La sombra como una nube gris cubre mis sueños,
una verde rama de olivo mece suavemente la cuna,
y mientras pasan las horas entre bostezo y bostezo
el canturreo maternal va envejeciendo con el tiempo.

Sobre una Biblia reposa un desgastado Rosario
abrazando un antiguo recuerdo colmado de fe,
que la memoria cubre de esperanza en cada rezo
implorando un poco de calor en cada despertar...

Ya amanece, el viento barre la oscuridad de la noche
y el día pone un nuevo sol sobre los patios solariegos
donde corren y sueñan juntos los niños peruanos,
forjando el espíritu telúrico con la fuerza de la sangre.

Pasan cien estaciones y se asoman las dolencias;
para algunos la vida dura sólo el aleteo de un gorrión,
otros aun caminamos la tarde entera a orillas del río,
lejos de las paredes blancas de nuestro querido pueblo.

Las limpias calles de nuestra tierra que miran el amanecer,
los rayos solares que caen para abrigar las viejas puertas
y el canto de un jilguero en el alba, apenas son el presagio
de otro día que inventa el mundo para no morir de amor.

Por eso cada peldaño que subimos tomados de la mano,
cada carta que escribimos y recibimos con suma alegría,
son las cálidas fraguas que forjan los sueños comunes
y la fotografía donde todos sonreímos como hermanos...

(Ecuador, 1999)

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