Por Robert Newport
30 agosto 2015
El Servicio Meteorológico, a través de la radio y la televisión, había alertado a la población de la llegada de una fuerte borrasca con vientos huracanados que, procedente del Atlántico, entraría por el noroeste peninsular.
La lluvia golpeaba con insistencia los cristales de las ventanas del salón. Y el viento, que arreciaba por momentos, hacía que las ramas de los árboles del jardín se agitaran enloquecidas. Anocheció antes de lo habitual en aquella época del año. En la costa atlántica, el atardecer del otoño languidece lentamente, resistiéndose a ceder su lugar a la inevitable oscuridad de la noche.
Aquella borrasca empezaba a descargar toda su furia con la llegada de la noche. El viento soplaba con gran violencia, empujando el torrente de lluvia contra los cristales que parecían estar a punto de estallar. El ruido era ensordecedor. Y el fluido eléctrico, parpadeante, amenazaba con dejar a oscuras aquella pequeña casa solariega que William Cooper y Carmen de la Rúa, su esposa ya fallecida, habían adquirido y rehabilitado.
William y Carmen se conocieron en Inglaterra a través de un amigo común. Él, de nacionalidad británica, era ingeniero civil. Ella, diseñadora de moda femenina, había nacido en Galicia. Estuvieron felizmente casados 42 años. No tuvieron hijos. Cuando ambos se jubilaron, decidieron fijar su residencia en un pueblo costero de la Galicia atlántica, donde ella había nacido, en el que solían pasar las vacaciones de verano desde hacía más de diez años. Tristemente, Carmen falleció dos años después de instalarse en su nuevo hogar.
Hacía un buen rato que se había ido la luz. Y en aquella estancia, la más grande de la casa, presidida por un gran cuadro de la señora Cooper en todo su esplendor, los leños de roble que ardían en la chimenea chisporroteando alegremente, desprendían un cálido resplandor. El temporal se encontraba en su momento álgido, y el rugido del viento era sobrecogedor. La lluvia continuaba golpeando con fuerza los cristales, cuyas gotas escarchadas revelaban un brusco descenso de la temperatura en el exterior. Los quinqués de petróleo fueron la única fuente de luz durante aquella larga noche de tempestad.
El otoño era la estación preferida de Mr. Cooper. Él, que poseía una gran sensibilidad, aseveraba que el otoño, como transición entre el caluroso verano y el frío invierno, modera la intensidad de la luz sobre los árboles de hoja perenne y sobre los arbustos, en un cromatismo contenido, adquiriendo equilibrados matices verdes imposibles de apreciar con la intensa luz de la primavera.
Aunque no lo manifestaba abiertamente, William tenía predilección por los días lluviosos y fríos del otoño. Estar en el confortable salón al calor de la lumbre, protegido del frío reinante en el exterior, escuchando el tintineo del agua contra los cristales de las ventanas, representaba para él una inagotable fuente de inspiración. También de profunda nostalgia, recordando a la que había sido su esposa y compañera durante tantos años. Por ello, aquella noche, cuando el fuerte viento provocó la caída de una torreta del tendido eléctrico y tuvo que alumbrarse con la tenue luz de los quinqués, sintió la necesidad de escribir sus memorias...
Decidió que contaría su vida, remontándose hasta donde alcanzaban sus recuerdos. Empezó ojeando los álbumes familiares que había sobre la mesa camilla del salón. Y así, imagen tras imagen, a la íntima luz del quinqué, fue evocando escenas familiares entrañables e irrepetibles, felices y divertidos juegos infantiles, viajes a lugares inolvidables... Momentos vividos con gran intensidad. Y, también, su formación académica: la escuela de enseñanza primaria, el instituto, la universidad, el proyecto fin de carrera, el doctorado... Había nacido en Leicester (Inglaterra), y se doctoró en Ingeniería Civil (Civil Engineering) en Londres. Intervino en proyectos de gran relevancia en el ámbito de las Obras Públicas, y participó muy activamente en la construcción de algunos de los más representativos viaductos del Reino Unido, en los que aplicó las innovadoras técnicas constructivas que había defendido en su Tesis Doctoral.
Carmen de la Rúa (Mrs. Cooper), por su parte, se graduó en Diseño de Alta Costura (Fashion Design) en el distrito londinense de Shoreditch. En su Currículo profesional, además de la formación académica, constaban las certificaciones de haber trabajado con diseñadores de reconocido prestigio en el Reino Unido, con los que adquirió experiencia y conocimientos que le permitieron emanciparse y crear su propia empresa. Fue una tarea ardua, un camino espinoso... Al fin, aunque con muchas dificultades -siempre surgen cuando se afronta un nuevo proyecto-, logró abrirse paso en el competitivo mundo de la Moda -esa ‘jungla’ de diseños, telas y costuras-, llegando a alcanzar gran notoriedad y prestigio. Sus cotizados diseños de vanguardia, presentes en las más prestigiosas pasarelas, gozaban del beneplácito incondicional de un selecto sector de la sociedad londinense. Su firma comercial, ‘De la Rúa’, llegó a obtener el acreditado sello Distinction & Elegance.
Con gran entusiasmo, William, que ya había cumplido los 71 años de edad, se entregó en cuerpo y alma a la preparación de aquel libro sobre su vida. Escribía sin tregua, revisaba, tomaba notas, corregía una y otra vez... La climatología continuaba siendo adversa, lo que le permitía una mayor dedicación a aquel proyecto autobiográfico en el que, además de su vida personal y familiar, que iba desde la infancia hasta el momento presente, también incluía varios capítulos sobre su vida profesional y la de su esposa.
Después de once meses de intenso trabajo, Mr. Cooper concluía su libro de memorias. No había sido fácil recopilar la documentación necesaria para la confección del libro, habida cuenta de que, por deformación profesional, William no dejaba nada al azar. Era un perfeccionista, muy exigente consigo mismo y, en cierto modo, también un inconformista. Ya sólo faltaba elegir el título. Había barajado varias opciones, pero las descartó por considerarlas excesivamente ostentosas y redundantes. Definitivamente, decidió titularlo ‘Recordando en Otoño’.
Como si se tratara de un acto de fe, inició una peregrinación por todas las editoriales del país. Pero fue un intento vano. Su historia no interesaba. Y William, resignado y aceptando el fracaso, mandó encuadernar cuidadosamente aquel manuscrito que, dentro de un estuche de madera de teca con cantoneras de plata, hecho a medida, guardó bajo llave en un cajón de su mesa de despacho. Definitivamente, parecía destinado a dormir allí el sueño de los justos. Nunca sabremos si alguien llegó a despertarlo...
En los últimos años, William pasaba muchas horas en aquel despacho, aferrado a sus recuerdos. Las paredes, con la única excepción del muro de piedra en el que se ubicaba la ventana, estaban revestidas con paneles de madera de caoba (mahogany panelling), al más puro estilo inglés, que hacían de aquella estancia un lugar muy confortable. La librería, en cuyos anaqueles destacaban algunos volúmenes lujosamente encuadernados, cubría la totalidad de la pared en la que estaba la puerta. Una vitrina, situada enfrente de la mesa de despacho, adosada a la pared entre dos armarios bajos, contenía metopas y distinciones de reconocimiento profesional de Carmen y William. Detrás de la mesa, cubriendo toda la superficie de la pared, un gran armario alojaba el archivo con carpetas colgantes, gavetas extraíbles, anaqueles y cajones de diversos tamaños, y la caja fuerte convenientemente disimulada. Finalmente, la mesa de despacho, de estilo clásico, con dos bloques de cajones, uno a cada lado, destacaba por su robustez y esmerado acabado. Sobre ella, además del ordenador portátil, el teléfono y los accesorios propios de escritorio, había dos marcos de plata idénticos, siempre lustrosos, situados uno en cada extremo. El de la derecha enmarcaba una fotografía de Carmen, radiante, con su eterna y juvenil sonrisa. Y el de la izquierda, un pergamino en el que, impreso en exquisita tipografía, se podía leer el siguiente pensamiento poético:
Quiero morir una tarde,
sin molestar, en silencio,
con tus manos en mis ojos
bajando el telón del tiempo.
Si me lloras, hazlo quedo;
y si recuerdas mis cosas,
recuerda sólo lo bueno.
Pasaron los años... Y cuando la luz tamizada del otoño volvía a moderar el verdor del bosque, William Cooper, pronunciando débilmente el nombre de su esposa, exhalaba el último aliento de vida en aquella pequeña casa solariega que miraba al Atlántico desde el Reino de Breogán. In memóriam.
(Relato imaginario. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia)