La vida contiene momentos que pesan demasiado, momentos que el tiempo atrapa y acaba por transformar en las cosas que pasan... Ayer leí que las cosas que pasan también forman parte del viento; el viento azul que lleva y trae los ritos, las costumbres, los acontecimientos y que acaba por posarlos tímidamente sobre las esquinas, sobre las calles, sobre los balcones, sobre las copas de los árboles...

Las cosas que pasan también terminan (a veces cuando apenas han empezado), se suceden y se esfuman. Tanto es así que, casi siempre, vivimos sobre un pasillo, apenas sujetos a un suelo que alguien ha dispuesto en damero y saltamos del blanco al negro como saltan las ranas (pesadas y tristes).

Sólo a veces ese espacio pequeño, estrecho e incluso uniforme en el que vivimos se desdibuja y se ensancha, dando paso a un mercado de curiosas y voluptuosas formas, un mercado en el que bullen voces, en el que el blanco y el negro terminan por confundirse en una espesa revoltura de colores... Entonces bailamos, no importa bajo qué cielos, y dejamos atrás el pausado caminar de cada tarde, desnudos de apariencia bajo un disfraz que (sin saberlo) tiene mucho de nuestro personal tejido... Y salimos de ese puzzle de cajas dispuestas, desafiando al viento azul que ahora, de repente, ha comenzado a rasgar las cúpulas de hormigón de nuestras casas y viaja en espiral, desordenando los ritos, las costumbres, los acontecimientos...

Así de incomprensible es la locura del viento, que penetra a bocanadas por los huecos amplios del mercado, desatando la euforia contenida de los hombres que retozan felices sobre la hierba roja de sus vidas.

Sólo algunos, los que no pueden desprenderse de su condición de anfibios, siguen saltando pesados y tristes en el pasillo, mientras la VIDA fluye sobre las esquinas, sobre las calles, sobre los balcones, sobre las copas de los árboles...