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El rincón literario: Pensiones: de la gloria al infierno


Era un 18 de mayo de 1997, y Paola iniciaba otra etapa en su vida. Por primera vez, estaría lejos de su familia, aprendería a ser independiente y viviría en una pensión. Ese primer día, su mamá la acompañó para saber en donde se iba a quedar. Fue hasta entonces que ellas conocieron el lugar; Rafa, un amigo de Paola, se los había recomendado. Él vivía cerca de ahí; por lo tanto, conocía a la dueña y ella le había comentado que tenía cupo para una persona.

Durante todo el trayecto de Puebla a Xalapa, Paola iba pensando en cómo sería la casa, si se iba a acostumbrar, si la tratarían bien… “Todo saldrá a la perfección. Lo sé. Las pensiones no deben ser tan malas...”. No cabe duda, era ilusa. Una vez que llegaron, pasaron al cuarto, el cual estaba en una planta alta. La dueña se portó muy amable; se había adelantado para abrir la puerta del mismo. Cuando entraron, la impresión no fue precisamente agradable; estaba todo desarreglado: las camas sin tender, la estufa sucia, la mesa llena de trastos y el baño asqueroso. La cara de su mamá fue de horror al pensar que su niña viviría en ese cuchitril. Pero como Paola no conocía otro sitio en Xalapa, se tuvo que quedar en ese lugar... "Sobreviviré, ese será un obstáculo a vencer".

Desde el primer día, doña Chela, la dueña, la trató como a una hija, eso provocó ciertos celos en las otras pupilas y ni que decir de sus odiosos hijos (Ricardo, un adolescente y Juridia, una berrinchuda chamaca de cinco años). La pensión en sí no estaba mal (no fijándose en el desastre que siempre dejaban sus compañeras de cuarto) sino la manera de ser de las personas quienes vivían ahí. Eso realmente complicaba todo.

En septiembre, llegaron Óscar, Ray y Luis (tres ángeles caídos del cielo para Paola). Los cuatro lograron tener una amistad maravillosa, lo cual también parecía molestar a los demás, excepto a doña Chela; ella siempre reía con todo lo que ellos hacían. Pero esa simpatía tuvo sus consecuencias. Un buen día, Ricardo le reprochó la atención de ella hacia Paola y sus amigos… “Lo que me encabrona es llegar y ver que ni me pelas por estar ahí con esos; decide, ellos o yo”. Para evitar problemas, buscaron otro sitio donde pudieran estar juntos. Entonces, se cambiaron a la casa de doña Nelly, en la calle Coahuila, una cuadra arriba.

El lugar parecía perfecto, el cuarto de Paola estaba dentro de la casa y el de sus amigos, al fondo del patio; la única persona que vivía en esa pensión era la dueña y su bolita (una perra a la que pronto llegarían a odiar). Al principio, todo transcurrió excelentemente, pero poco a poco, la señora fue sacando las garras. Paola fue quien más sufrió los ataques de histeria de esta persona: no le gustaba el ruido y, por consiguiente, Paola no podía tener la radio con el volumen alto; por la noche debía apagar temprano la luz porque si la claridad llegaba a la recámara de doña Nelly, no podía dormir; el baño no lo podía utilizar hasta después de las nueve; además, no se le podía gritar a su mascota - en una ocasión, la bolita entró al cuarto de Paola, tiró su ropa y se echó a dormir sobre ella; cuando ella la vio, la sacó casi a patadas y la señora regañó a Paola.

También, durante los primeros días, la señora les preparaba deliciosos guisos, pero después, aparte de empezarles a cocinar casi siempre lo mismo –verduras porque, según ella, la carne no era buena para la salud- les servía muy poco. Paola no se preocupaba tanto por la cantidad que a ella le servía, pero si lo hacía por sus amigos; principalmente, por Luis (él estudiaba Educación Física en la Normal y, por lo general, regresaba hambriento). Todo estaba llegando a su límite y el colmo fue lo sucedido en cierta semana: la señora había preparado un guisado de pollo y Óscar se comió todo menos la pierna que le había tocado; se le ocurrió pedir más y la señora escuchó que ya había terminado y le echó la pierna a su bolita. Óscar se puso furioso… “¡Nunca nos da carne y hoy que lo hace, me sale con esto!”. Al otro día, llegó a comer Paola y la señora, muy conchudamente, le dijo que ya no había comida y no le podía preparar algo más porque se le había hecho tarde y no había ido por su mandado. Paola se fue a su cuarto, enseguida sus amigochos la siguieron y, como era de esperarse, se enojaron… “¡Pinche vieja, ya ni la chinga, ayer a Óscar y hoy a ti!”. Ella ya no aguantaba la situación, así que todos salieron a buscar otro lugar para vivir. Pero esta vez sería diferente, ya no estarían juntos para apoyarse: Óscar y Ray habían reprobado y se iban a dar de baja, Luis quería una pensión cerca de la escuela y Paola optó por lo mismo (pero ellos no estudiaban en el mismo sitio, lo cual indicaba una separación).

Después de tanto buscar, Paola se dio cuenta que al tocar la puerta de algunas casas donde hubiera un letrero: “SE RECIBEN PUPILAS”, la dueña siempre salía sonriente, le hablaba con cierto cariño, la invitaba a pasar; en fin, le bajaba el cielo y las estrellas; pero Paola, al haber experimentado ya en dos sitios, no creía tan fácil toda esa belleza que las pensiones y, principalmente, la gente mostraban para que los estudiantes aceptaran quedarse… “No pensé que fuera tan difícil vivir en Xalapa. Las personas deberían tratarnos bien, pues viven gracias a nosotros. ¡Dios! Ayúdame a tener paciencia, me falta mucho por recorrer y no debo permitir que esto me derrote. Ojalá encontrara un lugar tranquilo para no preocuparme por tonterías, sino por cosas más importantes: la escuela…”

                                                                                                        (1998)

María Guadalupe Hernández Alberto (rien4@hotmail.com)







 
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