Amanecía. Se acercaba la hora de su fin. Un molesto y frío cosquilleo se arremolinaba por la espalda y las extremidades del condenado anónimo. Las dilataciones intestinales atormentaban sus postreras horas, atenazando todo su aparato gástrico. No quería evacuar su tracto digestivo en el trance de su muerte, sería vergonzoso. Un olor acre a orines, mierda y semen reseco flotaba en la celda cochambrosa. Incluso esos fétidos vapores querían huir de entre esas cuatro paredes pintarrajadas de obscenidades, de rayajos trémulos y contestatarios, de destinos mal digeridos. Esos vahos se filtraban por los desconchados de la pared, calaban entre el yeso impertérrito sobre el que se asientan las frases lapidarias y guarras que jalonaban aquel cubículo. La mugre y las ratas de dientes amarillentos, que copulaban alegremente ajenas a todo, no eran la única compañía del reo de pena capital, también estaba el cura del penal, un personaje asotanado, de piel blancuzca y carnes amojamadas como pescado en salazón. Recitaba mustias letanías fariseas sobre el reino de los justos y la misericordia divina. El reo no parecía hacerle ni puñetero caso, sólo se preguntaba por qué todas las ejecuciones eran al amanecer. Culpa, pena o arrepentimiento eran categorías ideales, agua pasada que, según dice el saber popular, no mueve molino. Tiempo hubo para el arrepentimiento, para el sentimiento de culpa y para la pena. Sí, eran agua pasada, eran inútiles ya, no servían para nada. Un débil rayo de luz se filtraba por los barrotes que daban al patio, donde el sonido de los últimos trasiegos para montar el instrumento de su fin retumbaban amortiguados por el tempranero piar de los pájaros, pájaros de mal agüero para el reo de muerte.
Un gallo cantó, las campanas tañeron seis secos golpes metálicos, era la hora. Se oyeron pasos resueltos, marciales. Dos carceleros entraron, dos tipos con pinta de bestias a los que el preso era numerosas veces obligado a obedecer sus solícitos y brutales requerimientos sodomíticos. Iban vestidos con sus uniformes de gala, enjaezados como caballos de funeraria para el ritual macabro del fin quirúrgico de una vida humana. Las ratas amancebadas cesaron en su cópula para huir por orificios anónimos entre ladrillos. Lo asieron por ambos brazos. La mojama clerical efectuó el signo de la cruz y salmodió unos latinajos ininteligibles para un condenado que ni sabía de letras, ni falta que le hacía. Condujeron al reo de pena capital por el pasillo del módulo carcelario. Los demás presos berreaban, hacían un ruido estrepitoso con sus escudillas de latón, e incluso había quien sacaba su miembro entre los barrotes y meaba. Eran meadas de protesta, contestatarias y subversivas.
La macabra procesión, compuesta por el cura – salazón, los funcionarios brutales y el reo, salió al patio. Desde las ventanas proseguía la cacerolada, el berrido desesperado y las meadas ocasionales, que caían al patio para no producir el mínimo sonido entre tanto estruendo. La horca se alzaba majestuosa, ajena al barullo presidiario, en medio del patio. Plantado, como una estaca, se hallaba sobre la estructura mortal el verdugo, un hombrecillo escuálido, cómo no vestido de negro y con unas manos nudosas, propias un Caronte que, de tanto remar para pasar almas de una orilla a otra de la laguna Estigia, le han salido vejigas en la palma de la mano. A un lado, se había instalado una tribuna, los familiares de la víctima sentados en ella serios e impertérritos, aguardaban lo que el cinismo llama justicia, pero que sólo es podredumbre vengativa sin sentido. También estaba allí el alcaide, un oso orondo y barbudo que fumaba en pipa tabaco barato, incluso en las solemnes ejecuciones, rodeado de su habitual corro de funcionarillos chupatintas que le seguían incluso al lavabo. Lo acompañaba su esposa, una mujer de cara agria como el más puro vinagre, quizá debido a cierto estreñimiento vaginal o a paranoias menopáusicas. Los padres del condenado estaban en la tercera fila, llorosos, temblorosos, acicateados por una pena indescriptible. La madre berreaba, como sólo las madres saben hacer cuando pierden a un hijo, por muy canalla y criminal que sea este. El padre, flemático, impertérrito, con un ademán impasible, aguardaba estoicamente el óbito filial justiciero. El amanecer, frío e insensible a las pasiones humanas, teñía de manchurrones rosáceos y anaranjados las nubes livianas que flotaban sobre el horizonte. El aire matinal puro olía a ajusticiamiento, parecía notarse la presencia de la Muerte con su guadaña recién aceitada, presta a segar una nueva cosecha de vida. A la salida del reo, se sumó el retumbe de un tambor a los gritos de estéril protesta lanzados desde las celdas. El estruendo presidiario, los quejidos maternales, el ácido úrico y el ritmo tamboril se aunaban en la ceremonia macabra de la ejecución como música funeraria, como himno al cese higiénico de una existencia.
El reo ascendió al cadalso. Los guardias, bestias abusones, y el cura en salazón lo acompañaron. Los berridos de los presidiarios, subversivos y contestatarios, arreciaron sumados a un diluvio dorado de orín, subversivo y contestatario también. Prosiguieron los latinajos del abadejo sacerdotal, interrumpidos tan sólo por el leve paseo de la celda al cadalso. La culpa y el arrepentimiento consiguiente seguían sin aparecer, eso exasperaba al reo, que seguía preguntándose por qué todas las ejecuciones eran al amanecer. Mientras el clérigo salmodiaba, el verdugo de manos nudosas afianzaba el cordel asesino alrededor del pescuezo del condenado. El contacto de la soga con la fina piel de la nuez hizo estremecerse al preso de muerte, que seguía sin poder dominar la inminente tormenta gástrica y urinaria que se le venía encima. La salmodia, tan amojamada como quien la producía, cesó en su latina cadencia, como cortada de repente. Los sodomitas brutales y el cura descendieron de aquel infame estrado, era un paso más del rito macabro. Sólo quedaban encima de la fúnebre platea el reo y el escuálido verdugo, remero de la laguna Estigia. Los gritos presidiarios proseguían, pero ya en sequía de vejigas, ahora eran aderezados con exhibicionismo de posaderas, cosa que sonrojaba a la vaginalmente estreñida esposa del alcaide, menopáusica paranoica y tenaz. A la señal del osezno director del penal, calló el tamborileo justiciero y se accionó la palanca mortal de la trampilla. El reo no pudo vencer la ley más inviolable a la que son sometidas todos los entes universales, la ley gravitatoria, quedando en suspenso sobre el vacío abierto a sus pies. El nudo del cordel estrangulador se cerró sin remisión, el peso lo obligaba. Todos los orificios del cuerpo colgado se abrieron al unísono, soltando lo que allí se retenía, heces, orina o semen. Su lengua se desenrolló de tal modo que, de no haber estado sujeta a la laringe, hubiese tocado su propio pecho. Esa lengua que se amorataba a ojos vista, en una purpúrea vindicación de la majestad presidiaria. La visión del reo se desvanecía, paradójicamente para unos ojos que se salían de las órbitas, emborronándose diluida en una pregunta, por qué todas las ejecuciones son al amanecer, sin arrepentimiento ni culpa.
Cristóbal Belda Díez (cbeldadiez@yahoo.es)
Biar, 10 de julio de 2002.
Poemas y relatos breves de Cristóbal Belda Díez:
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