En Hoya Gonzalo, pueblo perdido en las inmensidades de la España profunda como otros tantos, la gente vive por vivir. Es simple de decir pero difícil de hacer. Sus habitantes se reunen en los bares, ven la última etapa del Tour de Francia después de una comilona compuesta de apetitosa carne. Gente sin complejos, sin dificultades, sin ruido externo.
Pedro le dice a Juan que si sabe que se ha muerto la señora Paulina, el de al lado le comenta al del frente que este fin de semana tienen que ir con el tractor a segar, dos chicas jovenes comentan sus aventuras con los chicos más guapos de la villa, José trae los cafés como si no fueran para los clientes. Los clientes son su familia.
Y es que después del Tour, toca cotilleo general.
Cada uno es como es. Con sus fallos y con sus habilidades. Hay quien sabe engañar al contricante jugando al mus, otro es el que habla más fuerte, claro, él tiene que ser el protagonista del bar.
Claudio necesita compartir con alguien su hazaña de fin de semana donde conoció a una inmensa hembra que le robó el prestigio, el dinero y el corazón.
En Hoya Gonzalo nadie se fija en sus ropas. Allí no hay marcas ni prestigio. Cada uno lucha por lo suyo y por su pedazo de tierra que no es poco. Por supuesto que también discuten para ver quien es mejor. O el Barça o el Madrid. En esto si que son poco originales.
Qué bien viven. El fin de semana se convierte en fiesta mayor en los bares. Pero esos bares de lunes a viernes son como cementerios esperando a sus muertos del sabado. Las botellas se rompen porque no hay nadie que las caliente.
Aún sueño con volver alguna vez que otra, porque si de una cosa estoy convencido es que aún tenemos que aprender muchas cosas de la España profunda. La España de Hoya Gonzalo.
Javier Gil (javiergil15@wanadoo.es)
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