rosas mal cortadas
Y me pincho con sus espinas porque no las agarro con delicadeza, me olvido que son rosas rojas y las trato bruscamente. Me acerco una a la nariz y no consigo descifrar su olor, se escapa en el aire, y se pierde. No se enciende por nada del mundo, mi pasión por su olor ha perdido la chispa. No distingo las flores, estoy perdido.
La llamo y no contesta, la busco en las cafeterías donde solíamos ir y tampoco está.
Vuelvo a leer sus cartas una y otra vez, cómo si estuviese buscando un significado oculto. Miro las fotos, siguen igual de brillantes.
Su número telefónico me aparece reiteradamente por la mente, no logro evadirme, lo peor es que sé que no voy a arreglar nada así. Debo olvidarla, pero qué me ha hecho para tener que hacerlo. Por qué no existe un amor sin reciprocidad, por qué está mal visto amar sin ser amado. Los demás te juzgan como a un loco obseso, no ven el dolor que habla solo en tu interior, no ven todo el amor que has dado, no ven las mañanas que compartías besos.
Llueve y sale el sol, todo a la vez en unos meses de mierda; y todo se traduce en un frío seco y en un calor desagradable.
Compasión
Ricardo ya no era feliz, en realidad nunca lo fue del todo, últimamente estaba atravesando la famosa crisis de los treinta; y todo aquello que tocaba lo hacía mal, sin ritmo, y por supuesto, sin pasión; irreconocible, incansable hombre agotador, puercoespín urbano lleno de miedos tan absurdos como serios.
El güisqui navegaba entre miles de vasos absorbidos en un único e impecable trago goloso; largo, con hielo, sin limón.
Las cosas que realmente gustan son siempre negativas, y se escapan de tu mínima comprensión.
Me da lástima, antes éramos amigos; y aunque, aún lo somos, ya no es lo mismo, no estamos pa ostias. Las arrugas cansan, y te notas físicamente agotado cada vez que te miras al espejo.
Quedamos en un café teatro para hartarnos de jotabés hasta que nos salen por las orejas. Nos dejamos una seis mil pesetas en la barra, la camarera nos echa el ojo rápidamente.
Se llama Yolanda, se hace llamar Yoli, y creo que vive en Hospitalet; y seguro que cerca de Bellvitge, tiene pintas de eso y mucho más.
Yolanda me dice que sale en diez minutos, y le propongo que se una a la fiesta. A Ricky le parece bien, para él todo vale, ha llegado a un alto grado de conformismo.
La esperamos en la esquina de la plaza de al lado, sale corriendo del local, me ve de lejos, y al acercarse sufre una lesión en el tobillo que la hace venir directamente a mis brazos.¡Gracias Dios por echarme una mano!
Los zapatos de tacón siempre actúan como nexo en las relaciones humanas y Evaristo lo sabía. Por eso, desde pequeñito se preparó para trabajar en una elegante zapatería de Bonanova. Por ahí pasaban las mujeres maduras más bellas del planeta. Evar tenía una estupenda agenda con más de treinta teléfonos útiles; es decir, todos servían para acabar en la cama con alguna mujer.
La mayoría eran divorciadas y viudas, aunque también existía la mujer liberal con tiempo ocioso; esas eran las más peligrosas, no desistían de su objetivo.
Evaristo conocía el valor de un selecto zapato de tacón, conocía a perfección los materiales utilizados y todas las clases de pieles que se podían emplear en la fabricación del calzado.
No era un tipo demasiado guapo, pero podía arrebatar cualquier sonrisa femenina en menos que canta un gallo.
Vestía trajes de cuarenta mil pesetas con camisas de cinco mil y corbatas de dos mil. En cambio, en lo que a calzado se refiere, utilizaba lo mejor. Sus pies se movían con agilidad, casi flotaban. Llevaba los mejores Lottusse de la tienda. Brillaban como nunca antes lo hicieran unos zapatos, el sol acompañaba al magistral calzado. Él aseguraba que podía sentir el tacto con la superficie, y la verdad es que nadie lo dudaba. Poseía una de esas caras de satisfacción perennes que tanto gustan. Su nariz era gorda, aunque encajaba perfectamente con su enorme cabeza. No se puede decir nada de sus ojos, estaban tan achinados que no se podía distinguir el color; eran como los de Toshiro Mifune.
Llevaba una perilla en estupendo estado de conservación, el mejor afeitado desde Errol Flynn. Cubrían su rostro como si fuesen rosas adornando un jardín, aunque en este caso la zona verde estaba algo estropeada; es decir, alguna caries que otra, y dientes profundamente separados.
Ricky, Yoli, y yo entramos en un bar con Karaoke. Enseguida vemos a Evaristo apoyado en la barra dando conversación a Jenny, la camarera rubia de bote con tetas y orejas operadas; según algunos, la nariz tampoco es suya.
Yoli, como es normal es las mujeres, odia el descaro y la falta de pudor de Jenny. Lo puedo advertir en las insultantes miradas que se dedican, mientras Ricky y yo hacemos un güisqui detrás de otro; como si fuesen agua.
Yoli le pide a Jenny un Malibú con piña, y se lo bebe a pequeños sorbitos. Evaristo sonríe a diestro y siniestro, todas las mujeres advierten su presencia. Mira el reloj cada quince minutos, como esperando la hora ideal para ligarse alguna fulana que esté de paso esa noche; y es que las clientas habituales ya lo conocen de sobras.
Esa madrugada se abrieron vehementemente las puertas, y entraron dos mulatas y una chinita. Vestían con escotes a lo Versace, y sus labios estaban estúpidamente pintados. Los ojos no miraban, perforaban y arrancaban emociones endorfínicas. Evar se acercó enseguida a la china y se puso a hablarle de algo tan curioso como la sopa de aleta de tiburón. Tuvo la suerte de dar con el tema exacto de conversación interesante, puesto que la oriental era Chef de cocina de un conocido restaurante de la Villa Olímpica. A Ricky le salió el tiro por la culata, ya que se puso a bailar con una de las mulatas salsa y no hacía otra cosa que pisarle patosamente sus enormes pies embutidos en unas sucias sandalias de piel de cocodrilo.
A mí me fue aún peor, pasé toda la noche escuchando los problemas de Yoli con su antiguo novio. El tío era un cocainómano que le propinaba escandalosas palizas conocidas en su vecindario. Se llamaba Armando y trabajaba de portero en una discoteca del Eixample, había llegado a ser campeón de España de Aikido con veinticuatro años. Ahora era campeón de palizas a mujeres débiles y trabajadoras, porque si pegas a una ricachona repelente aún queda justificado; pero, pegar a una buena mujer que se parte la espalda sirviendo copas a horteras de pantalones de pana en mayo.
Yoli no pudo contener las lágrimas y se precipitó concienzudamente a mis estupendos hombros. Me puse pinocho mientras la abrazaba, creo que fue la extraña mezcla de olores que desprendía. Su pelo era áspero y me provocaba un serio picor en el cuello. Sus manos estaban más secas que el Guadiana, y eso es algo demasiado desagradable. Quería evitar el contacto físico a toda costa, pero notaba sus desafiantes pezones duros como gomitas de borrar.
Por suerte, Ricky vino a mí para seguir con las rondas de virilidad. Me dio una ligera sacudida en el brazo, con la suficiente fuerza como para moverme bruscamente y tirar la copa de Yoli al suelo. La empapé de arriba abajo, y se fue llorando al lavabo. Yo la seguí para preocuparme por su situación, pero acabé con la nariz rota por el segurata de los lavabos; me confundió con un exhibicionista que siempre estaba al servicio de señoras.
A las cinco de la mañana estaba en urgencias con toda la ropa teñida en sangre, la cabeza a punto de estallar, y un serio problema de halitosis alcohólica. La enfermera era más bruta que un vikingo en un burdel caribeño. Tenía cara y voz de hombre, su nombre también la acompañaba. La enfermera Juani Ordóñez poseía la envergadura de un buque ruso y la subnormalidad de una Miss Simpatía.
Su olor era similar al de un perro abandonado en un basurero municipal, su pelo insultaba al peor peluquero de la ciudad, y sus manos eran dos enormes sartenes. Se había pasado doce horas de guardia, y no podía discernir si era una persona o un muñeco de trapo. Manipulaba mi nariz como si fuese un imperfecto canelón sin relleno. La sangre chorreaba que daba gusto, la escena parecía sacada de la saga de Rocky.
Plubicidad subliminal
Ricky tenía la teoría de que todo estaba manipulado, no poseíamos una pizca de libertad. Me preocupaba no tener poder de decisión y percibir inconscientemente estímulos de intensidades fronterizas con los umbrales de los sentidos o análogas. Podía ser cierto qué no me conociera a mí mismo, qué no tuviese valores propios, y que mis deseos fueran prefabricados.
Respecto al tema, tenía mis propias conclusiones que llegaban a tal extremo que parecían manías paranoicas. No veía la televisión durante los espacios publicitarios, giraba bruscamente la cabeza para distraerme con un libro de pinturas rupestres del hombre de las cavernas. Tampoco podía leer novelas, periódicos ni revistas, prospectos de medicamentos, etiquetas de alimentos, y rótulos de tiendas. Podía ser verdad que cualquier producto extendía sus tentáculos para agarrar a un público totalmente volcado al consumismo frívolo de productos innecesarios.
Todas mis dependencias eran parte de ese enorme juego de la manipulación de la plebe. No necesitaba fumar Camel, hablar por mi nuevo nokia, comer una salsa de tomate light, llevar una camisa Ralph Lauren, un reloj Tag, unos vaqueros Guess, una chaqueta Armani, un suéter Armand Bassi, etc.
Miro la sección de contactos de una revista de ocio de la ciudad. Mucha gente busca amigos para salir al cine o al teatro. Pero la realidad es otra muy distinta, las salas están llenas por solitarios seres que sienten la necesidad de aguantarse a ellos mismos. La soledad, deseada o no, es tan absurda como un concurso de belleza. Nos empeñamos en disfrutar de nuestro propio espectro andante, pero ahora está sentado en una butaca de ochocientas veinticinco. Casi dos horas de estupideces mal contadas, y encima solo para no poder comentarlo con nadie.
La chica se marcha, cierra la puerta.
Un portazo.
¡Gracias!.
Fue bonito mientras duró. Lástima que ya no sienta lo mismo, se me ha roto el hechizo.
Tanta frialdad caminando sin rumbo, haciendo daño por donde pasa, impidiendo hacer crecer la hierba.
Me lo estaba diciendo constantemente, en cada mirada se podía ver su discreto desencanto. No era yo ese ser que tenía que amarla. Su estado era de infelicidad, de rechazo, de una suave hostilidad que te apartaba de golpe, sin una mera concesión. Cuando alguien quiere echarte de su vida es lo más brusco posible, ella no fue menos. Dijo un largo adiós acompañado de un devuélveme mis cosas.
Intercambio
Siempre es duro, jamás te acostumbras del todo. Estaba tumbado en un horrible sofá beige cuando sonó el teléfono. Normalmente no soporto el sonido, pero aquella tarde lo deje sonar sin atreverme a descolgarlo. Sabía que era ella, con todas las disculpas que no iba a pedir, y no podía soportar otra derrota. No acababa de despegar del todo, aunque había conocido a una veintena de mujeres. Todas tenían encanto, pero carecían de olor; no es que no lo tuviesen, es que sencillamente no olían como ella.
Bailas a su lado, mientras su pelo va rozando tu cara, puedes olerla incansablemente sin necesidad de realizar otra cosa. Es un momento en el que todo fluye, te olvidas de toda la crueldad del mundo y te concentras para no olvidar jamás lo mucho que representa poder abrazarla para compartir un baile de semejante magnitud. Con el tiempo te das cuenta de su diferente percepción de las cosas, lo que para ti ha sido algo especial para ella era algo más. Mientes para no darte cuenta de lo solo que estás en e l mundo y de lo poco que valen tus sentimientos en una práctica sociedad moderna.
A las dos horas vuelve a sonar, y esta vez lo cojo y le digo cosas, miles de cosas, casi susurrando para ser escuchado. Y lloro, y me emociono al escuchar su voz, y respiro su perfume una y otra vez. Me dirijo hacia la ventana para contemplar el cielo, y las nubes dibujan su silueta con un letrero en el que pone Por cortesía divina. No quiero colgar, alargo la conversación hasta el máximo sin intención de suplicar. Quiero un día como los de antes, un único y preciado día para poder abrazarla hasta enloquecer. No entiende que es la única mujer que he llegado a querer, y por eso se ha marchado, porque me condenan a sufrir.
Parece que el cielo se me vaya a caer encima en cualquier momento.
Un café y nada más
No olvidas cada uno de sus sorbos a ese café con leche bien cargado y sin espuma, no soporta la espuma. Pide dos azucarillos que son abiertos con impaciencia y movidos compulsivamente.
Son ya las seis de la tarde, estoy incómodo, y no paro de mirar el reloj. Ella, como siempre, no lo nota; y es que siempre va a la suya. Quiere comprarse una falda negro pero desconoce la altura exacta. Le recomiendo que por debajo de las rodillas pero se compra todo lo contrario. Me conformo y no le hablo en un par de horas, mientras ella me explica una historia sobre su hermana y el novio.
Se ve que conoció a uno de esos guaperas de oficio en el curro nuevo. Salieron durante un agotador y desquiciado año, y finalmente se compraron un fantástico piso en un pueblo de la geografía catalana, y al ladito del mar.
El seguía viendo a sus amiguetes, hiendo al fútbol y al gimnasio, y ni siquiera se recogía la cama. A su hermana le entró el síndrome de la chacha emancipada, y abandonó el hogar después de dos terribles meses de convivencia masculina. Cuando lo explicaba podía notar que me preguntaba con los ojos si yo sería igual de desastre a la hora de compartir nuestras vidas en un obligado espacio llamado dulce hogar. Por supuesto le dije que no, a los tres meses lo dejamos. Ahora pedía siempre un café solo, a veces con hielo.
Dormía solo, y deambulaba por las mismas calles por las que acostumbrábamos a pasar. Volvía a asomarme reiteradamente por la ventana. Ya no jugábamos a eso llamado amor. Llegaba la noche y sólo me preocupaba por la programación televisiva. Después de cenar me tomaba un enorme café americano, y ni eso podía evitar que durmiese plácidamente en una gran cama para mí solo. Lo mejor de mi actual situación era que no tendría que oler jamás su desagradable perfume, y la muy imbécil se bañaba en él.
Una profesional
La primera vez que la vi no me podía creer, tenía un sentido de la moda diferente al de cualquier mortal. No se vestía, se drisfazaba con plumas y blusas sin sujetador embestidas por dos poderosos bloques de silicona de quinientas mil pesetas cada uno. Era toda una delicia verla caminar con sus libinidosos pasos de sirena.
Había nacido en un pueblecido llamado Santa Elena, situado en El Salvador. De pequeña se escondía debajo de la cama para evitar ser alcanzada por alguno de los proyectiles que se paseaban por el hostil ambiente. De mayor se quedó sin casa, un enorme huracán se la llevo sin dejar rastro. Era una de esas miles de personas que no habían encontrado su posición en la sociedad, carecía de todo pero lo ocultaba tras una enorme sonrisa. Nunca había visto tanta felicidad en un ser tan infeliz, disfrutaba de cada cosa, por pequeña que fuera, que hacía.
Llevaba cinco años en el país, en un principio se dedicó a cuidar a una pareja de ancianitos a los que llamaba avis cariñosamente. Luego arrasó en la noche, poniendo copas y de bailarina sexy. Mantenía un modesto contacto telefónico con su anciana madre, la señora había parido a trece hijos, y ella era la número trece. Menuda suerte llevar ese terrible signo numérico tatuado en el alma. Dos de sus hermanos habían muerto en la guerra. Me explicó que un día su casa se transformó en un improvisado hospital de campaña supervisado por uno de sus hermanos con algún conocimiento impreciso de la medicina. Había venido al mundo a sufrir y en su camino tropezó conmigo, conocido en el barrio como un discípulo de la madre Teresa.
Mis amigos se reían de mi facilidad para atraer a todo tipo de gentes. Tenía amigos dominicanos, cubanos, venezolanos, gitanos, y ahora una salvadoreña.
El cubano venía cada mañana a verme a mi tienda. Poseía un pequeño comercio en un barrio de trabajadores de Barcelona. Cada verano la asociación de comercios realizaba una semana de fiestas donde se adornaban las calles con todo tipo de objetos. La ganadora de la pasada edición hizo un tributo a Méjico, y para ello construyó enormes decorados recordando la riqueza de la cultura aztecas.
Se llamaba Teo y, como cualquier cubano, alardeaba de ser experto en todo y saber de cualquier materia. Tenía unos cuarenta años, y seguía conservando su prestigioso acento zalamero. Según él, se había follado a una centena de mujeres bien consagradas en el oficio sexual; es decir, las mejores mamadas del Caribe.
Un día entró en mi tienda a venderme un espacio publicitario para una hoja que se repartía gratuitamente en las panaderías. Le negué ser anunciante, pero le brindé mi amistad. Teo tenía mujer e hijo, pero estaban todavía en la isla de Castro. Su intención era traerlos lo antes posible a la ciudad, aunque no tenía ni papeles ni un trabajo estable. Como en cualquier rincón del país de Aznar, aquí todo era encubierto. Nada existía de verdad, todos éramos los fulanos del presidente. Teo lo veía todo con acercamiento, tenía un improvisado morro que lo hacía tan grande como el cañón del Colorado. Vestía con ropa usada que le cedía egoístamente el resto de ciudadanos.
El dominicano, Andy, era el hombre más prepotente del mundo. Se pasaba el día hablando de todo lo que había hecho a sus treinta y dos años de edad. Según él, había alcanzado la fama en su país como guía turístico en una reputada zona de Punta Cana. Era medio negro, y ocultaba sus estrábicos ojos bajo unas simuladas gafas de diseño. Siempre llevaba la misma camisa amarilla de Calvin Klein, y un singular cinturón de Ralph Lauren. Solía imitar los pasos cortos de Denzel Washington, y protestaba continuamente porque el actor afroamericano no consiguió el Oscar por su composición de Malcom X en la película de Spike. Conocía todos los diálogos de Do the right thing, y Jungle Fever, siempre hacía el baile de Sam L. Jackson.
El venezolano, Martín, era un niño de papá que había sido toxicómano después de un sufrido divorcio con el amor de su vida. Trabajaba de coordinador en una empresa de mangueras, y demás recambios para piscinas de ricachones residentes en Pedralbes, Sitges, o Gavà.
Por fin ella, la salvadoreña de mi corazón se llamaba Luz Marina, aunque yo le llamaba Luzma de forma cariñosa.
Luzma vino a mi tienda un sombrío mes de marzo, y al mes siguiente ya hacíamos el amor de una forma maravillosa. Siempre llevaba mi cutre cámara de fotos de dos mil pesetas, y no dejaba de fotografiar su cuerpo del pecado. Tenía afeitada cuidadosamente toda la zona púbica, su culo era digno del póster central de Playboy.
Sus achinados ojos miraban con detenimiento cualquier cosa que la inquietasen. Sus enormes labios estaban siempre secos, y con las pieles en relieve, y todo debido a un tratamiento de shock de su dermatólogo para evitar el acné que pretendía estropear, sin conseguirlo, su angelical rostro.
Hablaba sin parar sobre su país, y las extrañas costumbres de la cultura de los pipiles, que son los indios de su país.
Todo el mundo se fijaba en ella, y por supuesto se extralimitaba criticando su forma de vestir. En esos días me di cuenta del racismo oculto a mi alrededor. Mis amigos desaparecían cuando quedaba con ella, siempre tenían algo que objetar a que viniera con nosotros. Me preguntaban reiteradamente en qué trabajaba la chica y si tenía una familia. La verdad es que no tenía un trabajo concreto, se buscaba la vida como podía. Desde modelo en una inclasificable agencia hasta de señora de las faenas en una perfecta casa de ancianos.
Pero en España se critica muy bien al vecino, sobretodo si es inmigrante, y más aún si su color de piel es distinto. Es una jodida y descompuesta sociedad racista que no sabe observar más allá de lo que está delante de sus ojos. Mi amigo Ricky suele decir “que el árbol del medio no te impida ver el resto del bosque”. Pues en este país, la mayoría se concentraba en un solo árbol cuyo aspecto no te decía nada. Un árbol sin sombra, o mejor dicho, con mala sombra como casi todos los españoles que arrastran, sin poder evitarlo, una cultura arcaica proveniente de un absurdo franquismo.
Cuando tienes el estómago lleno, tienes la cabeza vacía. Pero en España las cabezas siempre han sido huecas. Los librepensadores vivían en el exilio, y los otros eran fusilados a la luz de la luna en una rústica casa de monte a los ojos de niños hambrientos de poder, de panes, y de pensamientos.
En este maldito país de tunantes todo es falso y verdadero a la vez, sin alma, y sin sentido. La gente camina sin rumbo, con un hastío latente en cada uno de sus pasos, y con la misma seguridad que una nave Made in Taiwán viajando al espacio sideral.
Luzma tenía miedo, y había perdido todo interés por salir gregariamente por la espantosa ciudad de la imagen. Todo poseía una estética delicada por encima de una inexistente ética. Lo material y superficial por encima de lo esencial y sentimental. No quedaban restos de calor humano, sólo frías máquinas hechas para trabajar, consumir, y sin apego a nada. Sentimientos desarraigados y únicamente vinculados a un consumismo idiota.
En El Salvador te puedes construir una casa por trescientas mil pesetas, en España pagas el alquiler de una pocilga de sesenta metros cuadrados durante tres meses. Con catorce mil pesetas cena una familia centroamericana(Honduras, El Salvador, Guatemala)durante una semana, en España sales a cenar una noche con tu pareja.
Antes coleccionaba discos compactos, ahora pienso que voy a viajar solo en mi ataúd y que no tendré espacio para llevar nada conmigo. He perdido el interés por los objetos, en cambio, aún me queda una pizca de esperanza en el ser humano. Vivo en el país más viejo de Europa, y dentro de poco del mundo, lo noto y me canso cada día más. Yo también envejezco, y no tengo descendencia, la mujeres que he conocido han sido manipuladas por una política de destrucción familiar hecha por una asociación feminista plagada de lesbianas rencorosas y protestonas. No quieren ni dejan vivir, y venden una felicidad que se sustenta en la masturbación y el desarrollo profesional. El hombre es una marioneta para pasar el rato y sin compromiso, es un reconocido enemigo que ha sido el opresor durante siglos. Las mujeres de estas asociaciones no olvidan sus planes individuales de futuro, sin hombres de los que depender y sin hijos a los que criar. Una sociedad en peligro de extinción y dominada por gente trastornada, y sin una pizca de humanidad. Nos venden, falsamente, la palabra empatía pero sólo para que los hombres ocupen el lugar que han ocupado las mujeres. La inseminación artificial avanza progresivamente en una involución social en la que el individuo puede repetir(clonar)su estúpida identidad.
Es el mundo del genoma, aunque realmente cuanto más nos conocemos, como seres imperfectos, más nos condenamos a la desaparición total; y eso es algo de lo que ya nos habló John Milton.
Y en esa condena llamada vida, nos paseamos con la cabeza bien alta y pisando a los más bajitos. Buscamos una raza perfecta en una imperfecta especie de humanos preocupados de los radicales libres y despreocupados ante la insufrible agresión al género humano.
Nadie hace nada por evitar una colisión frontal, y los psiquiatras se forran inventándose síndromes(el DSM cada vez está más cargado)en colaboración con la industria farmacéutica. Los psicólogos siguen sin enterarse, todavía tratan de procesar la información de ese cachondo cocainómano llamado Sigmund Freud. Se escudan tras unas subnormales terapias basadas en escarbar la preciosa etapa de la niñez. A partir de tus raíces te analizan para que tu mismo te des cuenta del monstruo que eres y lo corrijas pronto, y si no lo haces te amenazan con enviarte al psiquiatra que te dará Prozac para que no te enteres de tu vida hasta la muerte.
Qué lástima de vida, y de sistemas vitales que se basan en perjudicarnos para luego cobrarnos la factura.
Esta tarde iré a la psicóloga para reírme de sus paranoias, me inventaré algo para que me analice con su única arma: la desconfianza.
La mayoría de psicólogos están demasiados enfermos como para admitirlo, sus vidas se han desecho a base de analizarlo todo y de imponerse unas imposibles ansias de perfección que los abandonan en sus propios infiernos no retornables. Se quedan solos juzgando un trozo de pan con mantequilla : ¿Dónde está el pan?, ¿De qué está hecho el pan?, ¿Cómo se come el pan?, ¿Quién le ha impregnado la mantequilla?, ¿Por qué tiene mantequilla y no aceite?
Y toda esa mierda es su única analítica, que se basa en analizar el estúpido comportamiento humano sin pensar que es peor analizar que actuar.
Una vez conocí a una psicóloga adicta a los antidepresivos que era incapaz de tener un orgasmo. Era tan mental que carecía de emociones suficientes como para correrse a gusto. Se pasó toda nuestra relación preguntándome miles de cosas sobre mi pasado, le preocupaba más lo que había sido que lo que podíamos ser juntos. Cada dos por tres tenía hongos vaginales, y debía impregnarme el pene con una desagradable crema.
En seis meses me diagnosticó como un ser obsesivo compulsivo, narcisista, con donjuanismo, mentiroso, superficial, psicópata, y todas las chorraras que le implantaron en la Facultad o en un inservible Master en la Patagonia Argentina. Era toda una delicia ver a una persona tan complicada, y cuya existencia hacía erosionar todo lo que tocaba. Su familia era un clan de charlatanes posfranquistas que protestaban por todo, recuerdo una frase de Groucho : “dime de qué trata que me opongo”. Eran un conjunto de opositores a cualquier apariencia positiva y optimista que se les acercaba, una auténtica factoría de infelices. Buscaban siempre el camino más difícil para llegar al lago, y cuando llegaban no quedaba suficiente agua para bañar sus diarreas mentales.
La psicología ha hecho tan infeliz al hombre, al analizarlo lo ha despojado de toda naturalidad, y ha eliminado cualquier acto no premeditado. Le ha enseñado a callar, a escuchar, y a pensarse las cosas mil veces antes de hacerlas. Es una psicología conductista(te conduce hacía una conversión de humano en máquina)que te analiza para que la vulnerabilidad te haga ser destruido.
Los psicólogos son como las prostitutas, te hacen pagar por algo que puedes hacerte a ti mismo.
Óscar Valderrama Cánovas (graciarelacions@hotmail.com)
22 de diciembre del 2004
Relatos y poemas de Óscar Valderrama Cánovas:
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