Era mi novia,
mi compañera nociva,
mi camino a la perdición.
Yo sólo pensaba en tenerla dentro,
como mi sangre, como el aire que respiraba.
Conducía deprisa,
con el viento en la cara.
La carretera, llegar a la ciudad, empezar el teatro.
La boca anestesiada, los latidos acelerados.
Una euforizante sensación,
creerte Dios, el rey de la noche.
Pero:
¿Y mamá y papá?
Él lloraba cuando nadie
lo veía y ella tejía jerséis
de lana buscando una salida.
El río de la química
fluyendo en las venas.
¿Qué el abanderado no podía ver la verdad,
lo que había detrás de la máscara?
A veces, cuando me drogaba en casa,
al verme muy atrapado,
mis lágrimas borraban
de mi rostro las pinturas de payaso,
entonces, salía a conducir bajo luces artificiales
o a incordiar a las estudiantes de coño estrecho
y labios operados,
o a caminar a través de la tormenta bajo
una inmensa nube negra.
¿Qué no hubiera dado
por no haberla conocido?
Unos cuantos billetes para poder empezar de nuevo.
La primera dosis abría la mente;
las demás, maná llovido del cielo.
Oh perdición.
Límite gélido. Faz distante.
No hay antes ni hay después.
Sólo una pequeña sacudida
cuando el cerebro se sumerge.
Los adictos del hachís
soñaban con la lluvia
y los navegantes del LSD
(magos, iluminados, pastores del rebaño),
contaban la historia en las
emisoras de radio.
Yo andaba perdido en la pesadilla,
en un mundo inestable,
en un universo de nuevas percepciones.
No quería salir de esa burbuja,
y mientras se perdían los últimos valores
la cocaína me chupaba las neuronas.
Veía cómo la lluvia me quemaba,
cómo se apagaba el fuego de los sentimientos,
cómo el camarero me tocaba
los huevos con su cháchara,
cómo el mar se alzaba y se estrellaba
contra las rocas púrpura al atardecer.
Oía mi grito interior.
Y al llegar el bajón,
bajo las últimas estrellas,
quería creer en Dios para no
morirme solo una vez más.
A veces deliraba,
como un glotón del ácido.
La policía me tenía fichado,
pensaban que era traficante.
Pasaban por mi santuario,
una colina desde donde se ven las luces
de la ciudad,
y me veían enfrentado a las normas,
solo, famélico, destruido,
enfrentado a las marujas
que me criticaban en los cafés,
a los monárquicos que estructuraban el futuro,
a los fascistas que se corrían
pensando en golpes de estado.
Un polvo en Santa Pola,
y toda la noche por delante.
El afrodisíaco canto
de las sirenas griegas,
el himno de la adicción.
Llegar a un antro
y beber tequila a secas,
o con sal y limón.
Más kilómetros.
Una vuelta por el
lado salvaje.
Las pijas de la fábula
tomando éxtasis y antidepresivos.
Diciendo: “Métemela despacito”.
Y los traficantes sacándose
las bolas de cocaína del culo
y bebiendo vodca en la habitación del motel.
Y las pistolas y los cuchillos
en el gueto.
Un budista en el arcén de la carretera.
¡Quiero ser como tú,
hermano de la paz, hijo de las estrellas!
Y las redadas policiales en las calles
del vértigo y el escalofrío incandescente.
Yo quería mudar de alma
como una serpiente muda de piel.
Era bella, seductora, electrizante.
Pero la muerte podía aparecer
de súbito como una negra tormenta.
Los gurús fumaban jaco y bajaban las estrellas a la hierba,
fumaban jaco y quemaban los libros en el río.
Y me ofrecían el sueño dulce.
Y yo masticaba el verbo, el verso, la desnudez de las palabras….
Porque en todos lados consumían
el opio de mi corazón,
porque todos necesitaban de mi amor y mi locura,
porque eran yonquis de mi poesía.
Un señor mayor que tenía
ojos de lobo me invitaba
a unos tiros.
Era gay.
Yo había perdido la cabeza
y en alguna ocasión
pensé en venderle
mi bonita pija circuncindada
y mi cuerpo
de rey David.
“Oh, nena, déjame
saborear la distracción.
Déjame lanzar piedras
a los gigantes.
Mi honda está cargada
de cocaína y amor”.
Y al final, una luz envolvente.
Los yonquis cambiaban en las plazas
la metadona por dinero.
El viaje llegaba a su final:
Y nací como un león de flamante guedeja negra
y colmillos suntuosos.
Y me bauticé en fluidos sagrados.
El prozac me subía al cerebro como si fuera oxígeno.
Atrás quedaba la pesadilla.
Desde entonces, busco mi camino y soy un vago compulsivo.
No merezco la salvación. Lo sé.
Pero Jesús me ama: soy su hijo, su esclavo, su poeta.
Si alguna vez lloré, es porque vi el rostro dulce
de la virgen María.
(A mi hermana)