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Vetustos objetos decoraban, con rústica elegancia, las estancias de la antigua casa. Objetos artesanales, útiles, primitivos: vasijas ventrudas de noble arcilla o humilde barro, el democrático botijo que tantos gaznates refrescara, la bota de piel de cabra apretada con fruición por las encallecidas manos del campesino. Confortables sillas de respaldo alabeado rodeaban a una robusta mesa de nogal sobre la que comían, con avidez, el pan de trigo de la tierra generosa.
En los flancos de la chimenea, sendos morillos de bronce limitaban el flameante recinto: ciudadela inexpugnable contra las gélidas noches invernales. Todos estos enseres, tantas veces acariciados por solícitas manos y cálidas miradas, diríase que estaban humanizados. El alma de sus moradores fue penetrando lentamente en ellos transmutándolos, de objetos inertes, en mudos testigos sentimentales.
Sus vidas austeras no dejaban lugar para lo superfluo: nada era ocioso, ni gratuito.
María, la anciana criada, sirvió en la casa desde su adolescencia. Fueron muchos años: toda una vida. Su deficiente visión y su figura corcovada bajo el peso de los años, no eran óbice para moverse de aquí para allá solícitamente. Organizaba y ponía a punto los múltiples quehaceres de la casa: era laboriosa y diligente.
Como es sólito en personas de su edad, tenía un afán obsesivo de orden; no podía ver nada que estuviera fuera de su sitio.
Rostro despejado de grandes facciones. Espléndidos ojos de azabache miraban con bondad desde el fondo de sus órbitas que el tiempo, en su lento devenir, iba haciéndolas más y más profundas. Se advertía, no obstante su ancianidad, una hermosura pretérita. Las gentes antiguas aseguraban que fue la moza más rozagante de toda la comarca.
Poseía una filosofía natural, sobria y austera aprendida en el libro inexorable de la vida. Su cálida y temblorosa voz reconfortaba a los suyos con prudentes consejos o sentencias profundas. La venerable anciana parecía encarnar en sí misma el universal “amor filial”. Su maternidad llegaba más allá de sus propios hijos; era un poco madre de todos; todos se sentían un poco hijos junto a ella.
Juan, más conocido por el “Mayoral”, era un hombre noble y muy interesante. Un personaje suit generis, como solía decir don Andrés el cura. Su fama de erudito rebasaba los límites del pueblo: era célebre en toda la comarca. Leía con frecuencia a escritores de renombre; incluso, en ocasiones, pronunciaba con solemnidad alguna cita de autor memorable.
Respecto a los adagios y refranes, su opinión era de o más ponderada. “Emanan, decía, de la sabiduría popular. Pero no siempre son verídicos: a veces, yerran”.
Su caligrafía era excelente; destreza que, a la sazón, gozaba de gran predicamento: hubiera sido un buen pendolista.
Una robusta fuerza de voluntad le permitía mantener y acrecentar, día a día, su cultura. Aunque para ello tuviese que robar horas al descanso nocturno.
Los coloquios con el cura y el maestro eran instructivos y amenos. Todos les prestaban atención; no obstante deslizarse, con cierta frecuencia, palabras y expresiones que no entendían. Era el Mayoral como una institución para la hacienda.
Un profundo pozo de límpidas aguas servía con generosidad los menesteres de ese caserón campesino. Sobre el brocal de piedra berroqueña, una señal circular profunda que los cubos aguadores ahondaron lentamente, daba testimonio de su fértil vena líquida. En épocas de sequía, cuando la fuente del pueblo daba un tenue hilillo de agua, llegaron a sacar del ubérrimo manantial más de cien cubos. “Jamás he visto seco este pozo”, decía con orgullo María, mientras tomaba un respiro con el cubo ya lleno apoyado en el brocal granítico.
La soga, nervio tenso bajo el peso del cubo grávido de agua, desgastada por el uso, se rompía al fin y dejaba caer su pesada carga. El cubo se precipitaba vertiginoso hasta el fondo del pozo... Calmada la turbulencia producida por la súbita inmersión, sereno el espejo de sus aguas, y si la luz del día era favorable, se divisaba allá en el fondo la redondez difuminada y metálica del cubo. Se disponía para estos eventos de un artilugio llamado garabato: garfio múltiple de cuatro o cinco puntas que el ingenio del hombre ideó algún lejano día. Se rastreaba con paciencia el fondo del pozo... Al cabo de un rato, si la suerte les era propicia, el cubo prendido del garabato ascendía con tiento hasta el brocal, donde una mano firme pudiera recuperarlo.
Había observado María en sus infinitos viajes al pozo que en los días próximos a san Juan -en el llamado solsticio de verano- y a mediodía podía contemplarse el Sol reflejado en sus aguas. Este mismo hecho ayudó a Eratóstenes, allá en Alejandría, y en la remota antigüedad a demostrar la intuición que tenía sobre la esfericidad de la Tierra.
Una ancha y cómoda escalera de torneados balaustres daba acceso a las habitaciones de arriba. Salvo en ocasiones muy especiales, todas ellas permanecían cerradas. Estas habitaciones poseían cierta facultad de sugestión. Una antigua tradición secreteaba que en la noche de ánimas vagaba por ellas el espíritu impenitente de cierto antepasado. Por un tácito acuerdo, eludían comentarios sobre el tema.
En las lóbregas noches del largo y frío invierno, el viento ululante penetraba por las rendijas de las desajustadas ventanas de los establos, empujando a su paso cualquier puerta del interior que rascaba pertinaz su patética melodía; mientras algún noctámbulo gato maullaba lastimeramente en la buhardilla. Como contrapunto, soñaba el labriego con fértiles campos de amarillos trigales y horizontes lejanos.
Quizá la pieza más entrañable de la casa fuese la cocina: íntima, acogedora. Situada en el centro del hogar. De ese modo quedaba protegida de los rigores meteorológicos propios del clima continental. Allí tenían lugar aquellas veladas en que se contaban las hazañas de un mastín y mil historias más.
Por la noche, al amor del fuego de la chimenea, reposaban los campesinos sus fatigados cuerpos; mientras los leños de encina ardían bellamente. Comentaban con regocijo los sucesos acaecidos antaño, y hacían conjeturas de lo que les reservaría hogaño. A diferencia de las ciudades, en los pueblos y aldeas el tiempo no invalidaba el eventual acontecimiento en pocos días; antes bien, con el transcurso del mismo ganaba, como los viejos vinos, en sabor popular adquiriendo, a veces, ecos de leyenda.
“Había una vez un prado –narraba el Mayoral- precariamente cercado por tapiales derruidos y paredes desportilladas. Una gran zarza cubría con sus múltiples ramas espinosas el resguardo formado por los restos de un arruinado muro. Solía pastar allí un toro de magnífica estampa, fuerte musculatura y poderosas astas. Cierto día alguien decidió quemar la zarza... A la mañana siguiente yacía el toro descuartizado por los lobos”.
Los ganaderos serranos contaban que las vacas dispersas por los pastizales con sus terneros, si aparecían los lobos se agrupaban formando un corro, guardando a los recentales en su interior, y con los cuernos amenazantes hacia fuera; mientras emitían trágicos bramidos.
María, la fiel criada, absorta en sus reflexiones hilaba un vellón de impoluta lana imprimiendo al huso el movimiento de rotación, a intervalos regulares, con que parecía medir el tiempo. Como el antiguo reloj de pared que presidía la habitación contigua.
En las apacibles noches estivales se reunían los labradores en el zaguán para hablar del campo, de lo cotidiano, de temas locales enraizados en sus vidas; mientras saboreaban, calmosos, el cigarrillo de recio tabaco. Era la recompensa diaria a las duras faenas campesinas.
Fuera, allá en el inmenso Cosmos las estrellas parpadeaban azules y distantes...
La parada era un lugar frecuentado por el paisanaje del entorno. Presenciar la cubrición de las yeguas en celo por un magnífico caballo semental despertaba gran interés en los lugareños. Era un colosal espectáculo pletórico de vida, fuerza y vigor. Las yeguas más prolíficas quedaban preñadas con presteza. Eran las llamadas yeguas de vientre. Cada año nacían un buen número de potrillos de dulce estampa que estimulaban la ternura y la sensibilidad… Inquietos como niños trotaban alegres sobre las praderas.
Rescatemos del olvido lejanas remembranzas casi desvanecidas en la bruma del tiempo: La noche en su suave despertar iba entregando formas y colores al tenue resplandor de la alborada. A lo lejos, el diamantino canto de un gallo hendía la serena madrugada.
El nuevo día brindaba la dicha, no por cotidiana menos hermosa, de presenciar el instante fugaz en que emergía el bucólico mundo del pueblo campesino: el despertar de sus criaturas. Los primeros ruidos audaces rasgaban el velo de silencio que cubría la faz dormida de la noche. Breves trinos de sublimes pajarillos. Indecisos desplazamientos de la fauna que derramaba a su paso las gotas de rocío de las plantas silvestres.
Los criados de la casa deambulaban por los establos, perezosos y somnolientos. Sus cuerpos no podían con el peso de la madrugada. Pasados unos instantes los hombres recobraban la energía. Las caballerías se removían y desperezaban. Y hasta las cosas diríase que despertaban del letargo nocturno.
Los carros esperaban repletos de mercancías desde el día anterior, con los vientres bajos como bestias parturientas. Las mulas bien pensadas con abundante forraje y nutricia cebada salían pletóricas de los establos. Comenzaban a tintinear alegres las doradas campanillas de los jaeces.
La jornada será larga. Estarán cuando el día vaya declinando, en su destino, allende las lejanas montañas.
María, ya estaba levantada; hubo de levantarse a hora tan temprana para preparar el yantar a los campesinos.
Un perro mastín, con el belfo rasgado, barruntaba el viaje y movía su cabezota complacido.
Se hacía un recuento mental de los pertrechos necesarios…
Por fin partía el carro animado por las broncas voces del arriero: “¡ria, riaa muulas!”.
De un punto de la lejanía llegaba, casi imperceptible, el cadencioso golpeteo de las ruedas del carro que, en el silencio de la madrugada, desgranaban su nostálgica canción secular. María, inmóvil por un instante, lo escuchaba con recogimiento casi místico. Propiciando así líricas imágenes que brotaban de su alma sensible.
Poco a poco el sol se elevaba sobre el horizonte...
El labrador tempranero canturreaba alegre sobre el lienzo del paisaje, mientras un rosario de grullas moteaba el azul purísimo de la mañana.
Los campesinos iban recuperando su amena locuacidad. Se oían, de vez en cuando, los hermosos topónimos lugareños: Arroyo de las Damas, Solana de Valhondillo, Loma de Pradoluengo, Los Robledales y tantos otros, donde los sufridos labradores inclinados sobre el surco y agarrados fuertemente a la esteva, dejaban caer la gota de sudor sobre la tierra agradecida.
Los sembradíos acariciados por el viento mañanero se ondulaban como un mar dorado de grávidas espigas.
En el estío, las jornadas se prolongaban de sol a sol; del orto al ocaso.
Aquellos hombres curtidos bajo el sol de justicia que se desplomaba sobre los campos, aguantaban con estoicismo el ardor sofocante.
Las hoces de cuerno de luna cortaban a dentelladas la mies, dejando tras de sí ásperas rastrojeras.
Abrazados con coraje a la madre tierra, lograban al fin que rindiera sus frutos.
Cuando contemplaban con orgullo las trojes rebosantes de cereales: trigo, cebada, centeno..., se sentían recompensados y satisfechos de tan denodado esfuerzo.
A nuestra andadura los paisajes se sucedían lentamente: amplias llanuras de trigales, suaves lomas, tierras agrestes donde crecía la carrasca, la jara, la retama y el tomillo. Se levantaban ásperos cardenchales a la orilla del camino. Desfiladeros pedregosos que dificultan nuestro paso.
Los campesinos venían observando el vuelo del águila imperial, que desde las cumbres altivas y los mansos valles avizoraba el paisaje circundante. Un rebaño de ovejas se deslizaba apacible sobre la mancha verde del valle. La rapaz astuta sobrevolaba en espiral descendente, aproximándose peligrosamente al rebaño. Tras varios intentos fallidos, hizo presa al fin en un cordero recental. Fueron inútiles las voces y aspavientos del pastor. Tampoco fue certero con la honda.
Al atardecer, cuando las sombras se alargan espectrales, pasaron junto a un soto de álamos blancos, en cuya fronda multitud de pajarillos entonaban sus últimos trinos. A esa hora, el mayestático búho oteaba desde la cárcava. A intervalos, dejaba oír su tétrica voz, cuyo eco estremecía a las criaturas de su entorno que corrían a ocultarse.
A las caballerías, ya cansadas, hubo que aplicarles el castigo de la tralla.
Al coronar una loma, pudieron divisar emocionados cómo se erguía, a lo lejos, la torre de la iglesia: faro y vigía del poblado.
Aún a riesgo de resultar hiperbólico, el Mayoral manifestó que algo similar sentirían Colón y sus marineros cuando, en lontananza de la mar océana, avistaron tierra.
A partir de la puesta del Sol, iban llegando a la posada los arrieros del entorno. Anhelantes del merecido descanso a la dura jornada.
Un adagio popular reza así: “Arrieros somos y en el camino nos encontraremos”. Nada más lejos de la realidad: el trato entre ellos era afable y cordial. Se percibía un buen ambiente de camaradería y solidaridad. Disfrutaban contando historias y sucesos discretamente exagerados que despertaban vivo interés en los contertulios.
El Mayoral, narró la gran hazaña del viejo mastín: “Una tenebrosa noche quedó el carro embarrancado en el Paso del Diablo. A pesar de los pertinaces esfuerzos de las nobles bestias, el pesado carro hundido hasta el eje en el terreno empantanado por las copiosas lluvias caídas recientemente, no se movía. Se decidió pasar allí la noche y buscar solución a la luz del día. Retiramos a las mulas del tiro conduciéndolas a un guarizo que se levantaba providencial en una explanada próxima.
El mastín inquieto venteaba, presagiaba... De pronto, el sobrecogedor aullido del lobo irrumpió en el profundo silencio de la noche. Las mulas, medrosas se apretaban unas contra otras formando un círculo y con los cuartos traseros ubicados hacia fuera, para defenderse a coces si fuesen acosadas por el lobo.
El mastín convencido de que había llegado su hora, partió raudo hacia el punto de donde procedían los aullidos del temido carnívoro, dando potentes ladridos intimidatorios que retumbaban en los barrancos profundos del Paso del Diablo. Fueron momentos de gran tensión. Todos confiábamos, sin embargo, en la reciedumbre del mastín y en la imponente carlanca ajustada a su cuello.
La noche era oscura y fría. El viento zarandeaba contumaz las frondas de los enebros y los arbustos del sotobosque. Por un breve instante pudimos ver la silueta de la fiera recortada sobre el horizonte: era corpulenta y atroz.
En el fragor de la lucha se oían aullidos de dolor, chasquidos de arbustos –jaras, tomillos y retamas-, ruido quebradizo de hojarasca producido por los rápidos desplazamientos, fugas instantáneas, saltos y caídas de los dos cánidos. Intentamos acercarnos en las tinieblas, y vimos los ojos sanguinolentos y centelleantes del salvaje animal, que se clavaban como agudas saetas en su rival secular. Los colmillos, afilados como navajas, resplandecían blanquísimos en la oscuridad reinante. Todos azuzábamos al valiente perro, confiriéndole más valor y coraje. No obstante su crueldad, era un hermoso espectáculo. Por fin, una dentellada certera del perro alcanzó el pescuezo del lobo en la zona vulnerable que aloja la yugular, y le produjo la muerte. El mastín jadeante y ensangrentado, se acercó a nosotros que le recibimos con gritos de júbilo.
A la mañana siguiente, al romper el alba, nos apresuramos para ver al lobo y el escenario de la épica lucha. Entre una encina centenaria y un corpulento alcornoque, yacía el lobo tendido sobre el suelo blando de hierba y hojarasca. Hermoso ejemplar de pelo entrecano y no menos de siete arrobas de peso. Las aliagas de alrededor, con sus aceradas púas habían arrancado abundante pelambre de lobo y mastín. Y un acre olor a sangre muerta, mezclado con el dulce aroma de las plantas silvestres perduraba en el ambiente.
Fue ese lobo el que le rasgó el belfo de una dentellada.
De la piel del lobo me hice una zamarra de precaria factura, pero excelente para combatir el frío de las agrias sierras o para transitar el páramo gélido e inhóspito. Cierto día la zamarra, que nunca llegó a perder su olor a piel animal, provocó la espantada y huida de unas mulas que estaban roturando las tierras. Las vigorosas yuntas iban trazando con lentitud rectilíneos e idénticos surcos en la gleba. Su serena faena campesina se transmutó de súbito, al conjuro del instinto de conservación, en huracán devastador. Los dóciles animales eran ahora bestias silvestres que arrollaban todo a su paso. Con el pánico reflejado en sus ojos y enfurecidas por su ancestral miedo a las fieras, galopaban obsesas y aterrorizadas.
Hubieron de capturar a las despavoridas yuntas a tres leguas de distancia, en el lejano Encinar de Poniente. Sudorosas y extenuadas, con los ollares dilatados, respiraban fogosas cual si fuesen máquinas de vapor. Los aperos quedaron desvencijados y maltrechos. Y los arados perdidos a trozos por caminos y breñales”. Todos escucharon con atención el relato del Mayoral. En ocasiones, era interrumpido por alguna pregunta inquisitoria. El tiempo transcurrió sin advertirlo. Los arrieros nunca trasnochaban. A una hora prudente, cual si hubiese un tácito acuerdo entre ellos, se retiraban uno tras otro para irse a dormir. De madrugada, con las primeras luces del día, ya estaban dispuestos para transitar por carreteras y caminos.
La vida con sus implacables designios cambió el rumbo de la nave solariega. El campo se mecanizó y la oferta de trabajo descendió notablemente. La maquinaria agrícola sustituyó en gran parte a los braceros y capataces.
Los conocimientos agrónomos, que a lo largo de los siglos permanecieron rudimentarios, evolucionaron de modo espectacular. El tractor y la cosechadora sucedieron al arado romano y a la hoz. ¡Era inaudito!
Sus gentes emigraron a las ciudades, donde se levantaron grandes complejos fabriles.
El Mayoral, a su pesar, hizo otro tanto. El resto se dispersó por el entorno. María, ya había muerto. Cuando llegó el día de su partida, el Mayoral, se sintió turbado, aturdido, como si le hubiesen erradicado de su pueblo, de sus gentes y de sus campos. Fue un día aciago que nunca olvidaría.
En las inmediaciones del pueblo, en un altozano, está el campo santo. Allí reposan los restos de la venerable anciana. Figura insustituible de la casa solariega. Casa grande y fuerte, capaz, se pensaba, de soportar con firmeza los más graves eventos que acaecer pudieran. María, nunca supo de su decadencia y posterior abandono. Jamás lo hubiese entendido.
Pasaron los años… el Mayoral todavía conservaba cierto poso de añoranza y una notable curiosidad e interés por la casa solariega. Un buen día decidió visitar el lugar donde había transcurrido gran parte de su vida: los mejores años. La casa había permanecido cerrada. Nadie vivió en ella después del fatal abandono. La encontró muy deteriorada. En parte, derruida.
En los corrales, el campo penetró con fuerza avasallando tapiales y empalizadas. El herbazal abundante anegó los que fueron recintos domésticos. Nada quedaba ya de las antiguas corralizas. Las piedras grandes y de buena forma fueron aprovechadas para otras construcciones.
El palomar, gallardo torreón de una antigua fortaleza, anclado en el paisaje mantenía su dignidad permaneciendo firme frente a la erosión de los elementos. El Mayoral penetró en su interior y pudo observar asombrado cómo retrocedía en el tiempo. Esta sugestión le exhortó a percibir el arrullo de las palomas y su batir de ala, en vuelo corto, restallar en el aire circundante.
A través de un pequeño ventano de las caballerizas, sobre certera trayectoria milimétrica, se desliza grácil la leve golondrina de terciopelo, descendiente, quizá, de “aquellas que aprendieron nuestros nombres”. Y en lo alto, agarrado firmemente al muro, permanecía el nido cálido y humilde. Cada año, al regreso de sus cuarteles de invierno, las solícitas avecillas restauraban con delicadeza la morada donde, en breve, nacerían los frágiles golondrinos.
Nadie ha podido encontrar el huso. Ese objeto entrañable que tantas veces acariciara con sus nervudas manos la buena María, ¡Cuántas leguas de hilo devanaría en el oblongo artilugio a lo largo de tan larga vida!
Una rueda del carro quedó abandonada de su compañera que decoraba, horrendamente policromada, un nuevo mesón desangelado.
Las mudas campanillas de los jaeces, enmohecidas y tristes, no volverán a tintinear jubilosas sobre los campos labrantíos.
En un muro del establo, en el interior de un mechinal, aparecían herraduras desgastadas y herrumbrosas de diferentes tamaños y formas: de mulas y asnos las alargadas, y de caballos las casi circulares. Eran las que iban gastando las caballerías que se recogían para, más tarde, llevarlas a la herrería y venderlas como chatarra. Destacaban entre todas ellas, por su generoso tamaño, las que pertenecieron a un caballo alazán: vigoroso ejemplar de espléndida belleza, cabeza hispano-árabe y mirada encendida de equino purasangre. Como aquellos magníficos caballos de Fídeas esculpidos sobre frisos y tímpanos de la arquitectura griega. Temperamental y arrogante, pasaba cada día camino del abrevadero. Cuello curvo y tenso, como arco de ballesta pronto a dispararse. Sus impresionantes cascos resonaban contundentes sobre el suelo. Cabalgar sobre este soberbio corcel, al trote gallardo y elegante o al galope rotundo y espectacular era un privilegio. “Vaya cascos que tiene este caballo; son grandes como platos”, decía el herrador mientras los rebajaba diestramente con el pujavante.
La carlanca oxidada del viejo mastín -Matalobos, como le llamábamos desde aquel furibundo combate con el descomunal lobo de pelo entrecano- colgaba de un tosco clavo que hería sin piedad el maderamen de una viga.
La breve estancia del Mayoral en el pueblo fue, en todo momento, presa de una inefable emoción. Sus vivencias proyectadas sobre paisajes, calles y hogares conformaban su lírica biografía.
El regreso a la ciudad de Juan el “Mayoral” resultaba definitivamente inexorable. Esta vez era un viaje sin retorno.
José Luis Calleja Rubio (calleja_rubio@hotmail.com)
19 de abril del 2008
Relatos y poemas de José Luis Calleja Rubio:
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