Para una persona muy especial gracias a quien escribí este cuento, ya que fue ella quien me incentivó y me hizo sentir como si en verdad supiese escribir.
Apenas sintió la campana y escuchó a su alrededor el ruido de mochilas cerrándose, conversaciones de alivio y pasos que se alejaban con la mayor rapidez posible hacia la salida del colegio, Ana se levantó con sigilo, se echó la mochila al hombro y comenzó a caminar hacia el paradero de la esquina tratando de pasar desapercibida y tarareando una canción que había escuchado en la radio y que había odiado. Ana era una niña introvertida y definitivamente diferente al resto de sus compañeras que dibujaban en sus cuadernos en vez de anotar materia y se pasaban las tardes hablando y riendo por teléfono con sus amigas. Ella prefería pasar sus tardes haciendo ejercicios de matemáticas o jugando con “Voladora”, quizás su única verdadera amiga y confidente.
Hace ya más de dos años, mientras comía pan con palta y trataba de aprenderse la conjugación de los verbos, vio pasar desde el piso de arriba una pequeña gatita colorada que cayó con las patitas abiertas y un maullido feroz. Dio la suerte que Ana y su mamá vivían en el segundo piso y que la gatita sólo había saltado desde el piso de arriba y había caído sobre un colchón de una familia que se estaba mudando. Cuando fueron a devolverla descubrieron que en el tercer piso no vivía nadie y que Ana ya se había encariñado de la diminuta bola de pelos colorina y a su madre no le quedo otra opción que la de aceptar a la nueva compañera de departamento. Ese día había comenzado la única y mayor amistad en la vida de Ana, y aunque a veces deseaba una amistad más humana, “Voladora” siempre fue capaz de suplir ese vacío debido a su manera de actuar, a veces incluso más humana que la de esas compañeras chillonas de curso. La gata respondía a los largos monólogos de su compañera con ronroneos y maullidos de comprensión, resoplidos de reproche y bajaba la cabeza o tocaba con su pequeña pata peluda la mano de su amiga a modo de consolación y siempre se mantenía paciente a su lado escuchándola como si en verdad comprendiera toda palabra que decía.
Y así Ana fue creciendo y llegó a los diez años sin ninguna verdadera amiga de su edad y condición. Pasaba la mayoría de sus horas de ocio sola en el departamento de la calle Carmen Silva o acompañada de “Voladora” mientras su mamá trabajaba en la pequeña boutique propia que quedaba a no más de tres cuadras del departamento. Si “Voladora” dormía, Ana se entretenía leyendo, dibujando o haciendo juguetes para la amiga o a veces, cuando estaba demasiado cansada, simplemente se tiraba en el suelo de la pieza rosa a imaginar que se conseguía una verdadera amiga con quien ir al cine o hablar acerca de esas trivialidades tan importantes para las niñas de esa edad, pero generalmente, a pesar de la soledad que la rodeaba, Ana vivía contenta y tranquila, hasta que un día la vida dio un giro tan grande que la dio vuelta un par de veces y la mantuvo de cabeza por un tiempo considerable.
Como todas las tardes, Ana salió del colegio a las cuatro y caminó distraídamente una media hora hasta llegar al departamento. Subió las escaleras de dos en dos con apremio buscando las llaves en el bolsillo de la mochila mientras corría escaleras arriba apurada por llegar al baño y cuando estaba por abrir la puerta, esta se abrió, dejando a Ana perpleja al ver a la madre sonriendo de oreja a oreja tres horas antes de lo previsto. Elisa la abrazó estrangulándola y dejándola sin respiración por unos segundos, luego la miró y logró articular la frase -me caso- a la que Ana no supo responder. Elisa al ver a su hija tan confundida se echó a reír y volvió a explicar -Luís me pidió que me casara con él, nos vamos a ir a vivir los tres a su casa en Rancagua- al ver asomarse unas lagrimas en los ojos de su hija agregó -”Voladora” viene también-. Por toda respuesta Ana la abrazó con felicidad y pasaron el resto del día haciendo planes, buscando colegios y viendo telas de cortinas.
Llegó el día del matrimonio y el de la mudanza y partieron los cuatro en camioneta hacia la nueva casa: Luís manejando, su madre sonriente a su lado, ella atrás y a su lado la gata maullando como loca desde su caja de cartón con hoyos. Ana había visitado la casa varias veces antes y como era recién el principio del verano se dedicó a decorar la casa con su madre y a torturarse pensando que se acercaba el día de empezar el colegio; no sólo en un colegio extraño con personas extrañas, sino además en una ciudad completamente desconocida. Antes de dormirse pensaba en todas las posibilidades posibles y se memorizaba frases hechas para tener algo que decir si le preguntaban como se llamaba o de donde venía y de a poco los días se fueron poniendo cada vez menos calurosos hasta que finalmente el calendario marcó marzo, y llegó el día tan poco ansiado.
La casa de campo quedaba a no más de una hora de la ciudad, pero la diferencia era tan grande entre los árboles frutales y el olor a bosta de caballo y la sucia ciudad semi-campestre de casitas de adobe desaliñadas y huasos curados a las once de la mañana en las esquinas, que para Ana era viajar a un mundo completamente distinto y como todo lo que significaba un cambio, la agobiaba. Ana disfrutaba de aquel paraje desierto habitado tan sólo de uno que otro trabajador subido a un árbol recolectando cerezas y de unas pocas vacas salpicadas por los corrales cubiertos de pasto seco por el calor sofocante. Ana había disfrutado ese verano más que ningún otro. Alejada por fin del calor insaciable de su departamentito en providencia podía al fin sentirse a salvo y a pleno gusto en ese paraíso de la soledad donde podía sumirse por horas en aquel mundo fantástico de fruta y río de agua limpia, cantarina y que le quitaba el calor. Por fin pudo dar rienda suelta a su imaginación y crear todos aquellos mundos que la sociedad no le permitía crear. Pasaba el día sentada sobre o bajo los árboles escribiendo sus pequeños pensamientos, dibujando sus paisajes de colores increíbles que nadie entendía porque no reflejaban la realidad, sino su realidad interna, profunda y personal. Cuando hacía calor se bañaba con ropa y todo en el pequeño estero que rodeaba el fundo y que le permitía refrescar sus pensamientos y soportar el calor veraniego. Cuando se cansaba de escribir y dibujar, se trepaba en un sauce inmenso que dormía a la orilla del estero y así, sentada sobre el alto tronco, meditaba con una corona de sauce sobre la cabeza e imaginaba que reinaba sobre aquel paraje solitario y que el colegio nunca empezaría.
Fue un día en el que descansaba en sus meditaciones de anciana sobre el sauce con corona y todo cuando la vio. Llevaba el pelo en dos trenzas morenas que le caían hasta la cintura, la piel curtida por el sol hirviente y las horas de trabajo que habían dejado en la niña una mirada cansada y lejana. Tenía la nariz algo chata y recogía la fruta de los árboles trepándose en ellos con habilidad innata. De lejos la observó por una media hora mientras la otra trabajaba afanada y de sus observaciones intuyó que la niña tendría más o menos su edad y por su cara sufrida pero a la vez juguetona asumió que no había perdido aun la inocencia que los niños del campo suelen perder a tan temprana edad. Ana descendió después de una media hora, dolorida por el incómodo puesto de vigilancia y después de haberla perdido de vista. Al descender se encontró frente a frente con la niña y del susto y la impresión se quedo parada pálida y con impresión de terror, de la que la niña se rió divertida.
-hola, me llamo maría, ¿co’o te llamai tu?- dijo la niña estirándole la mano antes de que pudiera echarse a correr. Lo dijo con voz de quienes conocen el mundo y en un acento campestre que a Ana le llamó inmensamente la atención y con esas simples palabras comenzó la mayor aventura del verano y la primera amistad verdadera que Ana había tenido.
El primer día de colegió fue terrible: el colegio nuevo le pareció agobiante y polvoriento y el uniforme demasiado chillón y almidonado. Sus compañeros de curso la miraron desde el primer momento con miradas de “pajarito nuevo” que le oprimían el corazón hasta hacerle saltar lagrimas de sus tímidos ojitos avellanados y durante todo el primer día se dedicó a tratar de pasar desapercibida con poca eficiencia ya que la profesora jefe la paró frente a todos los 34 alumnos del sexto C y la hizo dar una pequeña disertación con los detalles triviales de su vida a la que Ana respondió con una crisis de pánico y una salida apurada hacia el baño del que no salió hasta las cuatro y media cuando tocó la campana para irse a la casa. A la salida encontró a Luís y a Elisa sentados en la camioneta roja y cuando al fin pudo hablar, despejarse las lagrimas de la cara y sacar un hilillo de voz de su acongojada garganta, juró no volver a pisar aquel lugar. Tan espantoso fue el llanterío que a Elisa no le quedó otra opción que dejar a su hija crecer en el campo feliz y sola, amargada ante la idea de que a Ana no le quedaría otra opción en la vida que depender de ella hasta que pudiese encontrar un marido que estuviese dispuesto a mantenerla. Y fue así como Ana pudo seguir en su mundo de coronas de sauce, acompañada de María, que a través del verano se había convertido en una parte indispensable de su vida.
Ana encontró en la simple María todo lo que le no había encontrado en el resto de las niñas de su edad. Su madurez espiritual y sus filosofías de vida tan fácilmente aplicables a la vida diaria le causaban una cierta admiración con un grado de incomprensión. –Si tení dos gallinas que t’ ‘en hue’os- decía -hacís tortilla. Quizá’ no sea tan rico co’o co’er cazuela pero ma’ a’elante no vai a pasar hambre. Si comi cazuela vai a ser feli’ un día, pero cuando no haiga naa’ pa comer en la dispensa, vai a haber deseao’ no a’er mata’o la gallina-. María era despabilada y curiosa y se pasaba el día entre la su risa contagiosa y abierta y sus cavilaciones d gallinas y cazuela, donde se sentaba abrazando sus rodillas encogidas a predicar lo que llamaba “su manera de ver la vi’a” mirando siempre un punto fijo del infinito con mirada de sabia milenaria mientras Ana la observaba con curiosidad creciente, tratando de comprender que hacía ese ser comparable a una deidad oriental, sentada con las trenzas desordenadas mirando el infinito y hablando en un pésimo castellano que tenía gusto a lengua nueva y mucho más elevada.
María Minchequeo descendía de mapuches y su apellido significaba sabiduría como le decía a Ana siempre, quien la miraba con ojitos de impresión y pensaba que eso aumentaba su categoría de deidad extranjera. Era fina y de brazos fuertes, nunca había ido al colegio ya que lo consideraba “una pérdi’a de tiempo que no servía pa’ na’”. En vez, María desde pequeña había ayudado haciendo pequeñas tareas domésticas en la casucha que compartía con sus padres y seis hermanos y más adelante ayudando a su padre en la cosecha, como el día en que Ana la había visto por primera vez. María se reía de la idea de tener una pieza para ella sola como tenía Ana y consideraba que no tener más hermanos con que compartir la “casa grande”, como la llamaban todos, era demasiado ridículo para ser cierto y que se debía deber a que Elisa no podía tener más hijos o a que no era lo suficientemente linda.
El verano pasó entre risas, baños en el estero y geniales conversaciones que sólo dos niñas como ellas, distintas en todo sentido y por lo mismo más iguales, podían tener. Se reían de todo y hacían competencias para ver cual de las dos aguantaba más colgada de los pies de un manzano de monumentales proporciones, competencias que terminaron al poco tiempo, cuando Ana terminó desmayada en el piso con las ideas revueltas. Cuando María tenía que trabajar, Ana, demasiado tímida para ayudarla ya que debía hacerlo en compañía del padre de su amiga, se mantenía escondida entre sus árboles pensando, sin disfrutar como antes el silencio de la soledad.
Ambas rieron en un cómico descontrol nervioso contagiado por Ana, cuando supieron que se iban a mantener juntas después de todo y que Ana no iría al colegio. Pero la felicidad duró poco ya que Elisa nerviosa al comprender la inmensa equivocación que cometía, invitó a las dos amigas una tarde de marzo a comer helado natural de las últimas frambuesas del verano y pan amasado con palta. Al tenerla ahí juntas, arrinconadas por la comida se dispuso nerviosa a proponerles un trato: les propuso que fueran las dos juntas al colegio, que ya había hablado con los padres de María que habían aceptado contentos y que el colegio estaba dispuesto a aceptarlas también incluso permitiendo a María educarse gratis al ver en ello una inmejorable oportunidad de parecer caritativos a los ojos de la ciudad. Ana se quedó con los ojos como platos y María con cara de no entender y luego de mirarse las dos amigas largamente María aceptó confundida y Ana rompió a llorar con desconsuelo a lo que María respondió con un rápido cambio en su respuesta. Elisa se quedó inmóvil con el paño de cocina en la mano sin saber como manejar la situación y en un arrebato temporal de locura se largo a reír y luego a sollozar murmurando que no sabía que hacer con esa hija suya y que temía nunca saberlo. Ana choqueada dejó de llorar al instante abrazó a “Voladora” que ronroneaba debajo de la mesa y se acercó a su madre mientras María reía con nerviosismo.
-¿cuando empezamos el colegio? - a lo que su madre respondió con un nuevo arrebato de risas y abrazó a su hija sofocándola como la vez que le anunció que se casaba. María, con nueva timidez, las miró y por primera vez en su vida se vio en una situación donde no tenía el control y no supo que hacer. Elisa adivinando lo que pasaba, acostumbrada a adivinar el mismo sentimiento en su hija, se le acercó y la unió al abrazo. Permanecieron así las tres hasta que el mundo volvió repentinamente a su lugar y las dos amigas salieron corriendo en dirección al sauce a hablar de los nuevos acontecimientos.
-¡Ana, maría! Cállense de una vez o se van las dos de castigo de nuevo- Las dos amigas respondieron con risas ahogadas al ver que la clase las miraba con caras divertidas, ansiosas al sentir que el reloj avanzaba tan despacio y aburridas de escuchar información inútil. Al oír la campana salieron las dos corriendo con las mochilas medio-abiertas, dejando las sillas en desorden, gritando como desaforadas y desde atrás se escuchó un coro de voces infantiles pidiéndoles que los esperaran, que si se podían ir a bañar todos al campo de Ana-María.
Francisca Rodríguez Friedli (flaaan_546@hotmail.com)
30 de enero del 2006