Ayer visité los páramos tras los cerros chiquianos,
sabana andina donde ya no existen crianderos;
allí ya nadie reposa la siesta en tierra dura,
y de aquellas manadas, poco perdura.

Ya no están los que daban vida a los rebaños,
no se escuchan más los pincullos sonoros,
los cuentos y leyendas se van disecando,
hasta los manantiales se están secando.

No se ven caminantes, arrieros ni ganaderos;
no hay perros que ladren, ni ovejas balando,
nadie lleva en sus manos el cayado
que Abraham les dejó como legado.

No se escuchan los trinos de mandolina
que hacían silbar al viento de la puna;
ya se fue con el eco la música matutina,
que tocaban Ernestina, Jesús y Martina.

Ya no se escucha el tierno canto pastoral,
sólo se percibe la soledad en los cerros;
fría como alguien que ya no respira
y congelada como el Tucu Chira.

Tampoco nieva en Tupucancha y Gachirrajra,
sólo se mece la escarcha en el ichu,
los zorros y huachuas se han ido,
hasta las vizcachas han huido.

Tiempos de pastores nobles como corderos,
más esquivos y solitarios que los pumas,
con sus guitarras de melancólico trinar
que a los pajonales hacían tiritar.

Ya el placer de criar se fue con los pastores,
que se marcharon cantando por la llanura
y silbando con el viento alzaron vuelo
para hacer sus chozas en el cielo.

Hoy las musas duermen en el corazón del ande
esculpidas en piedra que el tiempo olvidó,
ellas sueñan con sus nobles trovadores,
sedientas de lluvia, neblina y flores.

Llegan a mi memoria tiernos balidos de corderos,
en concierto con dulces mugidos de terneros
que llenan mi alma de añoranza y ternura
a más de cuatro mil metros de altura.

Este es mi canto empapado de manadas y puna
donde mi inocencia tuvo la fortuna de morir;
santa estirpe de pastores que un día vivió,
! más humildes y sencillos que yo !

(Tupucancha, 2002)

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