La textura de aquella carta en el umbral de mi casa,
su color, los trazos de su escritura, no eran detalles
desconocidos para mí. Sabía de qué manos provenían,
quién había rellenado esa carta con su graciosa pluma
encarnada. Lo que no podía imaginar siquiera era su
contenido, al menos, no podía esperar algo tan...
especial. Era Teresa de Brunswik, que en nombre de su
familia me invitaba a una agradable velada en su
hacienda, la de los condes de Brunswik, para darles
detalles de mi última inspiración, una sinfonía que
estaba preparando y que tenía intención de presentar
en la Ópera de Viena, tan pronto estuviese ultimada.
Conocía muy bien la casa de los Brunswik, aquella
mansión tan peculiarmente agradable. No en vano, había
sido profesor de piano de casi todas las hijas de la
condesa, y era ya considerado poco menos que como de
la familia. Me unía a ellos una profunda amistad, pero
resaltaba especialmente la que mantenía con Teresa,
que siempre me animaba a seguir profundizando en mis
sonatas para piano y en todo aquello que rodeaba mi
vida.
Teresa siempre decía que, cuando componía, transmitía
las sensaciones que en aquél momento llevaba dentro de
mí, exteriorizando con la música todo el sentimiento
que guardaba en lo más profundo del alma,
dignificándolo.
-Tus composiciones alteran el espíritu más superficial
-me decía, exaltada-, haciendo sentir emociones
inexplicables, tristes o alegres, angustiosas o
regocijantes, y cuesta imaginar verte sentado al
piano, fríamente, preocupado solamente por lograr la
perfección absoluta y alcanzar la máxima expresión y
armonía de las notas, acertadamente agrupadas.
Yo nunca dejaba que Teresa me hiciese perder la cabeza
con sus palabras tan obsesivamente aduladoras.
Simplemente me consideraba yo un músico como tantos
otros; en todo caso un músico de familia, como podía
serlo el médico de la familia o el jardinero, pero no
más.
Sin embargo, la música lo era todo para mí, y más que
alcanzar la gloria, mi mayor deseo y afán era lograr
que en el futuro mis obras no quedaran en el olvido,
gozando de la posteridad.
Acepté la invitación gustosamente, y así lo hice saber
a través del correo. Hubiese preferido enviar a alguno
de mis discípulos, pero aquella tarde no acudió nadie
a mi casa, como era de costumbre en aquél entonces.
Al llegar a casa de los Brunswik, pude comprobar que
no solamente estaban las hijas de la condesa, todas
discípulas mías. Tres invitados más ocupaban el amplió
salón de la mansión. Contemplar de cerca aquél
espectáculo que se había reflejado en mis ojos, tras
ser presentado, hízome turbar hasta casi perder el
equilibrio. Acababa de conocer a Julieta Guicciardi,
la musa que inspiraría a partir de aquel momento
tantas y tantas veces la música que llevaba impresa en
mis entrañas.
La muchacha regresaba procedente de Italia en compañía
de sus padres, tras una breve pero intensa estancia en
ese su país de origen. La visita de los Guicciardi a
los condes de Brunswik consistía en solicitar mis
servicios como profesor de piano, dado que Julieta
deseaba aprender, como era de costumbre en la nobleza,
los secretos del arte musical a través del sonido de
las teclas de tan maravilloso instrumento.
Julieta Guicciardi, tenía ascendencia milanesa, aunque
sus padres residían en Viena desde 1780. Era bellísima
hasta la médula, con unos ojos azules intensos, morena
pero pálida, con el cabello corto como se llevaba en
aquélla época, donde las muchachas parecían mancebos y
a menudo no se lograba distinguir su sexo a primera
vista.
Desde aquel instante en que la conocí, llegué a creer
que quizá alcanzase la felicidad plena en su compañía,
en el supuesto de que mi amor fuese correspondido por
mujer de tamaña belleza misteriosa.
Era una discípula ejemplar, constante, entregada. Fijó
su residencia en la mansión Brunswik, con el fin de
poder estar en compañía de sus primas y, recibir una
educación pareja. Los padres de Julieta gozaban de una
especial amistad con la condesa, lo que hacía la unión
más efectiva.
El tiempo transcurría y, paulatinamente, noté que mi
musa inspiradora se sentía también atraída hacia mí.
Sin ninguna duda, no me importaba poder hacerla mi
esposa aún cuando sólo contaba dieciséis primaveras.
Sin embargo, cuando el amor correspondido por Julieta
me colmaba de toda dicha, no tardé en darme cuenta de
que, tras ese rostro de ensueño, esos ojos que
destapaban el tarro de las esencias más puras, en
definitiva, de aquella figura celestial, se ocultaba
un arma de doble filo. Cuando el hechizo había
sacudido mi mente hasta la locura, Julieta empezó a
mostrar su verdadero yo. Vanidad, egoísmo y dominio
salieron a flote, destrozando la magia que me
embargaba, el poder que mi ser experimentaba,
convirtiéndolo todo en el fin de una quimera. Sin
embargo, aún continuaba amándola, incluso a pesar de
sus continuos intentos de controlar hasta el último de
mis pasos. Irritación y desolación invadieron nuestros
encuentros, con el fantasma de la destrucción asomando
por la puerta.
Finalmente, ocurrió lo que jamás tenía que haber
sucedido. El conde de Gallenberg, director de la Ópera
de Viena, fue la marioneta que sirvió a la
inconsecuente Julieta para saldar sus cuentas, para
consumar su venganza por no lograr dominar mi
voluntad, mi espíritu con aroma de libertad. Fui
testigo de aquella boda, de aquel horror desgarrador,
del fin de mis esperanzas más soñadas.
Jamás volví a ser el que era. ¡Qué sentido tenía mi
presencia en este negado espacio terrenal! Sólo en el
último instante en el que iba a abandonar este cruel y
atormentador viaje de mi vida, recobré la serenidad y
la cordura, despertadas de su letargo tras escuchar
los empíreos compases que un infante esbozaba a través
de su pequeño violín, por las calles de Viena.
Comprendí que no podía abandonar el mundo sin haber
hecho antes aquello a lo que estaba destinado, para lo
que había sido llamado. Entonces, aquella sonata
empezó a cobrar vida en mi interior, hasta que las
manos se encargaron de transportar al piano las
sensaciones que brotaban en forma de música. "Claro de
luna", mi adagio "Claro de luna", había nacido.
Ninguna de mis sonatas recreó mejor un pasaje
importante de mi vida, ni siquiera las ocho sinfonías
que llevo compuestas en el momento de escribir estas
palabras.
Cuando ya la calma y la tranquilidad sosegaron mi
espíritu, desligándome del encantamiento persistente
que Julieta produjera en mí, al pasar de los años
volvió a cruzarse en mi camino, llorando y suplicando
el perdón y la reconciliación. Sólo el desprecio pudo
ser capaz de brotar de mi alma, y solamente ése fue
nuestro último encuentro en el mundo terrenal.
Sí, yo, Ludwig Van Beethoven, he querido contar esta
historia, cuando ni siquiera sé si podré terminar mi
novena sinfonía. Aquél lejano año de 1802 comenzó mi
triste enfermedad, la sordera, y ahora, a mis 54 años,
sólo espero que algún día mi historia pueda ver la
luz, y que mi música logre penetrar en lo más hondo
del corazón de las generaciones venideras.
Ludwig Van Beethoven
Viena, 14 de julio de 1824
Francisco Arsis Caerols (mark66b@yahoo.es)
(c) FRANCISCO ARSIS CAEROLS (2000)
Sobre el autor:
Francisco Arsis nació en Alcoy (Alicante) en 1966, y actualmente reside en la ciudad de Almansa, provincia de Albacete. Aunque es funcionario, su interés por la Literatura y la cultura en general le empujó desde muy pequeño a escribir, decantándose pronto por los cuentos y relatos cortos. En 1998 logró ser finalista en el 4º Certamen Literario de relatos breves organizados por "Libros Diez" en la propia ciudad de ALmansa, con el relato "Claro de Luna", lo que definitivamente le animó a seguir escribiendo con asiduidad. Ha publicado sus relatos en prensa y medios digitales, con gran éxito de público.
Con la reciente publicación de su libro "Aventura en el pasado", novela de corte histórico y fantástico, el autor inicia así su incursión en un género que siempre le resultó especialmente atractivo y que por fin ha decidido abordar.
Otros relatos breves mandados por Francisco Arsis Caerols:
|