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Antiguamente, los mozos de cierto pueblo perdido de la Galicia profunda celebraban competiciones de naturaleza escatológica. El primer puesto recaía siempre en un mozo enjuto de carnes y breve de estatura, pero excelente artillero.
Cuando fue a la mili sirvió -estaba predestinado- en el arma de artillería. Allí conoció a un compañero asturiano -gran entusiasta, por cierto, de la fabada como correspondía a su naturaleza- que le enseñó a inflamar los gases expelidos… (Gas metano).
Nuestro pollo aprendió raudo la técnica empleada para lograr un efecto tan curioso como espectacular.
Al regresar de la mili, le faltó tiempo para contárselo a sus amigos con profusión de detalles. El auditorio escuchaba atónito y perplejo.
Habían de quedarse con las nalgas al aire -la impudicia en los mozos, como el valor en el ejército se dan por supuestos- y en una postura nada estética (decúbito supino y con los pies en la cabeza). Permanecerían de tal guisa mientras durase la demostración.
Imaginaban el espectáculo y se reían a mandíbula batiente.
Después de instruidos en la fase teórica, habían de pasar a la práctica.
El mocerío salió del pueblo hasta un lugar seguro, para evitar que el vecindario pudiera escandalizarse. Todos ellos iban provistos de mechero.
A la sazón, era noche de novilunio y tenían que andar muy precavidos buscando sendas y trochas en la oscuridad reinante. Apenas se reconocían unos a otros. Circunstancia esta que, por otra parte, favorecería el panorama flameante de los gases.
El experimento superó todas las expectativas.
Acertó a pasar por allí, atravesando las tinieblas, un hombre que iba en dirección al pueblo. Cuando se percató el noctámbulo de la visión fantasmagórica que tenía ante sí, corrió despavorido como alma que lleva el diablo. Entró en el pueblo sin aliento. Se dirigió a casa del alcalde y, con voz entrecortada, refirió lo que había visto.
Los vecinos, al oír los aspavientos del interfecto se iban congregando en la puerta del alcalde. Alarmados, le pedían que ordenase tocar a rebato. El alcalde, consciente de su responsabilidad, manifestó con buen criterio, que sería conveniente no precipitarse y reflexionar sobre los hechos. Procedamos pues con mesura, dijo:
Podría tratarse de fuegos fatuos, dijo un vecino. A lo que repuso el alcalde: “Los fuegos fatuos suelen manifestarse en los cementerios y, excepcionalmente, en zonas pantanosas. Ambos lugares no se corresponden con lo manifestado por el testigo”. “Puede tratarse de un aquelarre”, manifestó un anciano. “Yo, en mis años mozos, presencié la ceremonia supersticiosa y macabra que se celebró al borde de un acantilado. La víctima de aquel ritual fue cruelmente despeñada. Los aquelarres, prosiguió, están compuestos por brujas desdentadas y con la piel cetrina pegada a la osamenta de su esqueleto, brujos nasones y siniestros; calderos con brebajes para los hechizos; guadañas, horcas, escobas y toda la parafernalia con que realizan sus conjuros y maleficios. Un macho cabrío o cabrón representa al diablo”.
“Debemos abandonar, terció el alcalde, las disquisiciones y acudir con presteza al lugar del avistamiento. Iremos bien pertrechados”… ¡En esto que… a lo lejos, se oyeron unas sonoras carcajadas! Eran los mozos del pueblo que regresaban alborozados comentando el acontecimiento.
Ninguno de los jóvenes osó dar cumplida explicación de lo ocurrido. En un principio, suavizaron un poco el suceso. Pero, finalmente, hubieron de contar la verdad desnuda. Nunca mejor dicho.
José Luis Calleja Rubio (calleja_rubio@hotmail.com)
9 de septiembre del 2008
Relatos y poemas de José Luis Calleja Rubio:
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