Welcome/Bienvenido/Benvingut
Welcome/Bienvenido/Benvingut

El rincón literario: El feriante atrabiliario

En un lugar de La Alcarria se celebraban las fiestas patronales sin gran boato. Pues las arcas municipales no eran precisamente opulentas. En el supuesto de que la cosecha de cereales hubiera sido abundante -cosa poco frecuente- se celebraba un pleno extraordinario en el ayuntamiento para evaluar la situación y decidir, si era pertinente, contratar una banda de música y adquirir un par de novillos bravos. Cuando ésto ocurría, la afluencia de personal forastero al evento era importante. Venía gente de toda clase y condición, procedente del entorno.

Los jóvenes, con la sana intención de divertirse y, vaya usted a saber, “echarse” novia si se terciara. Para los feriantes lo importante, como es obvio, era vender sus mercancías. Entre estos últimos, había uno muy atípico. El más leve estímulo bastaba para desatar su cólera.

Los altercados con la gente eran harto frecuentes. Defendía con el mismo ardor cualquier asunto ya fuese importante o baladí.

Cuando entraba en liza, su rostro se enrojecía, crispaba los puños, y los ojos parecían desorbitarse por la ira. A pesar de todo, Cosme, que así se llamaba el sujeto, no era un hombre peligroso. Jamás hizo usó de la violencia física.

Un carromato de considerable tamaño, se transformaba en tienda ambulante. Con tablas bien ensambladas y un mínimo clavazón, montaba raudo su puesto de venta. Le acompañaba un perro galgo famélico y triste.

El caballo que tiraba del “negocio” tenía buenas hechuras, pero ya era viejo para esos trotes de feria en feria.

Cosme era un hombre díscolo por naturaleza. Se negaba a recoger el estiércol de su caballo, argumentando que nadie en el pueblo hacía lo propio. Por otra parte, no existe, afirmaba, ninguna ordenanza al respecto. Se trata, le decía un edil, de mantener limpio el espacio ocupado por su caballo, que es lo más representativo del municipio: los soportales de la plaza. No había modo de “meterle en vereda”.

Al entrar o salir del pueblo con su carromato lo hacía tomando un atajo que atravesaba una finca. El dueño del predio se lo quería impedir; pero Cosme le dijo que se trataba de un paso de servidumbre y no se lo podía prohibir… El labrador negaba este extremo… Una vez más el problema quedaba pendiente. En la siguiente ocasión discutirían sobre el mismo asunto. Era un tema recurrente.

El hecho de que tuviera varios frentes abiertos no le arredraba.

Los jóvenes conocían muy bien a Cosme, y se divertían con su iracundia, confiados en que la sangre nunca llegaría al río.

Cierto día se les ocurrió la peregrina idea de pintar de verde todo un costado del caballo –es decir medio caballo-. “Si se exigieran responsabilidades, bromeaban, seríamos medio culpables de la fechoría”. Aprovechando que Cosme dormía, se acercaron al caballo con sigilo. El pintor improvisado comenzó su faena. Al pasar el pincel sobre una matadura que tenía el pobre animal, éste le tiró una coz, le tiró el bote pintura y le tiró al suelo. El pintor, que le gustaba jugar con las palabras, decía: “No he podido rematar la obra ni a tres tirones”.

Las chanzas y tretas de los jóvenes, mostraban un ingenio poco común. Eran divertidas.

Al galgo de Cosme también le llegó su hora. Tenía la querencia de levantar la pata en el quicio de una puerta. Era ésta la de un taller eléctrico. Para que aborreciese dicha querencia, el dueño del taller recurrió a una estratagema tan ingeniosa como cruel: fijó un cable eléctrico al susodicho quicio; de este modo, cuando el galgo levantó la pata y mojó el cable, recibió una fuerte descarga. El lebrel salió aullando despavorido.

En esta ocasión, Cosme denunció el caso y hubo de pagar el culpable una multa por maltrato animal.

Cosme tenía el puesto bien abastecido de género, el cual le rendía pingües beneficios. Éste y no otro era el motivo que le impelía a volver en cada ocasión, a pesar de la relación conflictiva con los lugareños.

La orquesta y el organillo creaban un grato ambiente festivo.

La plaza era un hervidero de gente.

Alegres y saltarinas notas del organillo se abrían paso entre la barahúnda incesante.

De pronto irrumpen en la escena cuatro mozos portando el camastro de Cosme hasta dejarlo en el centro de la pista de baile. El feriante dormía al compás de sus propios ronquidos. La algazara y el vocerío de la gente no perturbaban su profundo sueño. Era cuestión de oficio.

Mientras tanto el organillo desgranaba las notas de un pasodoble.

La gente, expectante, seguía bailando. Y una risa contenida oprimía el ambiente.

¡De súbito, abrió los ojos frotándoselos como para cerciorarse de que estaba despierto!

Durante unos instantes escondió la cabeza bajo la ropa… ¡Se incorporó como un resorte! Sus ojos parecían los de un búho enfurecido. ¡Juró en hebreo! Dio saltos sobre la cama con tal saña que se le cayeron los pantalones del pijama… Los recogió y corrió a su tienda. La gente estalló en espléndidas carcajadas. Al momento, ya vestido, salió como un energúmeno esgrimiendo una maza de hierro. Se dirigió al organillo, la emprendió a golpes con él hasta dejarlo reducido a un montón de astillas.

Durante unos momentos, la gente quedó estupefacta, y en silencio. Posteriormente formaron corrillos en los que se vertían opiniones de toda índole. Al amanecer del día siguiente, salió Cosme del pueblo con su viejo caballo de trote cansino, y su galgo famélico y triste.

Fue aquella la última vez que vino a las fiestas.

Nadie volvió a ver al feriante atrabiliario.



José Luis Calleja Rubio (calleja_rubio@hotmail.com)
9 de septiembre del 2008




Relatos y poemas de José Luis Calleja Rubio:





 
www.polseguera.com - © Polseguera. Todos los derechos reservados

info@polseguera.com