro fresco y cuyo cambio de marchas tiene activada la reductora para circular sobre el barrizal y subir por grandes cuestas enlodazadas a algunas aldeas y a puestos de socorro donde, solo días atrás, los médicos, con las batas blancas salpicadas de sangre como las de carniceros, operaban sin descanso en mesas incluso de cocina a heridos que gemían y lloraban de dolor. Juan sabe que de noche se incrementarán los robos y el pillaje y los depredadores sexuales saldrán de cacería pese al toque de queda. Toda la ciudad está sumida en una violenta anarquía. Al aumentar la fuerza de los soplidos del viento, teme una réplica del Yolanda y se persigna repetidas veces recitando unas oraciones. Bajo los escombros todavía hay sepultadas personas muertas o... vivas. Al cabo de unos minutos, detiene su andar en un solar asfaltado junto a unos niños y muchachos, que sentados como indios Sioux alrededor del fuego de una hoguera que han prendido con tablones, hablan de su desgracia. Hay con ellos un hombre mayor tibetano con el cráneo rapado vestido con los hábitos de un monje budista que sentado en posición "flor de loto" medita profundamente intentando acercarse a la verdad suprema que lo podrá conducir en su experiencia final al Nirvana. El fuego les dora un destello rojizo en los rostros y hace que brillen sus ojos como los de brujos chamanes. "Tengo hambre", dice el de Tacloban tras buscarse un hueco y sentase con ellos sintiendo cómo la fogata le calienta la tez del rostro, y un muchacho de su edad le ofrece un trozo de pan que Juan empieza a desmigar y a llevarse a la boca. –¿Cómo te llamas? –le pregunta en filipino, y enseguida vuelve a masticar y a engullir. –Me llamo Carlo. Mi madre era italiana, de la Toscana. –Ayúdame, Carlo, soy de Leyte y no puedo volver con mi abuela y con mi hermana. En esta isla, no tengo adónde ir. –Yo tampoco sé dónde ir. He perdido a mis padres y mi casa ha volado por los aires. Estoy muy jodido. Hagamos un trato, yo te ayudo a sobrevivir, y tú me ayudas a sobrevivir. –Trato hecho. Lo primero que tenemos que hacer es buscar un refugio. Va a empezar el toque de queda. Venga, niñatos, buscad una guarida donde haya personas mayores. No os separéis desde hoy de ellos en ningún momento –termina gritando Juan en su breve intervención, y luego sigue royendo el seco mendrugo. En la siguiente escena los niños se dispersan. El budista sigue meditando abstraído. Y Juan y Carlo se alejan de la hoguera, seguidos por un niño gordo y bajito de rasgos chinos. –Veo que tenemos sombra. ¿Quién es? –Ha perdido a su madre en la desgracia y esta mañana lo he defendido. Otros niños querían robarle las zapatillas, toda una reliquia, una falsificación de las "Jordan". Desde entonces, no se ha separado de mí. Lo llamo "bolita de arroz".   Dejé de leer el borrador de mi novela "Haiyan" y regresé al presente: era muy tarde y mis padres dormían. El silencio de la noche era aterrador y absoluto. Luego se oyó el movimiento a lo lejos del tren de alta velocidad y pensé que me habría gustado estar allí, viendo las luces pasar tras las ventanillas. Las contraventanas estaban abiertas y se colaba en el cuarto un agradable aroma a azahar procedente de los naranjos que habían crecido en el jardín de unos adorables vecinos. Al apagar la luz, me quedé observando acostado en mi cama en dirección a la ventana y dejé pasar las horas sin hacer nada más. Al amanecer tenía mucho sueño: observé el mar de rojos tejados a la salida del sol escuchando Gymnopedie de Erik Satie, y ya con las últimas notas de piano, perdí la mirada más allá de la ciudad, en las cumbres de las viejas sierras donde por detrás de ellas debía de estar el mundo. Luego bajé la persiana y me volví a acostar. …En los años del plomo quemando, tras el fracaso de las negociaciones entre la ETA y el dictador Gadafi acerca del entrenamiento en tierras de Libia, muchos etarras recibieron adiestramiento en algunas de las escuelas del terror ubicadas en las altas montañas de Colombia, dominadas, de este a oeste y de sur a norte, por Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más conocidas coloquialmente como las FARC. Al llegar a esas montañas, los de las FARC los recibieron gastando bromas. Llovía torrencialmente y faltaba poco para el atardecer. Tuvieron que ascender por una serie de cuestas empinadas y embarradas. Debido a la altitud, podían captar que el aire contenía menos cantidad de oxígeno. Vadearon ríos y arroyos y atravesaron bosques. Según les dijeron los guerrilleros, abundaban el cacao y los cafetales por esos contornos y en tierras de campesinos había plantaciones de coca e incluso de marihuana. Las plantaciones más extensas pertenecían a los narcos o a la guerrilla. Avionetas del ejército colombiano y de la CIA fumigaban todos los años infinidad de hectáreas donde se había cultivado coca, pero los cocaleros plantaban en otras zonas de la montaña o de la selva. Allí, la vida de una persona, tanto si formaba parte de la "causa roja" como si era contraria a la violenta revolución, valía muy poco, pues casi todos eran de gatillo fácil. "Revolución o victoria capitalista", decían los de las FARC mientras ascendían por un tramo escarpado. Che Guevara para esos guerrilleros era como Jesucristo para los fieles católicos, un salvador. Eran ocho vascos de entre veinticinco y treinta y tantos años siendo Mamen la única mujer, y estaban dispuestos a matar o morir por su sueño de humo. La lluvia amainó mientras el cielo seguía nuboso y bajo. Al ascender en paralelo a un riachuelo de lecho poco profundo, Mamen se detuvo, llenó sus pulmones de aire húmedo y volvió el rostro. El arroyo se precipitaba corriente abajo abriéndose paso entre helechos y arbustos hacia un valle alto donde predominaban las tierras de los campesinos y los ganaderos, los verdes y ondulantes pastos, los bosques y una serie de colinas habitadas por indígenas que cultivaban marihuana o coca. Reanudó el paso, oyendo el chapoteo sobre el barro y el tintineo de las aguas diáfanas del riachuelo, entre los guerrilleros, quienes mascaban hoja de coca. El sendero se perdía entre la maleza y tuvieron que bordearlo por un tramo de rocas y hierba; pero al volver al caminito, esa senda era un estrecho empedrado –en cuyas grietas había brotado verdín–, construido en la época precolombina, que conducía a las ruinas de un templo edificado en piedra donde, siglos atrás, los guerreros sacrificaron vidas de niños y adolescentes para luego tomar, como una fuente de vitalidad y juventud, la sangre de los sacrificios humanos. Al tercer día de su estancia en el campamento, a las seis de la mañana, todo cambió cuando los sacaron de sus tiendas y les dieron una pistola y un fusil de asalto Made in Rusia, el famoso AK-47. Después de un desayuno rico en proteínas, marcharon a un campo de tiro donde un etarra veterano y un mando de las FARC fueron los instructores. Allí, entre una niebla maldita o bajo la lluvia que por momentos se antojaba eterna, los enseñaron a ser terroristas. También corrían y llevaban a cabo largas caminatas por la montaña, y a orillas de un arroyo un artificiero los adiestraba a la hora de saber manejar explosivos. Algunas veces veían en la selva amazónica el adiestramiento de los guerrilleros de las FARC entre los cuales había niños de entre diez y dieciocho años especializados en combate de montaña y emboscada de guerrilla, supervivencia, tácticas de artillería y de manipulación de explosivos, de minas anti-persona y de cilindros bomba. La noche del asalto del grupo paramilitar, tras beber café y un poco de ron negro, Mamen se alejó del campamento, donde no había encendida ninguna luz por cuestiones de seguridad, por un sendero estrecho monte abajo. Cuando llegó al río, tras formar un cuenco con ambas manos, bebió agua de su cauce y se sentó en la orilla. Todo empezó con los disparos de los francotiradores del grupo paramilitar. Sus víctimas solo pudieron oír el silbido de unos zumbidos metálicos, pues al segundo, estaban muertos, excepto Juan Ramírez, que hacía de centinela frente a una especie de polvorín construido con tablones y cañas y al notar un mordisco de fuego en la clavícula, mientras caía, soltó una ráfaga con el AK-47. Entonces, de súbito, se oyeron los gritos, las explosiones y los disparos mientras la montaña se llenaba de intensos fogonazos. Los estaban cazando como a animales. Minutos después Mamen estaba sumida en la más absoluta desesperación. Acostada entre los helechos de la orilla, vio acercarse a dos hombres y los reconoció de inmediato, y tras apartar el dedo del gatillo, se levantó y caminó hacia ellos muy nerviosa, notando que un pájaro aleteaba en su corazón. –¿Y los demás? –Muertos –Cuanto más lejos estemos del lugar donde se ha dado el ataque, más opciones tendremos de sobrevivir en el caso de que algunos paracos se crucen en nuestro camino… Intercambiaron sus opiniones, y finalmente ella les dijo que a no más de un día de distancia, en la selva amazónica, según su mapa, había ido creciendo un pueblo maderero donde había infiltrados de las FARC. Aitor rabiaba de dolor; la bala le había destrozado el húmero. Una venda que se iba empapando de sangre le cubría la herida. En el cielo empezaron a formarse nubes de tormenta mientras un negro celaje, una especie de gasa fúnebre, tapó la cara dulce de la luna. Al cabo de media hora, cuando el cauce se estrechó, cruzaron a la otra orilla con el agua cubriéndoles hasta la cintura. Mamen tuvo que alzar los brazos para que no se mojara el fusil de asalto. Los relámpagos iluminaban la noche y los truenos semejaban hacer temblar el cielo hacia el sur. Había empezado a llover… Al descender después por una ladera cubierta de lajas mojadas, Aitor rodó pendiente abajo, como un tonel, lastimándose el hombro herido y ahogando un aullido de dolor. Con hoja de coca Mamen preparó un emplasto que aplicó en la herida para anestesiarla. A los diez minutos reanudaron la marcha. Era como deambular por los jardines de la muerte. Temieron que un desprendimiento de lodo en alguna pared los sepultara, que un rayo los calcinara, y en breve, el bajo cielo escampó. Avanzaban todo lo rápido que podían; Mamen marcaba el ritmo. En algunos tramos avanzaban entre cafetales o tabaco salvaje. No sabían realmente cuánto trecho habían recorrido cuando el amanecer los sorprendió. Estaban en la selva amazónica, rodeados de una tupida y verde vegetación, aullidos de mono, zumbar de insectos y gritos de exóticos pájaros de flamantes colores. "Vamos a descansar, lo necesitamos, sobre todo tú, Aitor. En tomar aire, miraré que hacer con tu herida de bala". Apoyaron la espalda contra una roca cubierta de musgo; allí no llovía... todavía. A lo lejos, resonó el rugido de un puma. Aitor no podía soportar el dolor. Patxi le tocó la frente, que ardía, entonces, le abrió la boca, le puso un puñado de hoja de coca y se la cerró enérgicamente. Algo azorados, tanto Mamen como Patxi estuvieron meditando unos segundos y, al punto, ella empapó un pañuelo en un charco y lo aplicó en la frente del compañero herido para que la fiebre le bajara al menos unas décimas. Tenía los labios completamente secos y la cara muy pálida. Patxi lo obligó a beber, y acto seguido, inspeccionaron la herida, que manaba una sangre oscura y grasienta. La pólvora y el metal estaban ocasionando una infección, por lo que si no actuaban, podría formarse una gangrena. La bala estaba incrustada en el hueso, hecho astillas en parte. Al extraer Mamen el proyectil con la punta del machete al rojo vivo, Aitor vio las estrellas, y tras arrojar una lluvia de maldiciones, perdió el conocimiento. Tenían que tener paciencia, esperar a que regresara al reino de los vivos… El bochorno empezaba a apretar. Tanto Mamen como Patxi se dieron cuenta de que se habían perdido, lo que aumentó su tensión psicológica. Las chicas normales estudian o trabajan, pagan la hipoteca de un piso o los plazos de un coche, salen de copas con sus amigos, acuden a un cine a ver un estreno o a una galería de arte, tienen pareja y muchas se casan, y sin embargo, allí estaba Mamen, en la selva amazónica, lejos de la civilización, entrenándose para formar parte del salvaje Oeste. El caso es que Aitor estuvo más de veinticuatro horas durmiendo. Cuando se despertó, le había bajado la fiebre. Comieron unos víveres que guardaban en la mochila, y tras consultar durante un par de minutos en el mapa, mascando hoja de coca, continuaron la ruta. Se veían especies de árboles gigantescos de cuyas copas colgaban lianas, variadas plantas verdes muy exuberantes, manares de agua dulce brotar de la misma roca, pequeñas cascadas cristalinas caer a pico desde alturas muy altas, bambúes por doquier, un suelo tapizado por el verde inmaculado de la hierba y por la hojarasca en estado de putrefacción, todo tipo de especies arbustivas y un estallido de colores en la gran diversidad de la flora. Mamen iba en vanguardia, soportando las picaduras de los mosquitos, despejando constantemente el camino con el machete y sintiendo cómo el bochorno la dejaba a veces sin aliento y le caían chorros de sudor por la frente. Estaban sufriendo, y sin embargo, como algo propio de un sueño alucinógeno, el color verde esmeralda de la bóveda arbórea les producía una narcótica sensación. A su paso, en algunos tramos, monos pequeños saltaban muy enfadados de copa en copa lanzando una lluvia de chillidos. Descendieron con el barro cubriéndoles casi hasta las rodillas grandes barrancos donde descubrieron huellas frescas de tapires, capibaras y gatitos muy grandes y también vadearon los arroyos. Vieron pieles viejas de anacondas que habían mudado su piel y carroñas de ciervos y caimanes que habían devorado los jaguares. El Edén salvaje, con sus grandes árboles –los más altos pueden sobrepasar los sesenta metros de altura–, con sus pantanos, su rica flora y su impresionante fauna, con sus corrientes fluviales y sus paradisiacas cuencas, con las misteriosas rutas que siglos atrás exploraron los colonizadores castellanos impulsados por la fiebre del oro, era el lugar donde a Mamen menos le hubiese gustado morir, sin embargo, en esas tierras se hallan muchos de los últimos vestigios de la verdadera América del Sur, y saberlo, la hacía sentirse más hermana del mundo. Recordó que en el Amazonas, la carne de tarántula, que tiene un sabor parecido al de la langosta, se convierte en un manjar para los nativos; que algunas tribus indígenas aún cazan con arcos y cerbatanas cuyas flechas y dardos contienen en la punta un veneno extraído de las glándulas bucales de un sapito que paraliza a las presas; que un momento de duda te puede costar la vida. Desde una avioneta que sobrevolara la selva a vuelo de pájaro se podrían tomar unas imágenes perfectas del paraíso, un mar formado por árboles y plantas de un color verde esmeralda atravesado por una serie de ríos y afluentes de color café con leche. Algo más tarde, en cierto momento, la vegetación de la selva se fue atenuando hasta descender un pequeño declive cubierto de árboles frutales y arbustos en flor. Hicieron un alto en el camino. Mamen limpió la herida de su colega, que se quitó la guerrera quedando en camiseta, mientras Patxi exploró el entorno. "Tranquilos, pronto daremos con ese pueblo maderero exportador de caucho, está cerca de aquí, está cerca", arengó Mamen a los muchachos alzando la voz. Y de súbito, tanto Aitor como ella sintieron un estallido ensordecedor que hizo que del cielo lloviera barro y los tucanes de plumaje multicolor se lanzaran al vuelo desde las copas de los árboles, originando un fuerte aleteo. Los gritos de Patxi eran terribles. Ambos giraron la vista, y en breve, con mucho cuidado, respirando peligro, inspeccionando cada palmo de terreno, pisando donde Patxi había dejado sus huellas sobre el limo y los tallos de una hierba tan verde como la clorofila, Mamen descendió muy despacito hasta donde él "había metido la pata". Una mina anti-persona de las FARC le había arrancado las piernas de cuajo y le había destrozado el vientre. Estaba muerto. Ella le cerró los ojos para siempre y cogió la mochila y la pistola. –No podemos continuar por aquí. Posiblemente este territorio esté sembrado de minas anti-persona –le sugirió Aitor a varias yardas de distancia. –Vale, nos desviaremos unos cuantos grados hacia el oeste y avanzaremos formando un semicírculo. Nos traerá más tiempo, pero no podemos arriesgarnos. –¿Y quién te asegura que no hay más minas en esa jodida ruta? ¿Acaso se te ha aparecido San Pedro de tanta hoja que has mascado y te ha indicado el camino de nuestra salvación? –Hagamos lo que yo digo. –Yes. Ok. Y algo después pasó lo que acabó por cambiar la vida, la mente y el destino de Mamen. Estaba perdida en la selva. Le había mordido una serpiente venenosa. Aitor se hubo apropiado de todos los útiles y se había pirado. Tenía hinchado el antebrazo izquierdo, la cara pálida y ardía de fiebre. Y terminó perdiendo la consciencia. Se despertó en un poblado de indígenas amazónicos. Sus pobladores solo llevaban un taparrabos y tenían la piel muy morena y ojos pequeños y negros como el carbón. Ella estaba muy debilitada, y presurosas, dos mujeres jóvenes le ofrecieron un brebaje medicinal preparado con hierbas autóctonas y le volvieron a aplicar un emplasto mascado por una de ellas en la mordedura para terminar cubriéndola con hoja de coca. Los guerreros cazadores tenían tatuajes y sus escarificaciones en la espalda, los pectorales y los bíceps les proporcionaban un aspecto fiero. Dicho poblado estaba formado por chozas de bambú y hojas. Al llegar los cazadores con lustrosas piezas de las que dar buena cuenta, se sucedían las risas y los cantos mientras el chamán, en trance, danzaba agradeciendo a los dioses su generosidad. (Sé que si hubierais estado allí, esa danza litúrgica os habría recordado a las de los "hombres lluvia" de las llanuras mexicanas y del sur o el centro de los Estados Unidos). Como es de suponer, allí se vivía en comuna, no existía la propiedad privada, todo era de todos, como los panes y los peces del milagro. Contrariamente a otras tribus o clanes que reunieron en un pasado algunas de estas características, sus relaciones sentimentales se basaban en la monogamia. Al no disponer de algo tan básico como la moneda, se dedicaban al trueque. Lo más irracional que hizo Mamen en esas tierras exóticas antes de regresar con una expedición de National Geographic que se instaló cerca del poblado para grabar un reportaje fue consumir psicotrópicos alucinógenos extraídos de algunas semillas o plantas o de la piel del sapo Bufo. ¡Menudos viajes!... Algunos guerreros se drogaban y se retaban e incluso algunos luchaban imitando los movimientos del jaguar. Los rituales funerarios de esas tribus son impresionantes. Al cadáver lo incineran en un crematorio fabricado con piedras, y luego, con una caña estrecha esnifan unas semillas o un polvo alucinógenos que les provocan visiones. En una de esas visiones Mamen pudo ver cómo el chamán se convertía en un jaguar. Recuerda la luz de las estrellas y la luna derramándose en chorros de una especie de luz blanca y líquida, los indígenas –adolescentes incluidos– y ella, completamente drogados, andaban de un lado a otro, dando bandazos y gimiendo, llegando a caerse en alguna ocasión. Una de las veces que Mamen cayó de culo, el chamán dejó de danzar y de cantar y dio unos pasos hasta llegar a su vera, entonces el indígena se puso a cuatro patas con su cara a dos palmos de sus ojos y ella vio la transformación, a la luz de esa luna psicodélica. El cuerpo humano semidesnudo cubierto de plumas de colores del brujo se fue distorsionando hasta adquirir la apariencia de un jaguar. Mamen besó repetidas veces su testuz sintiendo cómo ardían sus labios y la piel del depredador, pero la fiera abrió la boca todo cuanto pudo mostrándole sus letales y afiladas fauces. Ella lanzó unos gemidos de éxtasis y acercó su yugular a los colmillos de la bestia como muestra de sumisión ante la muerte, bella y liberadora como la vida, sin embargo, el jaguar se revolvió y tras dar un salto felino se ocultó lanzando rugidos entre los bambúes, haciendo después crujir las hojas). Luego, entre todos, devoraron las cenizas del muerto. Cuando volvió a su país, ya no era la misma. Se instaló a vivir en Madrid, donde estudió idiomas y se sacó el título de auxiliar de enfermería…. Años después, la primera aportación humanitaria que realizó con "Médicos sin fronteras" fue tratar a los enfermos de dengue en la jungla camboyana. Mamen conoció en los siguientes años los barrios de las Favelas, poblados pakistaníes desde cuyas altas montañas nevadas se puede divisar tras las grandes extensiones de una llanura cubierta de arrozales y cultivos de té rojo la frontera con la India, las minas de los Andes, a una niña débil y golpeada llamada Palestina, guetos kurdos que años atrás sufrieron el terror de las armas químicas, etc. En YouTube se la puede ver en un poblado compuesto de chozas del corazón de África, rodeada de niños negros semidesnudos y escuchando las enseñanzas del brujo espiritual de la comunidad, interpretando al ritmo de los tam-tam danzas folclóricas junto a altas hogueras bajo miles de estrellas o sanando a algunos lugareños con la magia occidental. En esos poblados del África subsahariana hay niñas que ya son madres. En otro vídeo se ve cómo el bebé busca uno de los pezones maternos, y la adolescente, que viste ropas occidentales y tiene el rostro cubierto de pinturas tan blancas como la pasta dentífrica, mirando a su hijo con su tierna mirada infantil, le ofrece la dulce leche cantando una canción de cuna en su dialecto tutsi. La noche suavemente cae sobre la infinita sabana donde a lo lejos bajo el rojo cielo se ve en la llanura la polvareda levantada por un hato de cebras. Mamen termina cogiendo al bebé en brazos una vez termina de mamar, y bajo las últimas luces de la tarde, sintiendo la libertad del viento en la cara, al pie de una colina cubierta de hierbas del color del oro, baila una danza primitiva. En el 2017, su nuevo destino era un país del Oriente Medio despedazado por una guerra civil. El hospital fue asaltado por los insurgentes en mayo del 2018. Una carnicería. Pero Mamen pudo escapar vagando casi dos días por el desierto. En el desierto, cuando el sol te cuece los sesos, llega un momento en el que te es imposible pensar. Intentas no enloquecer por la insolación; para eso siempre es buena una plegaria. Ante tus pies, el mar de dunas parece infinito y eterno. Debido a que los vientos friccionan los minúsculos granos de arena, en ocasiones puedes escuchar una especie de mágica musiquilla, como si verdaderos ángeles caídos del cielo soplaran sobre las dunas extrañas flautas encantadas. Fue un día insoportable. Pero por la noche, tras ascender por una gran duna, a lo lejos dirección sudeste, como una imagen del Apocalipsis, pudo vislumbrar una ciudad de aspecto fantasmagórico, una Sodoma vencida, iluminada por el fuego de cientos, cientos y cientos de hogueras… En esa ciudad las calles eran estrechas por lo general y sus viviendas de una sola planta. En alguna dependencia militar improvisada el espino coronaba los muros o se veían ametralladoras eléctricas en un emplazamiento. En ese país se mezclaban el pasado y el presente, la vida y la guerra, provocando un estrépito en el alma. El sol quemaba en lo más alto del cielo azul. Mamen estaba casi deshidratada, a punto de delirar. En ese barrio, algunos niños, a su paso, la rodeaban y extendían la palma de una mano pidiéndole comida y líquidos. Presentaban graves síntomas de desnutrición. Mamen nunca podrá olvidar sus ojos, tiernos y al mismo tiempo envilecidos por la guerra. Muchos no iban a la escuela, en lugar de ello, vagaban por la ciudad recurriendo al pillaje. Tenía que darse prisa, pues en cuanto el sol se ocultara tras las colinas de poniente donde extraían antes de la guerra estaño, surgirían los demonios de la noche. En las ruinas de los edificios bombardeados niños famélicos y pálidos como fantasmas buscaban casquillos de bala para coleccionar. Los rebeldes habían bombardeado el hospital y habían asesinado a casi todos los médicos y enfermeros. El objetivo principal era debilitar al enemigo. Un grueso muy importante de la infantería y un batallón de artilleros del dictador, a los que se les sumaban en misiones especiales la aviación, habían iniciado una ofensiva en las montañas contra el frente de la sangrienta revolución, pero eso iba para largo y nadie sabía qué bando iba a ganar. Ella pidió ayuda a algunos soldados de las potencias gubernamentales, pero no podían hacer nada, pues en el país había millones de personas pasando por una situación dramática. Sin embargo, unos policías militares fuera de servicio le pidieron que los acompañara para que estuviera segura. Ya en la dependencia, donde había apilados contra una pared sacos de arpillera llenos de munición, iban a violarla, sin embargo, entró dando órdenes un sargento. Habían dado con el piso franco de una cédula de terroristas y la policía militar y varios escuadrones de la infantería habían perimetrado una manzana y necesitaban refuerzos. Los soldados le habían dado un poco de pan y unos tragos de agua antes de empezar a acariciarla obscenamente. Pasado un tiempo, seguía hecha polvo, pero se estaban agotando sus últimas fuerzas mientras su desesperación iba en aumento. Y ya algo más tarde, tras haberse extraviado en busca de un médico o enfermero en un dédalo de calles donde predominaban las casas enjalbegadas, detuvo su tortuoso peregrinar en mitad de una callejuela, y resollando, apoyó las manos en un viejo muro en ruinas. (Recuerdo al lector que ciertos son en esas latitudes extremas los espejismos en los que se ven a cierta distancia, delirando por la sed y el calor, ríos y lagos sobre el mar de oro: una llanura interminable cubierta de ardientes arenas). El caso es que tras abrir los ojos sacudida por el miedo, como dentro de una nube, sufrió una alucinación y luego cayó fundida. Cuando volvió a abrir los ojos, oyó unos cuchicheos, y al mirar a un lado, vio, sentado en una silla al pie de la cama, divagar en voz baja a un hombre europeo de mediana edad. Al tomar Mamen aire para hablar y acabar tosiendo, Oscar, que había hecho en vano lo imposible para que se despertase, se dio cuenta de que la bella durmiente había regresado de su viaje al espacio: "Tranquila, tranquila, ahora comerás unos higos cuya pulpa es más dulce que un beso", le dijo. Así se conocieron... Recuerdo como si fuera hoy que mientras la segunda y la tercera ola de la pandemia causaron estragos en el viejo continente, Mamen y yo jugábamos mucho al trivial a la luz de una lámpara de rojo papel. Ella se dejaba perder la mayoría de las veces y yo me sentía feliz con mis pequeñas victorias. Aun así, tengo un amplio nivel cultural. Mamen me abría en muchos momentos la mente. Como el pacifista y asesinado en 1980 cantante John Lenon, ella y su marido creen en un planeta sin fronteras, sin posesiones y donde todos seamos iguales. Los seguí visitando algunas mañanas o tardes. Los días de invierno eran fríos, duros y cortos. En ocasiones íbamos a la terraza de una taberna irlandesa a tomar café y helados. El distanciamiento social se seguía cumpliendo en la mayoría de los establecimientos a rajatabla. Por las aceras y el bulevar pasaban los peatones con mascarilla. Por cierto, hacía solo unos meses, de algunas casas y pisos de la ciudad sacaban a personas dentro de un traje de aislamiento de color blanco porque estaban infectadas. Parecían astronautas. Lo más dramático es que todo eso se fue normalizando en todo el globo terráqueo. Otras veces hacíamos senderismo. Una de esas tardes, sentados a la sombra de una higuera seca, Mamen me comentó que cuando alguna vez ha pensado en territorios hostiles que iba a morir, que la iba a matar una bala, una bomba, una mina terrestre o la sed y el hambre, ha manifestado una gran tranquilidad, una abnegación total ante lo tabú y desconocido. Esa noche cenamos los tres carnes de res que Mamen preparó en una especie de horno vietnamita, semejante a los de las FARC. Ella y Oscar bebieron cerveza 00 con limón antes y después de la cena y yo una Cola muy fría y Agua de Vichí Catalán. Les hablé de mis experiencias en unas montañas cercanas días antes de la pandemia. Una historia de psiquiátrico. El caso es que durante un tiempo dejé de tomar la medicación y tuve una recaída. Me dio por hacer senderismo unos días por montañas, durmiendo en un saco de dormir y en cuevas. Cuando me quedé sin víveres, escuché en la radio que la ley andaba buscando por la montaña del Almorquí, que tiene términos en Monóvar, a un psicópata que había violado y asesinado a una niña. No sabría cómo explicarlo, pero tuve la paranoia de que me buscaban por una atrocidad que no había cometido. Entonces, sobre las copas de los pinos, oí las hélices y el rotor de un helicóptero de la Guardia Civil. Me oculté entre la maleza y me dije que nunca me entregaría, esperaría a que dejaran de buscarme y después huiría al norte de Marruecos donde tengo unos amigos que cruzaban el estrecho de Gibraltar con lanchas cargadas de toneladas de hachís. Pasados unos días, mi situación era desesperante. El día que se averió mi transistor de bolsillo, me puse hecho una fiera. Al pasar la furia, libé el agua roja que supuraba de los poros de la roca semejando que la montaña sangrara de dolor. Estaba muy delgado y sucio y tenía el aspecto demacrado, pareciendo un demonio que irrumpe de las mismísimas tinieblas en la naturaleza. Tenía una barba de varias semanas y el cabello salpicado de barro seco. En la mochila guardaba unas porciones de conejo asado que comería con un poco de berro que había arrancado del monte. A los conejos los cazaba tendiéndoles trampas de humo en las madrigueras. Una madriguera de conejos consta de varios orificios de entrada y salida, entonces, yo tapaba con borrajo y ramitas todos los agujeros menos uno y les prendía fuego, por lo que los sabrosos roedores, al verse acorralados por el humo, salían a la desesperada por el único orificio despejado, y yo los cazaba valiéndome de mis propias manos. Era cuestión de paciencia y un mínimo de habilidad. Luego despellejaba al animal, le extraía los despojos y lo asaba cubierto de tomillo o romero en las brasas de una hoguera para devorarlo con espárragos verdes o setas comestibles. También comía insectos, piñones, lagartos o lagartijas, huevos de aves, caracoles serranos, alguna serpiente, unas hierbas verdes que en mis comarca llaman "llinsóns o setas que llamamos "bolets", etc. Creía en mi paranoia que las autoridades me andaban buscando por toda la comarca, toda la región, todo el país e incluso allende la península por la INTERPOL; mi imagen estaría a la vista de todos tanto en la tele, en institutos, en universidades, en estaciones de tren o autobús y en comisarías como en las redes sociales. No tenía escapatoria. Esperaría unas semanas más en la montaña y luego ya pensaría algo, lo que fuera. Por suerte, pude valerme de unos útiles como mecheros, linternas, pilas, cuchillos, cuerdas, marmitas, cubiertos, etc., en el barracón abandonado de unos canteros. Y también de unas prendas de abrigo. La pelliza de piel era semejante a la de un leñador del norte. Instantes después, tras libar el agua de la roca, avancé por una senda cubierta de matas entre los pinos, iniciando un ascenso lento pero seguro. Más arriba, estaba la cueva. Se trata de una cueva muy profunda, con una abertura un tanto estrecha que se va ensanchando en su interior, como un embudo, conduciendo a una especie de grutas laberínticas. Si alguna vez me adentraba mucho y no encontraba la salida, sería mi final. Al llegar minutos después a la cueva, situada en una pared rocosa tras unos altos arbustos, escalé por las piedras, me encogí y la montaña me fagocitó. Colgando de la bóveda de roca al fondo, hibernaban los murciélagos. En la boca de la espelunca tomé mi cena tras sacarla de la grande mochila. Tras tragar el último bocado de conejo frío y asado, bebí agua de la cantimplora que había dejado antes en la cueva. El líquido elemento se estaba agotando, pues la otra cantimplora estaba seca. Saldría de ruta cuando cayera la noche, habría luna llena. Además del manar de agua dulce de una ladera, cerca había otro pequeño nacimiento, casi en la cima. En esa montaña donde predominan los bosques de pinos hay canteras de mármol con un helipuerto en la cima. Grandes camiones cargados de ese rico mineral circulan por tortuosos caminos. En ocasiones se forman bancos de niebla, entonces, si cae la noche, te atrapa la oscuridad. Los camioneros que suben y bajan esas empinadas cuestas con sus moles de metal para cargar y transportar el mármol, tienen mucha pericia al volante. Los canteros demuelen la roca con barrenos de dinamita y explosivos plásticos, por eso, en días laborales, en algún momento, en la montaña retumba una fuerte detonación que lanza a las aves al vuelo desde las copas de los pinos. Los canteros son hombres valientes, rudos, con la piel curtida por el frío, la lluvia y el sol. Empecé a comer ahora piñones. Poca gente come esos frutos secos que dan las piñas de una variedad de pinos, suelen gastarse como condimento. Pero tenía hambre. Me di cuenta de que mi piel aún olía a gasóleo. La batida parecía implacable y los perros rastreadores habrían dado conmigo de no ser porque empapé mi única muda y mis escasas pertenencias de gasóleo que encontré en un bidón junto al tractor de un viticultor y las enterré en el bosque y luego me embadurné por todo el cuerpo y por la cabeza con ese combustible. Después me oculté en un hoyo en la quebrada, tapándolo con ramas, borrajo y maleza. Fueron tres días interminables. En alguna ocasión pude escuchar sobre la montaña el rotor y las hélices de un helicóptero de la Guardia Civil. Una vez, los perros pasaron cerca, pero no podían detectarme, solo olfateaban gasóleo. Pasados tres días y medio desde entonces, ya no podía soportar el hambre, entonces, salí de mi escondite y me moví con mucha cautela por el bosque… Había cesado la búsqueda. Desnudo, tiritando como un bebé por el frío de la noche, más tarde me topé con el barracón donde me valí de unas mudas limpias y varios útiles y me zampé un chusco de pan seco. A la mañana siguiente, buscaría una madriguera de conejos o algún jabato despistado. Empezó a correr un viento fresco en la boca de la cueva. Al este, más allá de las luces de una ciudad, la luna llena se alzaba en el cielo, enrojecida como una naranja debido al reflejo de Marte. Algo después me cubrí el rostro con un pasamontañas, salí de la cueva y tomé una senda entre los pinos. Ascendía casi a tientas bajo el ramaje bajo de los árboles en cuya bóveda tenuemente iluminada por la luz nocturna resonó el fuerte aletear de algunos pájaros. Abajo, en el profundo valle, resplandecían las luces de los pueblos, las aldeas, los polígonos industriales, los chalets y la carretera. Nada más oír el tintineo del agua del manantial sobre las rocas, tirada de espaldas, vi a una persona. Parecía… muerta. Mis latidos se aceleraron y los notaba golpearme el pecho. Comprobé que era una mujer algo más joven que yo, unos cuarenta, tenía el cabello rubio como el trigo y por el color de piel semejaba de una raza nórdica. Le tomé el pulso poniendo la yema de un dedo índice en su yugular. Su corazón latía… a buen ritmo. No podía dejarla inconsciente en el bosque a merced del relente y las alimañas. Tenía que hacer algo. "Despierta, por favor, despierta". Acto seguido llené una cantimplora del agua que brotaba en el pequeño manantial y se la vertí poco a poco sobre el rostro. Entonces, abrió los ojos. "Me caí y me golpeé la cabeza. Soy negacionista y ayer huí a las montañas porque tuve un altercado con la policía". No entendí nada. Estaba nervioso. Y por fin me derrumbé: "Me andan buscando por el asesinato de la niña Azucena, pero soy inocente, soy inocente, te lo juro". "Venga, déjate de bromas hombre, a ese psicópata lo apresaron hace unos días cuando iba a violar a otra niña. En su móvil estaban los vídeos de todo lo que les hizo a esas chicas, también a Azucena. No me gustan esas bromas. Vete a la mierda", me dijo, se levantó y se fue pese a mis intentos por retenerla para comprobar si el golpe en la cabeza era cosa seria. Caí de rodillas y lloré de emoción, podía volver a mi casa, al mundo civilizado. Pasado el amanecer, al pisar la ciudad, vi verdaderas manadas de jabalíes por calles desiertas dirigiéndose a los contenedores de basura, y ya en el centro, vi que estaban todos los comercios y oficinas cerrados a cal y canto y me crucé con gente que llevaba puesta una mascarilla. –Volví a visitar a mi psiquiatra y volví a tomar las pastillas –les dije a mis amigos–. Me recuperé, pero el virus no aflojaba. En casa confinado me sentía como una fiera enjaulada. Reinicié mis contactos con mis amigas dominicanas. No las amaba, pero a una, no sé, creo que sí. Le transfería dinero para que comieran su hijo, sus padres, sus hermanos y ella... Al salir de casa de mis amigos porque se acercaba la hora del toque de queda, hacía mucho frío en las calles y soplaban vientos helados del norte donde todo estaba cubierto por un manto de nieve. Por esas fechas, recuerdo que escribí unos pensamientos… Basura. Los borré del portátil y leí "Adiós a las armas", de Ernest Hemingway (Dios). Antes de la pandemia, cuando leía a uno de esos magos de la palabra que me hacían volar con la imaginación, no podía terminar de leer sus libros porque era tan perfecto lo que se estilaba en sus páginas que, de algún modo, creía poder ser tan genial como esos privilegiados y escribía como un loco; pero esta vez, con todo lo que había sufrido en unos meses a causa de la pandemia, no quedaban sueños de grandeza en mí. Esa noche que había cenado en casa de mis amigos, al llegar a mi piso, volví a leer "Haiyan". En julio, como recordaréis, leí parte de la novela; pero se hizo muy tarde, me cansé de leer y antes de acostarme en la cama para apagar la luz y observar la madrugada a través del vano de la ventana, dejé el borrador en una estantería, donde se fue cubriendo de polvo hasta ese día de frío invernal. Lo leí todo de tirón. Al llegar por donde me quedé aquella noche del mes de julio, reí cariñosamente al ver que el separador de hojas era una foto del hijo de Lari que imprimí en una copistería. Guardé la foto en un bolsillo de mi camisa y seguí leyendo el libro.   HAIYAN (VOL. 2)   …En la cafetería del hotel Princesa Sofía pedimos otras consumiciones, esta vez dos Coca-Cola con hielo picado y una rodaja de limón, y al servirnos la misma camarera de antes, le dije al fotógrafo: –Estáis hechos de otra pasta. Yo no podría ver tanto y tanto dolor. Dime la verdad, ¿no te ha afectado toda esa mierda de las guerras? –Sí, algunas noches aún grito en sueños. –Oscar, ¿qué hacías para no sentir miedo? –Nada. –¿Crees que ha valido la pena? –No lo sé, pero he aprendido que si algo puede valer la pena en este mundo violento, es el fútbol. –Oscar, ¿te estás poniendo melodramático? Reímos. –No, descuida. –Dime una cosa, ¿echaste de menos alguna vez tu verdadero hogar? –Mi verdadero hogar era el infierno. Luego el fotógrafo continuó con su fascinante relato. El cura sube al altar y suelta una especie de sermón en medio de un gran barullo, sin embargo, a los pocos segundos se hace tal silencio en el templo de Dios que se puede oír, literalmente, el vuelo de las moscas. "El Estado de Sitio no es cosa de broma… Pero regresarán los días de paz. No hay suficiente comida en la ciudad. Solo uno de cada cuatro habitantes de Tacloban está siendo alimentado. En los pueblos y las aldeas la situación es más dramática. Los saqueos han sido frecuentes. Ha estallado la anarquía. Por otro lado, la gasolina y el gasóleo se están agotando. Pero os ruego que no perdáis la paciencia. Las autoridades y los ejércitos filipinos y estadounidenses hacen todo lo que pueden. Pronto tendremos agua potable y llegarán de Manila y del resto del mundo víveres y medicinas. Que vuestro quinto día en "La Zona Cero" sea una experiencia cargada de fe, solo depende de vosotros. No, hermanos, no perded la fe, es lo único que no se ha llevado el Haiyan". Oscar está demacrado y más delgado. La niña reza junto a unos devotos y niños... El dolor que se respira en ese territorio sagrado es de una naturaleza terrible. Por las noches, cuando el templo estaba en silencio, a alguien lo despertaba una pesadilla y un grito horrible perturbaba ese silencio resquebrajando el corazón de todos. Otras veces, alguien rompía a llorar bajito, callaba, se le oía otra vez llorar, esta vez más fuerte, y se le sumaba el llanto de otra persona, y de otras y otras... Oscar sabía que María se comportaba a veces de un modo extraño, pues en unas horas pasó de jugar con muñecas a ver muertos y su ciudad destruida, y si bien algunas personas permanecían aún en estado de shock, ella parecía no querer asimilar del todo la magnitud de la tragedia, como otros niños. Todo Tacloban necesitaba terapia psicológica. Oscar tardaba en conciliar el sueño y se quedaba mirando dormir a la niña a la luz de las velas y los cirios: lloraba en sueños. –Ven, María. Tienes que escucharme. María deja de recitar sus oraciones y se aleja de los niños correteando en su dirección. –Voy a salir en busca de comida. No te muevas de aquí. Tengo algo de dinero y las cámaras para cambiarlas por alimentos. Pasado largo rato Oscar deambula por las calles de Tacloban, donde muchos viven una especie de anarquía violenta. Es consciente de que le pueden robar sus pertenencias, incluso lo pueden matar por robarle. Nadie es de fiar, cualquiera puede pertenecer a una banda organizada. En este mundo no existe el diablo, pero sí el mal. Los comercios han sido saqueados en su inmensa mayoría. Para entrar, han roto escaparates a pedradas o con palancas han levantado persianas metálicas y luego han reventado puertas. Llamean las hogueras y podrían brillar las navajas. Ya no hay muertos en las calles donde una peregrinación de gente vaga famélica. En la siguiente escena se ve atrapado por una jauría de hombres y mujeres que corren ante una serie de cargas policiales de los antidisturbios. Los han acorralado como a una manada de lobos en el centro de una avenida. Él, siempre tan astuto, no sabe cómo se ha dejado enredar en la telaraña. En un momento dado, los antidisturbios vuelven a lanzar gases lacrimógenos, bombas de humo y pelotas de foam y a usar cañones de agua. Los manifestantes violentos y anarquistas, con picos y palas, arrancaron adoquines del pavimento que arrojaron a las fuerzas policiales. Ante las primeras líneas de contención, se encendieron hogueras y se improvisaron barricadas. Antes, cuando algunos violentos anarquistas, que tienen el rostro tapado con un pasamontañas o llevan puesto un casco de motorista con la visera bajada, intentaban acorralar a los policías en otras calles y avenidas, éstos cargaban incluso atravesando las llamas, sin dejar de lanzar pelotas de foam y botes de humo. Habían llegado órdenes de arriba. Sin piedad. Entonces la policía antidisturbios cargó por los dos flancos con una violencia desmesurada para reducir y detener a los manifestantes o al menos no dejarles vía libre y frenar la oleada de robos y saqueos. Una batalla campal. En la refriega, los agentes siguen usando cañones de agua y lanzando bombas de humo y disparando pelotas de foam con tan mala suerte que una de esas pelotas de goma golpea la cabeza de Oscar, quien como buenamente puede, notando temblar las piernas, busca la forma de liberarse de ese tumulto que lo asfixia. Nota un fuerte zumbido en el cerebro y la sensación de que su alma se separa de su ser carnal. Ve pasar por sus flancos a los anarquistas corriendo a grandes zancadas, algunos se vuelven y profiriendo gritos que parecen rugidos lanzan piedras y cócteles molotov a los antidisturbios. A un manifestante se le cae uno de los cócteles que estaba manipulando y en un parpadeo una intensa llamarada muy luminosa crece desde sus pies hasta su cabeza y luego el desdichado corre como una auténtica antorcha humana intentado apagar las llamas a manotazos –sus gritos son espantosos–, mientras los demás se apartan de él, hasta apagarse sus alaridos, caer al suelo y al rato quedarse ya completamente inmóvil, envuelto en serpientes de fuego. Oscar se palpa la frente, no mana la sangre, luego se vencen sus rodillas y cae al suelo de boca y la muchedumbre lo pisotea; pero sacando fuerzas de la nada vuelve a ponerse en pie, y de nuevo empieza a dar los pasos como un borracho que no puede ni con su vida. La humareda que forman las bombas de humo es irrespirable. Se oyen toses. Y de súbito, más gases lacrimógenos. Oscar nota fuego y picor en los ojos, las vías respiratorias y la garganta. Se ahoga. Tose mucho. Sin dejar de dar los pasos buscando la forma de salir de esa ratonera, se abre el cuello de la camisa y pone la palma de una mano sobre su pecho. Sigue tosiendo y tosiendo. Necesita aire puro. Las lágrimas forman ríos de agua en sus mejillas, negras por el humo. Pese a estar a punto de desmayarse, él sabe que las órdenes del ministro del Interior son enviar tropas del ejército si los anarquistas no se debilitan con estas cargas brutales. Sin embargo, los rebeldes van perdiendo su ardor salvaje, y al cabo de un momento, cuando Oscar ya está fuera de la nube de humo, ya hay muchos detenidos que están siendo esposados para pasar en las próximas horas a disposición judicial, entonces llegan órdenes del alto mando de que una de las líneas de contención abandone su posición para que se disuelva la manifestación lo más rápido posible sin lamentar más heridos y muertos. Los han aplastado y tardarán un tiempo en reorganizarse. Oscar se mueve renqueante como un tullido apoyando su hombro contra una pared de ladrillos rojos medio derrumbada, los gritos y las sirenas penetran en su cabeza como una lluvia de alfileres, y por fin, distingue borrosamente una puerta entornada de un pequeño kiosco de prensa que ha sido saqueado, consigue pasar a su interior y se desploma sobre montones de hojas de periódico. Ese mismo día, ya avanzada la mañana, en la otra isla, Juan está junto a Carlo y "bolita de arroz" en un polideportivo lleno de un gentío famélico. Resplandece el sol como una moneda de oro en lo alto de un cielo límpido y azul. –Lo que no entiendo es porque no vas a la policía. Te llevarán con tu abuela y tu hermana –le comenta Carlo al hermano de María. –No puedo ir, ya os he dicho que me pueden detener y encerrar en un correccional de menores. Seguro que me tienen fichado. Además, soy cómplice de asesinato, soy carne de cañón. –No, tú no hiciste nada, fue ese tal Eduardo quien ahogó a la pobre ancianita –dice Carlo. –Eres inocente. Ningún juez te procesaría –remata "bolita de arroz". Juan se reserva para sus adentros los pensamientos y a "bolita de arroz" le suenan las tripas. –Hace cinco días de la catástrofe y no envían alimentos. No comemos nada desde hace un día. Nos vamos a morir de hambre –suspira Carlo tras hacer esa fatal observación. –¿Y qué podemos hacer? –pregunta Juan. –Nos vamos al campo. Sé cazar –comenta Carlo con gestos, sin embargo, de inmensa preocupación–. Algún agricultor con la despensa llena de arroz y batatas se apiadará de nosotros– añade el de la Toscana. Algo más tarde, los tres amigos se alejan del polideportivo por un camino que a su vez los aleja de la ciudad fantasmagórica. –Tendremos que estar muy alerta con los secuestros. Si vemos algo sospechoso, huimos cada uno en una dirección. De ese modo tendremos más oportunidades de escapar. Quizá, algún día, nos volvamos a encontrar –comenta Juan ya lejos de la ciudad destruida. –¿Para qué raptan a los niños? –pregunta atemorizado "bolita de arroz". –Los explotan sexualmente. Aunque corre el rumor en los bajos fondos de que también para extraerles el hígado, el corazón, los riñones... Tráfico de órganos humanos. –Yo sé defenderme –gruñe como una fiera amenazada Carlo. Se ve en la siguiente escena a los niños explorar por los cultivos arrasados de maíz, caña de azúcar, arroz, mandioca, batatas, tomates y cebollas. Todo se ha echado a perder. Buscan animales para cazar en campos abiertos y en espacios más cerrados. Han fabricado lanzas y Juan tiene una navaja. Se cruzan con cadáveres podridos de animales bovinos y de carabaos medio devorados por las alimañas y las aves carroñeras en cuyas cuencas vacías se retuercen madejas de gusanos. Comen caracoles, lagartijas e insectos. En un riachuelo poco profundo de glaucas aguas sucias la corriente arrastra pececillos muertos en estado de descomposición, el agua corre más adelante sobre bancos de arena entre guijarros rojos, y luego donde se ensancha el cauce a una de sus orillas en la playa de arenas blancas se ven más peces muertos y cadáveres de pájaros y troncos y hojas de palmera. Los caminos y las carreteras se han borrado del mapa, parecen cicatrices de barro y hojas de palmera que atraviesan montes pelados y valles. Pasan por una aldea que tiene todas sus casas derribadas donde los lugareños comentan que en su pequeño cementerio las vírgenes, las cruces y los ángeles de piedra caliza están tirados sobre las tumbas perturbando el descanso eterno de los muertos. Más adelante, en un monte pelado que semeja cubierto de una capa de chocolate y se alza al frente al final de una carretera serpenteante con barrancos pedregosos en sus flancos donde hay postes de energía eléctrica caídos, vislumbran unos desgarrones de verde vegetación moteando la ladera. Solo allí quedan vestigios de vida. Toda la isla ha desaparecido. Entonces, los chicos, que lo han vivido todo como una especie de sueño tormentoso, inhumano y traumático, por fin, asimilan la realidad y se abrazan para llorar como hermanos de sangre. En la siguiente escena llegan a una casa de campo de piedras calizas donde el granero, el ganado, las bestias de tiro y los establos han volado por los aires y un tractor tiene sus grandes ruedas hundidas en un barrizal; pero el viejo campesino los encañona con una escopeta y descorre el seguro del arma y los niños corren aterrorizados mientras el sol empieza a declinar llenando de sombra las cercanas colinas peladas. En la siguiente escena ven a un cerdo pequeño en un campo. Corren tras él, gritando como verdaderos salvajes mientras el sol se pone tras una montaña. Acorralan por fin al puerco contra una pared de pizarra que forma una herradura. El pequeño y cebado mamífero gruñe y pasa por debajo de las piernas de Carlo, a quien no le da tiempo de azuzarlo con la lanza, y Juan ha saltado sobre el gorrino y le clava el filo de la navaja en la nuca; pero debido a la gruesa capa de piel y cedras no lo ha herido de muerte, sin embargo, Carlo consigue coger a la presa por una pezuña de una pata trasera y Juan lo sigue apuñalando…. El cerdo lanza una serie de chillidos terribles, y tras el paso de unos espantosos segundos, se desploma por fin, sangrando a borbotones por las profundas heridas. Por fin carne arrancada a la vida, carne… En esos momentos, María está preocupada por el fotógrafo, pues hace ya mucho tiempo que se fue y no ha regresado. Se asoma por el umbral del portón de la iglesia al exterior, se persigna y por último saca de un bolsillo de sus tejanos la estampa de un santo y reza para sus adentros como muestra de fe, aunque con el rostro constreñido. Luego nota de sus ojos manar unas gotas muy gruesas y muy calientes. Una mujer joven, guapa y bien vestida se acerca a ella. Es Cameron Manila. –¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras? –Lloro porque toda la gente que me importa desaparece. Bajo un firmamento constelado, en la calle resplandecen las hogueras a merced de los susurrantes vientos del monzón. Los tres chicos están a cobijo de la noche en una espelunca. Fuera han encendido una hoguera con maderas que había dentro de la cueva cuyo humo asciende a la noche constelada. –Tengo la tripa llena –dice Carlo. Restallan las carcajadas. –La pena es que la carne que nos ha sobrado pronto empezará a pudrirse. –A mí me gustaría estar con una mujer –comenta "bolita de arroz". Vuelven a restallar las risotadas en el interior de la pequeña cueva. –Hace seis meses le vi los pechos a una vecina de quince años. Sabéis, probablemente esté muerta. El Yolanda ha sido así. Por un momento, reina un profundo silencio en la cueva al tiempo que los tres amigos cruzan sus miradas a la tenue luz del fuego que penetra en la gruta rocosa hasta desvanecerse en la oscuridad. Y por fin Juan rompe en sollozos que le encogen el alma. –¡Qué tragedia! ¿Qué habrá sido de mi abuela y de mi hermana? –A lo mejor has tenido más suerte que nosotros –lo consuela Carlo. –No llores, mi padre vendrá de Manila y nos salvará. Llevará a Carlo con sus abuelos a Cebú y encontrará a tu abuelita y a tu hermana. Te lo juro –le da ánimos "bolita de arroz". Los tres niños guardan unos segundos de silencio, y súbitamente, fuera se oye un chasquido que los pone en estado de máxima alerta. –Son los espíritus del bosque –comenta temblando de pánico "bolita de arroz". Juan, tras secarse las lágrimas de los ojos con los nudillos, asoma el rostro y ve cómo alguien que gime como un niño o una niña les ha hurtado las lanzas y parte de la carne. –No os mováis, iré a ver –intenta tranquilizar al resto. El hermano de María sale de la gruta esgrimiendo la navaja y rasgando el aire con rápidos movimientos. Ve una sombra correr bajo la luz de la luna haciendo crujir algunas ramitas. –No eres un fantasma, te atraparé –grita colérico el muchacho de Tacloban mientras a su espalda retumban en la inmensa noche los gritos de guerra de Carlo. Juan ha esprintado tras su presa, cada vez está más cerca, más cerca, más cerca, y al cabo de un rato, la sombra cae sobre una vaguada embarrada. Juan llega a su encuentro y ve el rostro de la criatura del bosque, de tez clara. Se acuclilla. –¿Cómo te llamas? –Sally. Más tarde, "bolita de arroz" echa más leña al fuego y asa unas tajadas de jugosa carne magra. A Sally el olor de la comida le hace la boca agua. Lleva puesto un vestido blanco manchado y tiene las uñas sucias de barro. –Éramos cinco en total, dos niños de trece y tres niñas de doce. Me fui a hacer pis lejos, porque los chicos miraban al menor descuido, entonces oí sus gritos. Me acerqué al camino llevando mucho cuidado y detrás de un árbol vi cómo los subían en una camioneta. Quien daba las órdenes era un hombre que tenía un pañuelo de la cruz celta en la cabeza y llevaba puesta una chupa de cuero negro con remaches de metal. –Sally, nosotros te protegeremos. Por cierto, ¿de dónde eres? Nunca había tenido tan cerca un cabello tan rubio como el tuyo –le comenta Juan. –Soy de Missouri. Está en el centro del país, se trata de la zona más profunda de los Estados Unidos. Mi madre es traductora y mi padre financiero. Yo estaba con unos vecinos, pues mi madre estaba en Tokio y mi padre en Dublín. Los vecinos… no... no… –Tu pelo dorado como el trigo es muy bonito resplandeciendo a la luz del fuego –añade Juan. La niña se sonroja, y luego, por fin, come vorazmente. La gente duerme mientras María llora y Cameron hace lo imposible por consolarla. –Se llama Oscar –dice la chica en un momento dado. –Venga, María, no llores. Seguro que aparece tu amigo. Sabes, yo también tengo un ser en mi vida que se llama Oscar. Es fotógrafo. –El Oscar del que yo te hablo también es fotógrafo. Ha estado en muchas guerras. Antes bebía, pero lo va a dejar. Es alto, de piel bruñida, sueco… –Santo Dios, el mundo es un pañuelo. Las dos nos referimos al mismo hombre. María solloza durante unos minutos y Cameron le peina, a la luz tenue y dorada de las velas y los cirios de las hornacinas, los negros y lacios cabellos. –Como te he dicho, salió en busca de comida, pero nunca volverá, como mis padres, como mi hermano. –Él me quería, aunque solo a su manera. Era tan especial para mí. –¿Por qué hablas de Oscar en tiempo pasado? Crees que ha muerto, ¿verdad? –No, mi corazón me dice que no está muerto. Es muy astuto. Al dejar de peinarle los cabellos, la niña dice en voz muy baja: –Tengo mucha hambre. Salimos del hotel princesa Sofía y montamos en un taxi que nos subió a Montjuic. Ya en la cúspide de esa montaña urbanizada en cuyo barrio se edificaron el estadio olímpico y la villa olímpica, observamos las luces del crepúsculo y la panorámica de la ciudad de Barcelona y de algunas ciudades industriales donde se podía observar con más crudeza "el efecto invernadero". Chimeneas infernales expulsando humo negro, y en el otro extremo, el mar Mediterráneo, de aguas verde oscuro a esas horas. Poco a poco la luz del cielo fue oscureciendo y en el mundo resplandecieron con mayor intensidad las luces artificiales. El mar ya no podíamos verlo, pero sí la luces de los pequeños pesqueros. Soplaba una brisa fresca. El fotógrafo había conocido otro mundo, la otra cara de la moneda, y sin embargo, parecía un hombre que se hubiera pasado la vida entera sin sentir sobresaltos en el corazón. Era alto, moreno y fibroso y aún se mantenía en forma para jugarse el tipo en una trinchera o una barricada por conseguir la mejor toma de guerra. –Los muertos, querido escritor, me refiero a algunos, se me aparecen en sueños –me dijo con la mirada fija en las luces de Barcelona. Me lamenté en voz baja junto a él y le di unas suaves palmadas en la espalda. –¿Volverás a primera línea? –Vivo el presente. Ahora estoy en BCN, dentro de unos meses o un año, ¿ya veremos? No programo mi futuro. Tú, en cambio, requieres de muchos planes de futuro para vivir. –Es posible, la rutina en una ciudad pequeña condiciona mi estilo de vida, pero al menos escribiendo vuelo con la imaginación. –La mente no tiene límites… –Ya, escribir se me da bien, pero es tan difícil aprender a jugar los juegos de la vida. –Ahora que has nombrado la palabra "aprender, te diré algo para que pongas en tu "Haiyan". Yo aprendí mucho espiritualmente de los habitantes de Tacloban. Muchos filipinos, ante la mayor catástrofe natural de su historia, aunque llenos de dolor, destilaban amor como las uvas destilan vino. Veías a personas que no se conocían de nada abrazarse entre montones de escombros, a gentes de todas las edades y clases sociales ayudando a los profesionales, entre los que había desde arquitectos y aparejadores, pasando por psicólogos, hasta personas entrenadas para subsistir y matar en manglares y junglas. Unos ciudadanos colaboraban en labores de desescombro o achique de aguas, otros se prestaban para echar una mano a los camilleros, otros empujaban a las ambulancias que se quedaban con sus ruedas atascadas en el barro. Y sabes, el contraste era muy grande, pues mientras sus corazones lloraban, sus labios sonreían… Luego el aventurero me dio una fuerte palmada en la espalda y reanudó su relato. Oscar se nota turbado y vaga famélico por unas calles estrechas donde, como nota predominante, llamean las hogueras frente a las ruinas. Se siente observado por la gente; algunos forman corros junto a las fogatas y otros deambulan como almas en pena. En esa ciudad devastada queda poco por saquear. Debilitado como está, el fotógrafo sería presa fácil de uno de los tantos depredadores de la noche que se dedican a asaltar a gente desesperada. Tiene la mirada turbada y un hematoma cerca de la sien izquierda por encima de una ceja. Aunque conozca el camino de vuelta, se le está haciendo muy largo y tortuoso. Nota el estómago vacío y la garganta seca. Cada minuto que pasa le cuesta más ir dando los pasos. Solo quiere llegar a la iglesia de los Redentores, darle un beso en la frente a María y echarse a dormir. Se inclina sobre un charco algo profundo donde se espejea su imagen trémula y borrosa y se limpia la cara de hollín y termina formando un cuenco con ambas manos para aplacar su sed de lobo. Suenan de súbito en toda la ciudad las sirenas que anuncian el toque de queda. El cielo está bastante oscuro con una capa de nubes anaranjadas que parecen incendiar el mundo y los cielos hacia poniente. A la tenue luz de las velas, con la espalda apoyada contra una pared del confesionario de madera, Cameron peina los cabellos negros de María, que brillan intensamente. Es ya muy tarde y no han podido aún pegar ojo. Cada minuto que pasa es más débil en sus corazones la esperanza de volver a ver a Oscar Wolf con vida. Como todo el templo de Dios están sumidas en un profundo silencio, pero de cuando en cuando cruzan sus miradas y exhalan un lánguido suspiro. Por algunos momentos se quedan a duermevela, despertándose sobresaltadas al recordar a Oscar. ¿Qué habrá sido de él? Y pasados unos minutos, se oye en todo el templo de adoración católica el chirriar del portón de madera. Ambas dirigen abriendo mucho los ojos en esa dirección sus miradas y al ver cómo al trasluz de una hoguera muy alta se distingue la figura de un hombre alto y corpulento cruzar el umbral, lanzan un fuerte suspiro lleno de esperanza e inquietud. El portón se cierra y lentamente la divina figura camina hacia ellas como un ángel que, envuelto en aromas de cera derretida, flores, incienso y mirra, flota junto hornacinas de velas y cirios encendidos. Entonces, saben que es Oscar. –¡Cameron! ¿Qué haces aquí? No entiendo nada –farfulla perplejo el fotógrafo sueco segundos después mientras las dos chicas no pueden contener la emoción y el llanto. –Tranquilo, tranquilo –le susurran. –Dadme agua. Y hacedme sitio. Necesito dormir –dice él, y luego le da un ardiente beso en la frente a la niña hasta sentir sus secos labios aplastados y se abraza a Cameron con todas sus fuerzas. Dios ha sido misericordioso. En Samar, los niños encontraron agua dulce en un manantial situado en una montaña desde donde pudieron otear los barrancos que bajaban hasta un valle cubierto de sembrados que habían... desaparecido. La carne de cerdo se había podrido... Ahora transitan por un sendero que los dejará donde se abre el valle. Soplan los vientos del monzón y el cielo parece un mar azul. –Andemos con mucho ojo, si aparece una camioneta e intentan raptarnos, corremos cada uno en una dirección. Juntos nos apresarían a todos –dice Juan al resto. Sally rompe en tenues sollozos, pero Juan le pasa una mano por la espalda y ella se tranquiliza. Llevan andando sin hacer un alto en el camino durante más de tres horas. Ya en el valle toman un camino embarrado. A "bolita de arroz" le duelen los pies, y entrecerrando los ojos, arroja algunos quejidos. –Gordinflón, aprende a controlar el dolor –le reprende Carlo, que de vez en cuando mira a todos lados por si ve aparecer a los esbirros del Nazi. Algo después "bolita de arroz" no puede ni con su joven alma. Tienen ampollas en los pies. Las montañas y las colinas que encuentran a su paso también están peladas de vegetación y las lluvias del monzón que sopla del sudoeste los siguen calando por completo hasta entumecerles los huesos. Samar agoniza. El grupo necesita encontrar caza. Al atardecer hacen un alto en el camino en la cima de un cerro donde han subido para ver si otean algún pueblo a lo lejos. Los ánimos están crispados. –Carlo, nunca tuvimos que hacerte caso. En el polideportivo solo hubiésemos tenido que esperar unas horas más para que llegara la comida –le espeta contrariado Juan a su amigo. –No sabemos realmente si habrán mandado alimentos a las ciudades, pero tranquilos, pronto cazaremos un cerdo –arguye el chico de la Toscana, aunque con mirada distante. –Por el cielo pasan helicópteros americanos de vez en cuando –comenta Sally. –Carlo, nunca debimos hacerte caso, puerco italiano –grita Juan hecho una furia, y luego le lanza un escupitajo en la cara. Entonces, tras limpiarse con la palma de una mano una mejilla de saliva, Carlo le da un fuerte manotazo en el pecho a su colega, quien retrocede casi dos metros en la cumbre del cerro donde apenas se distinguen unos ralos tallos de hierba verde despuntar del barro. –Hijo de puta, te voy a dar tu merecido –grita como un poseso el hermano de María, y acto seguido, empuja al niño italiano, que cae de culo sobre el barrizal. –No, por favor, no pelead –grita Sally apurada, llevándose las manos a la cabeza como fiel representación de la imagen de "El grito", del inmortal grabador y pintor del pueblo noruego Edward Munch. Pero Carlo se incorpora impulsado por un resorte y lanza un par de puñetazos que impactan en la cabeza y un hombro de Juan… Bajo las luces sangrientas del ocaso, ha empezado el combate en la cima del cerro. En la lucha se dan puñetazos y patadas. Al rato Carlo tiene un labio partido y a Juan le caen gotas de sangre de la nariz. En cierto momento los dos se agarran como pequeños luchadores de sumo y caen al barro, y en breve, Juan está encima de Carlo con las rodillas clavadas en sus clavículas y le atiza un par de puñetazos en el rostro; pero Sally y "bolita de arroz" cogen al de Tacloban por los hombros y el cuello y tiran con todas sus fuerzas hacia atrás haciéndolo caer de espaldas. De inmediato, lanzando fuertes gritos de guerra, se levantan los dos al mismo tiempo con la misma ansia de destrozarse, de hacerse pedazos, y ahora es Carlo quien le propina un puñetazo a Juan abriéndole una brecha en un pómulo. Se enzarzan de nuevo y vuelven a caer sobre el lodazal y, por fin, Juan vuelve a estar encima de Carlo con las rodillas clavadas sobre sus hombros; pero cuando alza el puño para golpearlo y ve el miedo y la derrota en sus ojos, exhausto, tras arrojar un aullido de desesperación, se deja caer a un lado... La lucha ha terminado… Tras el paso de unos segundos, Carlo, ya de pie, le tiende una mano a su amigo y él la coge, toma impulso y se incorpora. Ambos tienen los brazos, el cuello, el pecho, la frente y el rostro manchados de barro, magulladuras y cortes y las camisetas rotas y sucias. Se abrazan llorando como niños pequeños. Al día siguiente, a los muchachos les ataron las manos y los transportaron en el remolque de un tráiler junto a otros niños a un lugar secreto. Ahora están Juan, Carlo y "bolita de arroz" en una especie de barracón de estilo militar dotado de muchas literas. No saben nada de Sally. Al bajarlos del camión, el Nazi le acarició el rubio cabello a la niña y le hizo una seña a uno de sus esbirros, quien la cogió de un brazo y se la llevó tras abrir una puerta de hierro. El techo es muy alto y tiene varios tragaluces. Se trata de una especie de nave vacía con grafitis de simbología nazi en las paredes. "Sally, Sally", sollozaron los niños. Esa puerta que se había cerrado era la puerta del mismísimo infierno. Luego los metieron en el barracón y cerraron la puerta con un grueso candado. Había más niños allí dentro. Al día siguiente les extrajeron sangre y les hicieron una especie de chequeo médico. Juan sabía para qué todo ese protocolo, pero procuraba mantener la calma ante sus amigos. Los nutren bien. Hacen las necesidades en un cuarto de baño que hay en el barracón. Ahora han debido de pasar tres o cuatro días y los raptores se llevan a niños que ya nunca regresan. Había descendido la temperatura, por lo que tuvimos que ponernos las ropas de abrigo. En el alto cielo titilaban infinidad de estrellas y la luna llena se alzaba sobre el mar. Bajo esa luna llena que se alzaba dejando una blanca estela en las oscuras aguas, en otra ciudad mediterránea, yo había visto pasar las luces de un trasatlántico. Oscar Wolf se estaba fumando un cigarrillo rubio. –Fumo poco –me dijo–. En países árabes dicen las malas lenguas que el tabaco de contrabando lo adulteran con bosta de dromedario. Ahogué unas carcajadas sintiendo por fin brillar de felicidad mis ojos eternamente tristes. El taxi esperaba cerca con el motor apagado. –¿Quieres que demos un paseo en coche y termino de contarte mi película? Asentí repetidas veces, y antes de hablar, llené mis pulmones de un estupendo olor a pinos. –Me parece una idea excelente. Sabes, aunque sea escritor, creo que no hay palabras en el mundo para describir lo que siento. Nunca había estado con una persona como tú. Oscar dio unas últimas pipadas al cigarrillo rubio, aplastó la colilla en el suelo y se la metió en un bolsillo de los vaqueros. –Ahora daremos un paseo en un BMW por los pueblos y las ciudades de la Costa Brava. Ya en el asiento trasero del coche, lanzamos unas estruendosas carcajadas y bajamos las ventanillas. La iglesia de los Redentores, todo Tacloban, son un lugar de sufrimiento. Al mediodía lo ven aparecer cargando su mochila enorme a la espalda. Ellas dan saltos de alegría, y al estar juntos, mientras Cameron besa a Oscar en la boca, la niña se abraza fuertemente a él rodeando con los brazos su cintura. –Traigo alimentos y agua. Menudos usureros, en volver a Europa compraré otro equipo fotográfico –les dice Oscar en voz muy baja, como si estuviera rezando–. Tenemos que irnos de aquí. Iremos a casa de María. Con esto, racionándolo, podremos pasar unos días, hasta que lleguen las ayudas humanitarias en más número. Hasta entonces, tenemos que guarecernos. Cuando algo más tarde pasan a la casa de María, comprueban que parte del techo de la segunda planta se ha hundido. Pero las paredes se conservan intactas Flota en ese hábitat un repelente hedor. –Será tu abuela –dice Oscar. Pero la niña se encoge de hombros, y arqueando las cejas, niega con la cabeza alzando la mirada hacia su rostro. –Saltó medio tejado y el cadáver de mi abuela, que subió al segundo piso a por sus dosis de insulina, voló por los aires como una muñeca de trapo. –¿Tenías algún animal en la casa? –Un perrito. –No moveos de aquí. A los pocos segundos, al fondo del zaguán a mano derecha, Oscar empuja una puerta que había entornada. Dentro, parte del techo se ha hundido sobre una vieja cama de matrimonio. No parece haber nada sospechoso, es el perro muerto, allí murió de miedo. –Es el cadáver de tu perrito. Lo siento. Lo meteré en una bolsa de basura y lo sacaré a la calle y nos iremos en busca de otro refugio. La casa puede haber sufrido muchos daños, hay una grieta muy grande en el suelo –les dice Oscar nada más salir al zaguán. A la pequeña filipina se le humedecen los ojos al recordar a su perrito. –Ésa era mi habitación –segundos después María señala la puerta que hay en la pared opuesta. La niña gira el pomo, empuja la puertecita y pasa a su interior, y de súbito, resuena un grito de horror y locura dentro del dormitorio. Oscar Wolf entra en tensión en una fracción de segundo. Está acostumbrado a esa tensión psíquica, pero por primera vez en su vida se siente muy mayor para liberar todo ese torrente de adrenalina. Al instante, Oscar y Cameron entran presurosos en el pequeño dormitorio. Todos contienen las náuseas. Hay un ser humano descuartizado y un enjambre de moscas que zumban revoloteando. Y lentamente, sin hacer ruido, se abre una puerta corrediza del armario de pared. En la oscuridad, se ven los ojos del diablo…. Cuando Oscar se despierta, siente el cráneo dolorido. Al principio ve una nube borrosa y no puede recordar; pero en cuanto consigue distinguir la imagen de un filipino joven de rasgos chinos que se ríe a carcajadas a varios metros de distancia, se llena de cólera y tras incorporarse en un suspiro, da unas enormes zancadas para abalanzarse sobre él, solo que cuando está llegando a su altura nota un seco tirón en torno a su cintura y cae al suelo sintiendo una fortísima opresión en el vientre y golpeándose el rostro contra el parqué. –Eso ha tenido que doler. Me ha dolido incluso a mí –le dice en tono jocoso el torturador en inglés. –¿Quién eres? –le pregunta conteniendo el odio el fotógrafo, aún tendido boca abajo en el suelo tras alzar el rostro y observarlo levantando las cejas. –Como no nos conocemos de nada, puedes llamarme "el hombre desconocido". –¿Y la niña y la mujer, están vivas? –Todavía sí –el cerdo se lame muy lentamente la comisura de los labios con la punta de la lengua y luego arroja unas estentóreas y abominables carcajadas. –Te golpeé la cabeza con una botella y antes de que ellas pudieran escapar para dar la voz de alarma les apunté con un revólver que encontré en la casa de un cadáver Temblaban muertas de miedo. Te cacheé; pero nada valioso, solo una navaja con la que os iré cortando poco a poco para probar vuestro sabor. –Por favor, te lo imploro, déjalas vivir –le suplica Oscar casi al borde del llanto. –Ellas están abajo, trabadas como ganado de camino al matadero –vuelve a reír el psicópata. Oscar las oye lloriquear por el hueco del suelo que se ha hundido a un par de metros a su costado derecho dejando una obertura por donde puede pasar un caballo. –Si se hunde el techo, quedarás colgando por la cintura, como un puerco –se parte el pecho de risa otra vez el psicópata. Oscar desea tenerlo cerca para tener una oportunidad. –Por favor, por favor… –Son obedientes. Les he jurado que si gritan, te mataré en el acto. Deben de quererte mucho –ríe por enésima vez el hijo de Satanás–. Lo que más me atrae de mis presas, es ver el terror en sus ojos antes de que las extermine. Oscar, disimulando, observa a su alrededor en busca de algo que pueda convertirse en arma arrojadiza. Su tensión psíquica va en aumento mientras "el hombre desconocido" va narrándole bajo el umbral de la puerta con todo tipo de detalles todas sus "hazañas" desde que se fugó del penal. Entonces, Oscar agudiza su ingenio. –Cameron, de eso, no le digas nada, nada de nada. Nos matará igual. Cameron, en la habitación de abajo, la misma habitación donde está el perro muerto, capta de inmediato que tiene que improvisar algo, lo que sea… Pasan unos trepidantes segundos llenos de suspense… –No, Oscar, dile dónde escondes el dinero y las joyas y que nos deje marchar. –No, nos matará igual. Es un sociópata… Impera durante unos segundos un profundo silencio. En ese breve espacio de tiempo, Cameron y Oscar cierran los ojos y rezan interiormente. –¿Dinero, joyas? –farfulla al fin el cerdo psycho killer. –Son los ahorros de toda una vida y las joyas que heredé de mi madre. Será todo tuyo si dejas marchar a las chicas. Suéltalas y te diré dónde está ese tesoro. –No conozco esta ciudad. Iremos, pero no serás tú quien venga. La zorra esa es más vulnerable. A la niña y a ti os amordazaré. Si es verdad lo que contáis, ella no se arriesgará a intentar huir, porque la mataría y a vosotros os haría pasar un suplicio torturándoos durante días y días enteros. La llevaré cogida de un brazo, con el revólver envuelto en una chaqueta. Y si es todo un farol, ella morirá y a vosotros os torturaré hasta que me imploréis que os mate, y entonces, os mataré y gustosamente iré cocinando y degustando partes de vuestro ser carnal. –Ella no conoce el lugar, cerebro de mosquito –le grita Oscar aterrado, alzando los ojos hacia él, aún tendido en el suelo boca abajo. –Vale, ahora mismo bajo y descuartizo poco a poco a la niña y la voy guisando si Cameron no me dice que me puede llevar donde guardas tus riquezas. –Está bien, te llevaré, loco impío –solloza Cameron atrapada como una mosca en la miel. Ya solo les queda una sola oportunidad. En cuanto el descuartizador baja por las escaleras del vestíbulo para coger cinta aislante con la que amordazar a Oscar, éste, aún tendido en el suelo boca abajo, se arma con un filo de cristal que había en el suelo y esconde en un bolsillo del pantalón vaquero. Tiene que ser en cuanto le esté poniendo la mordaza. Cuando el psicópata sube a la habitación, cauteloso, encañonando a Oscar con el revólver, camina hacia él, que está de pie. –Date la vuelta. El señor Wolf obedece. –Te estoy apuntando a la nuca. No te hagas el héroe. Te voy a pasar la cinta aislante y vas a ponerte tú solo la mordaza. Luego, como he cambiado de planes, te amputaré los dedos de las manos y de los pies para que no puedas quitarte la mordaza. Si intentas algo mientras voy dejándote sin dedos, te mataré, pues si mueres, me da igual, ya no me vales. Y si aún vives, en volver con Cameron, las joyas y el dinero, veremos si os dejo vivir, aunque llevándome antes algo de vuestros cuerpos de menú. Ahora, cruza los brazos y pon las manos en la parte trasera de los hombros. Oscar, sin rechistar, vuelve a obedecer. El asesino le tira la cinta aislante a los pies. Oscar coge la cinta y se amordaza. Nota su cabeza más caliente que una caldera y por sus poros mana un sudor frío y pegajoso. –Tendré que asegurarme de que la mordaza está bien sujeta. Tranquilo, de momento no voy a cortarte los dedos, era broma. Eso lo reservo para la función que voy a interpretarles a tus chicas en volver con las joyas y el dinero. Ponte en cuclillas con las manos cruzadas en los tobillos. Y Oscar obedece de nuevo. Segundos después, el fotógrafo, con el corazón aún más desbocado, sabe que ha llegado el instante más crucial de su vida. El psicópata está detrás de él, y en cuanto se inclina levemente palpando con lo dedos de una mano la mordaza, Oscar, con todas sus fuerzas, se impulsa con las piernas y su cráneo golpea la boca del caníbal para que acto seguido resuene un disparo que retumba como un cañonazo entre las paredes; pero debido al impacto que ha recibido el chico malo, el punto de mira ha perdido su objetivo y la bala se desvía varios grados hacia arriba. El "hombre desconocido" ha retrocedido un metro y medio. El pistoletazo puede alertar a los vecinos. Los matará y se marchará a otro lugar donde convertir su hábitat en el teatro de un monstruoso carnicero… Está aturdido y le sangran los labios, escupe sus dientes; pero consigue rehacerse en un santiamén y trata de encañonar a su presa, solo que Oscar, a la desesperada, antes de que lo tenga en su punto de mira, salta sobre él como un tigre y ambos se precipitan por el hueco que se abre en el suelo al tiempo que se oye el retumbo de otro pistoletazo cuyo proyectil se pierde en la nada y el revólver se precipita sobre la cama cubierta de cascotes. Oscar tiene cogido a ese hombre con todas sus fuerzas para que no caiga, pues él quedaría colgando sujeto por la cadena y éste tendría vía libre para jugar al medievo con las chicas. Lo aprieta contra su cuerpo como si fuera el abrazo de un oso mientras el psicópata lucha para liberarse de ese poderoso abrazo. El forcejeo es despiadado. Los dos se balancean en el aire. Oscar tiene que coger de un bolsillo el filo de cristal, le va la vida en eso, aunque de momento le es imposible. Segundos después, llega un momento en que el filipino consigue agarrar del cuello con ambas manos a su enemigo y empieza a apretar con todas sus fuerzas mientras él lo sigue oprimiendo contra su cuerpo para que no se suelte. El antropófago le va a fracturar la tráquea, entonces, como el cerdo tiene las dos manos ocupadas, el fotógrafo sabe que le ha llegado el instante de jugárselo todo a una carta, y percibiendo el fuerte balanceo sigue oprimiendo a su torturador contra su cuerpo esta vez con un solo brazo al tiempo que con la otra mano se vale del filo de cristal que guarda en su bolsillo derecho. Segundos más tarde, en el forcejeo, el cristal se precipita al vacío e, instantes después, el psicópata vuelve a apretar el cuello del artista sueco con ambas manos. Ambos mantienen a un palmo de distancia las miradas, duras como el hielo. Oscar está a punto de perder la consciencia; pero pasados unos segundos el filipino empieza a parpadear repetidas veces mientras sus poderosas manos van perdiendo fuerza hasta semejar las de un niño pequeño. Antes de perder su arma afilada, Oscar había conseguido seccionarle la arteria femoral a la altura de la ingle izquierda. Al soltarlo cuando ya solo caen unas gotas de sangre, se desploma sobre el denso charco rojo como una marioneta a la que le cortan todos los hilos. Oscar se quita la mordaza. –Ya está muerto... Ahora gritemos…, gritemos con todas nuestras… fuerzas... Alguien… vendrá a liberarnos.. Dos horas después ha terminado la pesadilla… La calle oscura se ha llenado de luces de ambulancias y de coches patrulla que hacen sonar sus sirenas. Las ventanillas del taxi estaban bajadas y tanto Oscar como yo podíamos aspirar el olor penetrante del mar Mediterráneo. Al pasar por la carretera cerca de unas ciénagas, verdaderas nubes de mosquitos colisionaban contra la luna delantera del coche, por lo que constantemente el taxista accionaba el parabrisas. La luna llena debía de estar sobre nosotros y derramaba su nívea luz sobre los campos oscuros. Ya en términos de Girona, donde soplaban fuertes vientos de Tramontana, el taxi dio media vuelta en una rotonda que tenía una fuente iluminada en el centro e inició el camino de retorno a la ciudad condal. –¿Qué pasó con el hermano de María y el resto de niños? –le pregunté. Y Oscar siguió contándome. Habían entrado los hombres malos y se habían llevado a Juan, pero el niño de Leyte les pidió a sus amigos que no llorasen. Y no lloraron. Pensaban que les aguardaba el mismo destino que a su amigo, sintieron un pie fuera de este mundo, recordaron que hacía tan solo unos días fueron unos chicos felices, pero no derramaron ni una sola lágrima. La nave estaba custodiada por un buen número de hombres armados con pistolas, escopetas y fusiles de asalto y subfusiles. El cirujano y su equipo médico y sanitario trabajaban sin descanso. Cada día entraban niños nuevos en ese maldito lugar. Flotaba en ese ambiente estanco un aire lóbrego. Ahora, Carlo y "bolita de arroz" recitan en voz alta sus oraciones oyendo los sollozos del resto de niños. Hace un rato que se han llevado a Juan. Pronto les llegará el turno. Cuando un niño ve la muerte tan cerca, sabe que no ha tenido tiempo en la vida ni tan siquiera de aprender a dar los pasos. Nunca Carlo y "bolita de arroz" conocerán el amor que siente un hombre por una mujer, nunca errarán para arrepentirse y llorar, nunca comprenderán el mundo en el que rige la voluntad de los mayores. Se irán sin apenas haber empezado a vivir… Están acostados en sus literas. Los segundos, los minutos, se evaporan del cáliz del tiempo, de la vida, de lo que aún lo es todo. Recuerdan la isla de Samar cuando el tifón tocó tierra. Las olas se alzaban en el litoral empujadas por la fuerza destructiva de los enloquecidos vientos hasta que el océano entraba en las ciudades. Los navíos zozobraban desguazados y los muelles desaparecían. Volaban cabañas, vacas y árboles por los aires... –Carlo, gracias por todo. En la otra vida, supongo que nos veremos –le dice "bolita de arroz" en la cama de abajo. –¿Cuál es tu nombre? –Tomás, pero llámame "bolita de arroz". Carlo baja una mano y "bolita de arroz" la oprime con fuerza. –Sabes, Tomás, alguien vivirá con nuestros órganos. Son gente muy rica. Con dinero, pueden comprar incluso su vida. –No pienses en eso. Sabes, Carlo, eres el mejor amigo que he tenido –le confiesa "bolita de arroz" antes de soltar su mano. Luego se hace el silencio, y al cabo de unos minutos, resuenan los primeros disparos. Cuando a Juan lo obligaron a acostarse en una mesa de operaciones, estaba desnudo. El cirujano y su equipo de la muerte llevaban puestos guantes de látex, batas verdes y mascarillas de quirófano. La luz de un foco muy grande que había en el techo le daba al adolescente en los ojos. Se oía el zumbido de los generadores de energía eléctrica. Los médicos y enfermeros hablaban de sus cosas en inglés. El niño estaba conectado a cables y electrodos y los dibujos de sus latidos se imprimían en un monitor de catorce pulgadas al tiempo que sonaban unos pitidos trepidantes, pues su ritmo cardiaco se había disparado como si su corazón fuera una bomba de gasolina encendida. Al pasar un par de minutos, el anestesista preparó la anestesia en una jeringuilla de vidrio. Le habían acoplado al muchacho la mascarilla de oxígeno. Luego, la jeringuilla evacuó una gota densa y blanca, el anestesista la había vaciado de aire y pronto la pócima del sueño eterno se disolvería en la sangre del joven filipino. Cuando instantes después Juan oyó los primeros disparos, sintió cómo su cerebro se iba quedando en blanco, completamente narcotizado y suspendido en un limbo. Al abrir los ojos, lo primero que ve es el rostro de sus amigos, Sally, Carlo y "bolita de arroz". Esos niños, como el resto, necesitan atención psicológica. Hay policías, militares y enfermeros alrededor y fuera de la nave aúllan las sirenas mientras se oyen los rotores y las hélices de los helicópteros Apache. Los oficiales hablan relajados entre ellos. Todo el operativo "Menguele" ha sido un éxito, le han marcado un gol a los malos. El asalto se produjo por sorpresa. Había francotiradores apostados en la montaña apuntando todas las salidas de la nave industrial. Equipados con gafas de visión nocturna, chalecos antibalas y armados con sus fusiles de asalto M4, sus pistolas y sus escopetas de asalto tiraron las puertas abajo y también entraron por las ventanas y deslizándose con cables como arañas desde los tragaluces. Lanzaron bombas de humo y gases lacrimógenos. En la refriega, la mitad de los hombres malos había sido abatida a disparos y la otra mitad pasaría en breve a disposición judicial. El cuerpo de élite estadounidense de los Marine no sufrió ninguna baja mortal pero seis de sus integrantes, tres hombres de distinta etnia y tres mujeres, dos de ascendencia europea y una latina, recibieron algún impacto de bala en zonas no vitales. El Nazi tomó a un niño de rehén e intentó escapar. Ese niño era Carlo. La huida se produjo en un todoterreno Nissan Patrol. Varios Apache por el cielo y Hummers del ejército de los Marine por tierra iniciaron la persecución. El Nazi conducía campo traviesa, descendiendo por la ladera de la montaña. Carlo ya estaba harto de todo, había perdido a sus padres, había perdido su hogar, ¿por qué no enfrentarse a la muerte una vez más? Y en un momento dado, dio un volantazo, el Nissan Patrol perdió el control y volcó. Acto seguido, por puro instinto, el italiano miró a su lado. El Nazi estaba sin sentido, boca arriba como él; la sangre le empapaba el cabello rubio como la cerveza y caía a chorros. De súbito, el de la Toscana cogió el revólver para vaciar el cargador en las entrañas del antisemita, pero no pudo apretar el gatillo porque todo estaba impregnado por un fuerte olor a gasolina. Intentó abrir la puerta, le fue imposible, y segundos después, alguien rompió el cristal de su ventanilla y lo sacó de esa caja de muertos… Las ruedas estaban dejando de girar y aún salpicaban barro. No había tiempo para sacar al Nazi, por lo que la sargento Mendoza y el soldado raso Kevin se llevaron a toda prisa al muchacho. Instantes después oyeron a sus espaldas una explosión ensordecedora que hizo temblar la tierra. Caían las últimas lluvias del monzón de verano… –Y esa es la historia que querías conocer –me dijo Oscar como si se hubiera quitado un peso de encima. –Guauuu. Impresionante. –A Sally la rescataron junto a otras niñas en la misma nave industrial. En la actualidad, María y Juan viven en Missouri con la familia de Sally tras la adopción. Carlo vive en Cebú con sus abuelos y "bolita de arroz" vive con su padre en Singapur. En cuanto a Cameron Manila, se alejó del mundo de la prostitución y se casó con un financiero de Yakarta. Es madre de un bebé. El taxi me dejó algo después en el hostal. Me di una ducha caliente, me puse mudas nuevas y la misma chaqueta de cuero de entretiempo y ya en la calle caminé hasta llegar a una parada de bus cercana. El tráfico era fluido, aunque más adelante en la avenida Diagonal hubo un embotellamiento a la altura de las pistas de tenis donde se celebra el torneo de tierra batida Conde Godó. Lo tenía todo para mi novela. Esa noche cené en una cafetería y luego, tras usar el servicio de otro bus, estiré las piernas por el paseo del puerto deportivo. El tiempo era agradable, una brisa suave hacía susurrar las hojas de las palmeras. En ningún momento pude quitarme de la cabeza a Oscar Wolf, era como si todo cuanto sabía de él estuviera grabado a fuego en mi mente. Paseé luego por Maremágnum y entre en una de sus salas de cine. Nada más salir de la pequeña sala de cine, imaginé que mi novela tenía mucho éxito y un buen director la llevaba a la gran pantalla. Soñar no cuesta nada. Pero ya en el bus de vuelta a la pensión, regresé al mundo real: solo muy pocas y pocos lo consiguen. Empecé a sentir una envidia sana a escritores como el parisino Michel Houllebecq o el americano Jeff Long. Para ser como ellos, no solo tenía que ser muy bueno, sino además estar bendecido por una buena estrella. En la pensión pronto me desnudé y me acosté en la cama tapándome solo con la sábana y el sobrecama. No conseguí conciliar el sueño, sin embargo, y terminé por levantarme y ponerme el pijama, y sentado en un sillón junto a la ventana a la luz blanca de un quinqué, escuchar las grabaciones. Cuando me volví a meter en la cama, estaba completamente satisfecho, y nada más cerrar los ojos, me fui quedando dormido. …El posh es un aguardiente tradicional de Chiapas que ya bebían los ancestros mayas. Se consume en festividades, bautizos y bodas. Curiosamente, las autoridades religiosas, los "mayordomos", son los principales compradores de este aguardiente que se consigue mezclando maíz, salvado de trigo, panela, azúcar y agua extraída de los verdes montes que se pone a fermentar en barriles de madera (tambos) para extraer la "chia", la cual se destila calentándola y dejándola enfriar en cubas de metal. El posh tiene un uso medicinal y también lo consumen y recetan los chamanes. Hay dos variedades de ese aguardiente milenario, un posh de entre sesenta y setenta grados y otro más suave de entre veinte y veinticinco grados. Al tener a Mamen ante nuestros ojos, como siempre, nos impresionó su mirada, ¡emanaba tanta fortaleza mental! –Nuestro amigo y su amiga Lari –le dijo el fotógrafo. Llevábamos mascarilla. Ella acercó su codo al nuestro y lo frotó. El viento levantaba remolinos de polvo y tierra de la calle. Muchos tzotziles iban ebrios, pues en esas latitudes de la Chiapas Suroriental el posh lo beben incluso los niños. Mamen y un grupo de voluntarios se habían instalado allí para escolarizar a los más "peques". Recuerdo que nada más entrar en ese pueblo, Oscar nos dijo a mi amiga y a mí: –Los tzotziles que van ebrios no son muy simpáticos con los occidentales, por lo tanto, si os dicen algo en tono agresivo, bajad la mirada al suelo y seguid caminando, pues si los miráis a los ojos, para ellos o ellas, sobre todo para ellos, puede ser un desafío. Una noche en el salón de la humilde casa, por primera vez, al sonar una canción en mi portátil, rompí a llorar como si todo formara parte de un ritual pasional. Entonces, con los ojos bañados en llanto, pinché una foto de Lari. "¿Qué pasa, Jose, qué pasa?", me preguntaron mis amigos y Lari. "Fue hace algo más de un año, una tarde, viendo esta misma foto. Empezó a sonar este temazo y rompí a llorar al preguntarme que sería de ti, Lari, y de tu hijito Johancel, por culpa de esta pandemia. Ahora, quince meses después, aunque anuncien que la pandemia está dando sus últimos coletazos, al escuchar esta canción, esté donde esté, lloro sintiendo mucho dolor y pongo esta foto tuya. La canción es Inmensities, de Craig Amstrong. ¿Crees que soy un masoca?". "No, amor", me respondió ella. "Nunca me habías visto llorar –sonreí al fin con las mejillas húmedas–. Dicen que algunas imágenes de vírgenes lloran lágrimas de sangre. Y que una niña de la India lloraba unas lágrimas que al entrar en contacto con el aire se convertían en cristal". La mayoría de los occidentales que conocemos están de paso. Las comidas llevan mucho picante y el posh lo beben casi todas las familias. Calles de tierra, cantinas con un letrero colgado sobre la puerta de entrada de alguna marca de cerveza mexicana, una iglesia pequeña, viviendas de una sola planta… Aquí el progreso tardará en llegar. Sus gentes viven prácticamente de la agronomía, aunque también se estilan los comercios y las destilerías de posh. Puedes ver en este pueblo desde a indígenas que visten ropas confeccionadas a base de algodón, pelaje de oveja y cuero de res bebiendo Coca-Cola hasta a viejos chamanes que danzan con un teléfono móvil en una mano alrededor de una ceremonial hoguera.     NUMQUAM CEDERE COR TUUM   SEPTIEMBRE 2021