La cuarta visita al baño SIEMPRE era la última antes de salir de casa.
Contando los pasos desde el momento en que atravesó la puerta del excusado, el segundo lo traicionó por deslizamiento. Leonardo, juez de su propio cuerpo, no atribuyó la culpa a su pierna, ni a su pie; ni siquiera al deterioro de la suela de los zapatos que, hacía ya tiempo, tendría que haber llevado al zapatero. La culpa se cernía sobre Nunci, su esposa, quien sumida en la reforma del cuarto de baño, ocurrida hacía seis meses, se había dejado tentar por la belleza de la baldosa, en perjuicio de la funcionalidad anti-esbalizamiento.
Salvo un pequeño detalle, el reflejo de su cabeza le pareció habitual: Cabeza grande y redonda (Los compañeros de la Universidad le apodaban "Testamagna"), pómulos ligeramente pronunciados, barba triangular al estilo chorreante, ojos de miel libres de impurezas y, en fin, un conjunto que rutinariamente le hacía sentirse él mismo. No obstante, se detuvo en aquel pequeño detalle: Un mechón de pelo había transformado su color; en esa rebeldía, había elegido el blanco. ¡Pero el blanco-lápida, oye!. Era como una puñetera mancha en el cabello. Así, una vez procesada esta percepción, dedujo que el mutar de una parte advenediza puede estropear el todo; porque resultaba obvio que las personas con las que se cruzase de ese día en adelante, más que prestar atención a la Testamagna que le había caracterizado siempre, lo harían a aquella tilde que, sin permiso alguno, decidía existir naciendo de la nada.
Notó un hervidero en el estómago, cuyos vapores ascendían hasta su boca. En ese ascenso, se entreveraban de alguna forma con el flujo sanguíneo, y somatizaban un hormigueo que le recorría ambos brazos hasta llegar a la punta de los dedos. Las piernas no le aguantaban el peso, y un extraño frío embarazoso tomó el mando en su frente. El asombrado espejo le devolvió un coloracho de cara verde-grisáceo.
"Hija de la gran puta" fueron las cinco palabras que fluyeron en décimas de segundo por caminos recónditos de la mente de Leonardo. Inmediatamente, optó por tumbarse en el suelo (forrado de aquellas malintencionadas baldosas) y colocar los pies en el bidé, sanitario cuyo intento de eliminación por parte de su esposa había logrado anular Leonardo en la última reforma del cuarto de baño.
- ¡Leo! - gritó Nunci - ¡Leo, por favor!
- ¡Pero, ¿por qué tienes que encerrarte ahí todas las mañanas?! ¡Haz el favor de abrir! - Nunci no dejaba de golpear la puerta.
La ira empezó a espolear a Leonardo, aún conmocionado por aquella variante de lipotimia con mechón blanco. ¿Por qué he de sufrir los arrebatos de esta mujer?, se preguntaba.
Aproximadamente, una décima parte de las mañanas que rodaban una detrás de otra, Nunci fabricaba vituperios dirigidos a él. Leonardo era incapaz de entender aquel comportamiento histérico. No obstante, caía en la cuenta de que aquella mujer carente de sosiego era la madre de sus dos hijos, que se desvivía por él y que... la quería; aunque se criticara a sí mismo por ello, inhábil en el discernimiento de las razones conducentes al amor.
Poniendo a contribución paciencia y tolerancia a partes iguales, Leonardo consiguió incorporarse, pronunciando al tiempo y condescentientemente: "Ya voy, ya voooy...!"
Los golpes, así como las cuerdas vocales de Nunci, quedaron a la espera. Pero, por algún motivo, mantenerse en pie no gozaba de la facilidad que él tenía en expectativa, por lo que hubo de estarse un ratito más apoyado con las dos manos en el lavabo, mirando el sumidero (no fuera que dirigir los ojos al frente provocase una devolución inoportuna del espejo).
Se ve que Nunci se había cansado de esperar, pues Leo escuchó sus pasos alejándose a toda velocidad; seguidamente, el chirrido de las bisagras del armario zapatero. Un taconeo rápido, seguido de un portazo displicente, manifestaron que Nunci había huido de casa.
Leo salió del cuarto de baño, con la agridulce alegría de conseguir evitar una bronca más con Nunci. A pesar de que sabía que ella las guardaba todas, y que más tarde o más temprano tendría que aguantar los gritos y reproches de su mujer sobre lo que acababa de ocurrir, la idiosincrasia leonardina le obligó a centrarse en el presente y a quedar henchido de tranquilidad.
Ya estaba preparado para salir de casa, cuando un nítido razonamiento (prudencia tras la lipotimia) le atrajo hacia el sofá. "Me tumbo diez minutos", se autoimpuso, "sólo diez minutos, para acabar de recuperar la color". Apoyó la cabeza en el reposabrazos derecho, al tiempo que subía las piernas hacia el reposabrazos izquierdo.
Iba ya a cerrar los ojos cuando divisó, colgado del pomo de una puerta, un sombrero que a él se le antojó magnífico para disimular el maldito mechón blanco. No es oro todo lo que reluce, dicen, y debe de ser cierto, porque aquel sombrero, aún siendo de paja le lanzaba destellos de tentación coqueta.
Así que, a pesar de ser consciente de que no había cumplido los diez minutos de sofá (de hecho, apenas había transcurrido la quinta parte de ese tiempo), las moléculas de su cuerpo se reorganizaron para darle una forma de flecha, disparada por el arco de un dios aguerrido hacia la ubicación del sombrero. Lo tomó en sus manos, se lo colocó en la cabeza y se observó con poses diversas en el espejo más cercano. Distintos ángulos con diferentes miradas.
Pero el segundo reflejo del tercer ángulo le mostró claramente una actitud execrable: La del que no quiere aceptar lo que la Naturaleza le ofrece. Sin duda, aquel mechón blanco, surgido sin aviso previo (y sin su permiso), había de tener alguna razón de ser, aunque él la desconociera. Tan fornido nació este pensamiento, que Leonardo llegó a la conclusión de que su cabellera con mechón blanco lucía ahora más sexy que nunca.
Leonardo se perfumó, se colocó bien su chaqueta, salió de casa pasando por delante de la portera, quien le miró boquiabierta al percatarse de esos aires tan caballerescos, y emergió a la calle con gran estilo y dominio de sí mismo, presto a despachar los fecundos avatares que le deparase el día.