Si se es demasiado joven, no se juzga demasiado bien;
si se es demasiado viejo, tampoco.
BLAISE PASCAL
Jamás un hombre sabio deseó rejuvenecer.
JONATHAN SWIFT
El sentirse joven o viejo no depende tanto de los años
cumplidos como de las posibilidades que vea cada uno
en su futuro, que es la perspectiva del porvenir.
JOSÉ ORTEGA SPOTTORNO
La vejez consiste en una gran nube macilenta que se extiende
sobre el porvenir, el presente, o incluso el pasado, al que
entristece resquebrajando sus recuerdos.
TURGUENIEV
La vida corre sobre las ligeras alas del tiempo.
CERVANTES
Las arrugas le habían ensanchado el cuello de una forma horrible, mientras sus párpados casi ocultaban sus vidriosos ojos apagados. Sebastián González disfrutaba de cada una de las caladas del viejo caliqueño que le habían traído del pueblo; sus labios gruesos y cortados se pegaban esponjosamente al extremo del puro, empapándolo en importantes cantidades visibles de saliva.
Recuerdo esos asquerosos pelillos que se habían instalado en orejas y nariz desde hacia ya alguna década. Su pelo escaso se había vuelto blanco, para pasar luego a un color amarillento y a posteriori marrón. Su aliento era más desagradable que una entrevista a los Oasis en plena gira psicotrópica. Sus dientes –los pocos que le quedaban- se habían anclado heterogéneamente dejando molestos huecos por donde se le escapaba el aire dificultando su habla, no se le entendía nada; y es que no pronunciaba correctamente ni su nombre.
Sebastián caminaba con un ligero vaivén debido a un perdigonazo que sufrió en su pierna izquierda durante una cacería en Badajoz. Parecía que iba pisando uvas cada vez que recorría el par de kilómetros que separaban su casa del bar, donde siempre acudía como contertuliano de pacotilla al lado de ilustres borrachines como el Chivas, el Eulogio, y Don Nepomuceno el Gordo.
Últimamente Sebas estaba bastante apagado, desde que el Barça fue eliminado de la Champions por el Madrid. Cada vez acudía más tarde a su cita del bar Las Américas, propiedad de Miranda Morales, una octogenaria boricua de grandes pechos caídos y adiposo cutis grasiento. Todo el establecimiento estaba decorado con fotos de Boney M, ya que Miranda era una apasionada indiscutible del grupo musical. Tuvo una importante crisis nerviosa cuando el cantante se quedó alopécico, perdiendo toda esa mata de pelo tan característica en él.
Sebas había trabajado en la guardia civil hasta los sesenta y dos años, cuando sufrió una cirrosis que casi se lo lleva al otro barrio. Muchos creen que Dios siempre estuvo a su lado, y que era uno más de esos protegidos que deambulaban por este cruel e inhóspito mundo.
Sebas ganó el último campeonato de petanca pese a ser un tullido con bronquitis que fumaba más que Sinatra jugando al blackjack en Las Vegas. Ese aspecto de envidiable ganador le había proporcionado casi una docena de enemigos que se ocultaban a su paso, y otros que le sonreían hipócritamente.
Una tarde Sebas entró en la panadería de su vecina Concha para comprarse un bollo de mantequilla, uno de sus pocos vicios sanos sino se tiene en cuenta los altos niveles de colesterol a los que estaba sometiendo a su organismo. Cuando sacó su viejo y oloroso monedero de piel para pagar, la Concha lo miró con el deseo de una fan de Luis Miguel . Sebas era muy discreto en palabras y ademanes amistosos, por lo que se limitó a una elegante media vuelta para dirigirse a la puerta de salida sin un mísero buenas tardes. Concha, aunque no se sabe porqué, deseaba a ese viejo estúpido tan escaso de alegría y buenos modales.
Sebas estaba cansado de la vida, que para él no era más que una sucesión sin sentido de profundas frustraciones. No había conseguido nada, realmente importante, en toda su martilleante vida de desilusiones y esperanza abúlica.
Sebas apreciaba las buenas tardes taurinas frente a su televisor panorámico, el que le regalaron los organizadores del campeonato regional de petanca, y no se perdía ni una sola de las pocas corridas que televisaban. Un domingo de agosto, a una hora lorquiana donde la mayoría se dedica al majestuoso arte de la siesta, se presentó en su domicilio Miranda Morales; que vestía un top rosa de estampado florido y una falda corta que mostraba unas piernas afectadas por una preocupante retención de líquidos. Miranda venía de una playa nudista de Badalona, donde había estado tumbada toda la mañana provocando más de una nauseabunda pesadilla al personal, y el motivo de su presencia en la casa de Sebas era muy simple: estaba enamorada del viejo carcamal.
Sebas alzó su pesado cuerpo para otorgarle un peliculero abrazo seguido de un larguísimo y embriagador beso de doce segundos. Se miraron a los ojos y entre ellos flotaba el universal lenguaje del amor. Sus cuerpos ya no estaban para demasiado, pero intentaban tirar pa’ lante con el único deseo de disfrutar cada último día de sus condenadas vidas. La imagen exterior de Sebas era la de un viejo gruñón desagradable, cuya existencia se limitaba a los asfixiantes paseos entre su casa y el bar. Pero la realidad era totalmente distinta, tenía su propia vida de caricias y unas íntimas frases agradables para la mujer designada por él mismo en uno de los amores más puros a los que puede aspirar un ser humano: el amor en la tercera edad.
Según el Eclesiastés, existe un tiempo para cada cosa bajo el cielo. Sebas había encontrado su propio tiempo y tenía tantas cosas buenas como malas. Pero en el fondo esa era su vida, una vida marcada por las arrugas donde el tiempo había arrastrado todo lo que le pertenecía.
Después de retozar juntos durante cuatro esplendorosas horas, Miranda se arregló para dirigirse de nuevo a su próspero negocio de hostelería.
Esa tarde Julio Robles sufrió una cornada gravísima, a la vez Sebas se encañonaba como el gran Hemingway a su escopeta de caza –la misma que lo dejó lisiado- para otorgarse un áspero billete de ida (sin vuelta) a un destino del que nunca vuelves. Curiosamente al mismo tiempo Miranda era atropellada por un conductor lisérgico dos calles antes del bar Las Américas. Todo sucedió la misma noche de agosto, una noche desértica de soledad y abandono. La ancestral pareja se fue a un lugar que siempre imaginaron cercano, pero que de vez en cuando se resignaban a entender que algún día se marcharían para no regresar.
La Concha cerró la panadería para siempre y en la asociación local de petanca guardaron un minuto de silencio por la muerte del campeón.
Ahora el bar Las Américas ya no es lo mismo, todos los cuadros y objetos de Boney M desaparecieron con la llegada de la sobrina de Miranda, única beneficiaria del patrimonio de una vieja gorda que no se veía como tal porque se amaba demasiado.
El Chivas la palmó de cirrosis dos meses más tarde, últimamente bebía más de lo que su viejo corazón podía soportar. El Eulogio acabó en una residencia de ancianos bajo los cuidados de dos chicas colombianas sin ninguna titulación, que lo cuidaban como si fuese una molesta piedra con la que puedes tropezar a cada paso. Finalmente, Nepomuceno todavía se sigue sentando en su silla de siempre mientras se toma tranquilamente un café con gotas (alias orujo). Ya no habla con nadie y presiente que más tarde o más temprano deberá asumir su propia desgracia, porque en esta vida te pasas todo el tiempo asimilando los tristes hechos que acompañan cada uno de tus días, y luego te das cuenta que sólo es un aprendizaje que te endurece hasta precipitarte a tu íntimo final. A veces piensa en todo lo que ha recorrido y en lo poco que ya importa. Ahora es sólo un viejo solitario con los ojos de color mate, que miran la vida en blanco y negro porque el color desapareció hace ya algún tiempo.
Óscar Valderrama Cánovas (graciarelacions@hotmail.com)
26 de mayo del 2005
Relatos y poemas de Óscar Valderrama Cánovas:
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