No puedes con todo
Claudia, con el carro de una mano y las dos bolsas de compra repletas en la otra, notó un chillido muy dentro recordándole que la mordaza en su boca se había diluido con el tiempo. Dirigió sus ojos hacia quien pronunció esas palabras, que se le antojaron estridentes. Luego, sintió cómo el incipiente pensamiento único, generado por la agrupación de los recuerdos acumulados en el vértigo de toda una vida parían, en el corto espacio de un segundo, la contestación a su nieta. Esta última, por su parte, quedó inmóvil, no sin antes experimentar un leve zarandeo ante la contundencia de aquella verbalización en la boca de su abuela.
No quedó ahí la cosa, porque Claudia también se sorprendió a sí misma con la réplica aún en los labios. Valoró las razones de aquella respuesta semi-inconsciente, y dedujo que la memoria gana a la luz en velocidad.
Podría decirse que el viaje en el tiempo de un segundo fue para Claudia un elenco de archivos software perdidos en alguna de las papeleras de su cabeza, unos ficheros que ella creía borrados… y no.
Este fue el viaje de Claudia:
Se vio joven, caminando con la soltura de unas carnes prietas; la firmeza que proporcionan los tobillos moldeados por sólo veinte años existidos, la pasión hormonal del rojo en sus labios, el orgullo inmaduro de una fructífera carrera universitaria… Hasta que llegó una de esas épocas calificadas por muchos como “malas”.
Érase una vez El joker convertido en jefe de trabajo de Claudia. Había una vez un país en el que el tiempo no existió, en el que la luz fue sólo un recuerdo, una fiera desatada que acorraló a Claudia en un despacho e hizo con ella lo que le vino en gana.
A una muchacha joven y alegre esta caída le pareció desde mucha altura, de la que resultó una herida grande, colgada después de ratos largos y dolorosos cuya suma llegó a considerar inasumible. Pero no fue eso todo, porque las desgracias nunca vienen solas. Bajo el disfraz paternalista que ocultaba al villano se refugiaba el marido de la que Claudia consideraba su mejor amiga. Evidentemente, sobran las explicaciones acerca del comportamiento de quien, ante las descritas circunstancias, emborronó la amistad frente al interés del esposo. También está de más señalar la supervivencia de la protagonista. A fin de cuentas, vivir es ganar, perder, perder, ganar. Sin embargo, conviene destacar el tradicional sambenito, adicional a los daños ocasionados, que a la veinteañera le endosaron y que la obligaron a romper con todo lo conocido hasta entonces por ella.
Los sueños de Claudia por aquellas fechas eran una película de terror cuya protagonista, ella misma, se horrorizaba ante el disfrute de unos desconocidos empalándola lentamente para, después, introducir su cuerpo a trocitos en una caja de madera. Mientras enterraban sus pedazos, escuchaba el ruido de la tierra cayendo sobre el improvisado y reducido ataúd. La parte positiva de semejantes pesadillas era que, gracias a ese ruido, se despertaba y podía así discernir el ahora del pretérito.
Dos años transcurrieron entre el final y el nuevo principio; una ciudad diferente, personas distintas… un nuevo tramo de viaje en el que surgió Manuel, que conducía el famoso tren “Soy tu Media Naranja” y que invitó a la renovada mujer a subirse a él. Todo el mundo sabe que tirando de una cuerda situada en el techo de la locomotora, este medio de transporte pita, y que dependiendo del maquinista, el pitido tiene una interpretación u otra. Manuel trabajó mucho su interpretación antes de llevarla a cabo; tanto, que rompió la cuerda y se hirió la mano. Pero obtuvo a cambio el acierto de su vida, al lograr que el tren entonase el silbido de un buen piropo. Bien sabía Claudia que el halago iba dirigido a ella, de ahí el sonrojo en su cara y, posteriormente, dos hijos que ambos criaron en perfecta armonía, aunque hubo un tercero.
Pero en el viaje de la abuela durante el tiempo que transcurrió desde la tímida aseveración de su nieta y la frase cortante pronunciada por la primera, cabía otro recuerdo más, que apareció de forma repentina, brillando en el sol-y-sombra del pasado.
En esta ocasión, Claudia iba nuevamente caminando. Otra época distinta, una mujer diferente. Los niños habían crecido, los coches ya no bebían gasolina y el agua de las fuentes había dejado de ser potable. Vaya usté a saber dónde estaba Manuel.
Pasaba junto a las obras de un edificio que en aquel momento estaban demoliendo. Uno de los obreros, ataviado con ropa de trabajo azul y verde, lanzó un carretillo de escombros por el túnel corrugado. La polvareda ocasionada alivió la calle de la hiriente claridad solar que a esa hora resultaba cegadora. Sufrieron los oídos de los transeúntes, al tiempo que una paloma perdió la orientación y chocó de frente contra una fachada, dejando en ésta el colofón de su existir. Allí, como principal ejecutor de un truco de magia, Leo fue revelándose poco a poco, haciendose un sitio entre las partículas lentamente vencidas, en su dispersión, por la luz del sol. “No era un hombre feo, sino más bien del tipo invisible”, rememoraba Claudia, pero tenía el don de la caballerosidad. Leo se acercó a ella sin lentejuelas ni brillo de estrellas.
Aún más perdida que un turista sin callejero, Claudia trató de enfocar al gitano rubio. Volvió a oirse a sí misma pronunciando, sin querer, la invitación a una cerveza. Quiso convencerse de que la propuesta hecha a aquel hombre provenía del agradecimiento. Ignorando de esta forma el huracán desatado en su interior despreció, en el trayecto hacia el bar, las miradas malsanas de cotilleos improcedentes, la inquina de gente sin ente.
Leo gozaba de una constitución guerrera, gran envergadura de hombros y torso inconmensurable. Sentada a la mesa del bar, frente a él, se convirtió en una bandera rozada por el soplido aterciopelado de Eros.
De los momentos que siguieron después quedó grabado, en la mente y el corazón de Claudia, un solapamiento perpetuo de felicidad y miedo; la primera, una marca colosal, resumiendo mucho, la trayectoria de unos dedos mágicos que marcaron todo su cuerpo dibujando un tatuaje tremendamente visible a su modo de ver, aunque para los demás fuese (o ella así quería creerlo) nada más que una cortina de sudor. El ritmo del choque de su vientre contra el suelo del hombre se transformó en un hijo extraño a las convenciones sociales y a los encasillados esquemas familiares.
Nadie lloró ni se alegró de este uno invicto al cero en la probabilidad de embarazo. Simplemente, no hay mejor secreto que el viajero encadenado al interior de uno. El tercer hijo de Claudia era el fruto de una apuesta que, tal y como ella lo entendía, le había supuesto un alto beneficio y un pequeño óbice, obstáculo que ella salvó con maestría filosofal.
Al día siguiente del encuentro febril, Manuel falleció en el trabajo, víctima de recortes económicos traducidos a bajos niveles de seguridad. Su cuerpo deshecho, tirado en el suelo tripa arriba, recreaba la escena de una película en blanco y negro, en la que resaltaba un llavero naranja en la mano derecha y un rostro sin amoratar del que brotaba la placidez de un bebé recién amamantado.
El luto de la pérdida, tremendo dolor, Titanic ya hundido de todo lo que Claudia consideraba su vida, se mezcló con la alegría del recuerdo inmediatamente anterior a la muerte de Manuel.
La mente de la mujer invirtió una millonésima de segundo en aquella miscelánea y el engendro resultante: una vorágine interna de sentimientos encontrados reflejada en su mente, la cual tomó un efímero color rojizo, característico de los tomates maduros.
Sobreponiéndose a los cálices y las guindas de los recuerdos, considerando seriamente que “lo bueno si es breve, dos veces bueno”, la abuela extrajo aquel pensamiento único, materializado en el revulsivo meneo de la nieta, quien se preguntaría más tarde si había caído en el agujero de aquellos dos segundos por la cortante respuesta de su abuela o por el hecho de verla salir corriendo, una vez transcurrido el tiempo de recuerdos, detrás de un niño y unas pompas de jabón.